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Tiene su gracia que, ante las mismas imágenes, dos personas vean cosas no solo distintas, sino incluso antagónicas, y que ambas visiones resulten válidas. Suele pasar cuando las tomamos como alegoría porque, como ya dijo Walter Benjamin, en aquella una alegoría “cada personaje, cada cosa y cada situación pueden significar cualquier otra”. También comentó, de un modo un tanto siniestro, que “las alegorías son el reino de los pensamientos lo que las ruinas en el reino de las cosas”. Se nos disculpará, pues, que muchos espectadores hayamos visto en Joker, ambientado en una apocalíptica Gotham donde la principal villana es la propia ciudad, una alegoría de nuestro mundo en llamas.
Pero estas líneas no están tanto dedicadas a comentar –y destripar– el filme, como a responder a la lapidaria reseña que Estaban Hernández ha hecho sobre él. “Joker, una película sórdida, traumática y reaccionaria”, comienza y concluye. Confieso que al ver el titular pensé que sería sutil ironía. Pero no, lo dice en serio. La película obsesivamente interpretada por Joaquim Phoenix muestra cómo, “en un contexto deteriorado, basta con que un perturbado encienda una mecha para que todos los resentidos quieran acabar con el orden establecido”.
Su conversión en Joker implica precisamente el reconocimiento de que él no es el problema, sino la sociedad en la que vive.
Desde luego que Hernández no acepta la moraleja que al final asume Arthur Fleck/Happy/Joker con todas sus consecuencias: la vida no es una tragedia; es una comedia. El antihéroe se cuestiona desde el principio por qué debe ocultar sus desarreglos mentales, que parece ser para Hernández la pauta lógica de conducta. Pero aunque Arthur Fleck/Happy lo intenta con todas sus fuerzas, la sociedad le da repetidamente la espalda. Su conversión en Joker implica precisamente el reconocimiento de que él no es el problema, sino la sociedad en la que vive.
Periodista y escritor de referencia en determinados círculos de la izquierda, Hernández siente cierto desagrado ante el protagonista de Joker. Este “hombre maduro con problemas mentales” –“looser absoluto”, lo califica en otro momento– no es uno de los “perdedores de la globalización” a los que suele ensalzar en sus artículos. No, se trata más bien de uno de esos sujetos a los que la “izquierda cool” pretende –o eso suponen él y sus afines– dirigirse. Es un enfermo, un raro, un friqui; alguien sin familia, patria ni Dios –sus mundanos dioses terminarán cayendo con sus ilusiones–; un desclasado que ejerce un oficio tan raro como el de payaso. ¡Un titiritero! No, definitivamente, nada que ver con esos tíos blancos heteros, productivos, grandes seguidores de la Selección y casados por la santa madre Iglesia, que, sanos de mente pero enfermos de pesimismo, temen que el auge del feminismo, el matrimonio homosexual y las ayudas a los migrantes los suman en la peor de las esclavitudes. Tal vez, al fin y al cabo, puede que las grandes víctimas de esta historia sean los tres empleados de la Corporación Wayne a quienes ArthurFleck/Happy debe matar para salvar la vida mientras le están linchando por loco.
Es la reafirmación de los desposeídos; una reafirmación que resulta cruel, violenta y sádica, negativa, ya que por desgracia el viejo imaginario burgués acerca de la revolución sigue todavía vigente en pleno siglo XXI.
Hernández cree que Joker es un nihilista, y, ciertamente, cuando es entrevistado por el presentador interpretado por Robert de Niro, niega cualquier interés por la política –representada por la campaña a la alcaldía de Gotham que mediatiza Thomas Wayne, el padre del futuro Batman–, aunque añadiendo a renglón seguido sus quejas sobre una sociedad egoísta que no se preocupa de los seres más vulnerables. Sin embargo, la inversión de valores que presenta la sociedad no es para él –o ha dejado de ser– algo trágico; es un chiste, una broma, lo más cómico que se pueda encontrar. En varios momentos de la película, Arthur Fleck/Happy/Joker juega con la posibilidad de quitarse en la vida y es en su visita al show cuando parece que va a hacerlo, en un claro homenaje cinéfilo a "Network, Un mundo implacable" (1976) cuando el personaje de Peter Finch se valía de la televisión para anunciar su suicidio al tiempo que soltaba cuatro verdades ante la audiencia. Lo que ocurre es que, al igual que ocurría en aquel filme, Joker no se acaba suicidando. Su discurso podrá ser incendiario y sus maneras explosivas, pero tendrán un recorrido.
No hay, o no he apreciado, en Joker una lucha entre el bien y el mal, pero tampoco un acuciante mensaje de advertencia ante cualquier perturbado. Es la reafirmación de los desposeídos; una reafirmación que resulta cruel, violenta y sádica, negativa, ya que por desgracia el viejo imaginario burgués acerca de la revolución sigue todavía vigente en pleno siglo XXI. En este sentido, puede verse en el paso de la visión trágica a la cómica que experimenta Arthur Fleck/Happy/Joker el salto de un caos ordenado a otro desordenado y sin control; de un mundo donde las élites hacen y deshacen a su antojo, haciendo proliferar la “basura” –la metáfora con la que se designa de manera recurrente en el largometraje a las bolsas de pobreza– en las calles, a un vacío de poder que, en este caso, es representado por el asesinato de Thomas Wayne y su esposa.
En fin, es probable que en una civilización desesperada y sin sueños de mejora esta historia suponga un mensaje desesperado, lo que explica que salten tantas alarmas, incluso entre sectores de izquierda. Pero me parece más triste interpretar los síntomas de crisis como necesariamente reaccionarios.