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Izquierda Anticapitalista
A vueltas con el dichoso espíritu de resistencia
La división en Podemos vuelve a traer la resistencia como una rutina política de izquierdas. Pero reconozcámoslo: resistir no es vencer, sino pura y llanamente sobrevivir.
En El eco de los pasos, repaso de toda una vida de acción dedicada a la causa obrera —que si non è vero, è ben trovato—, Juan García Oliver sentencia de manera fulminante que “decir «a las barricadas» es decir «a la derrota»”. El veterano y polifacético luchador se refería con estas palabras a la resistencia emprendida por las organizaciones obreras contra los militares golpistas en la España del 36. Décadas después de los hechos, con una mirada tan amarga como realista, las comparaba en el terreno militar con las famosas trincheras de la Primera Guerra Mundial, donde se sepultaron en vida decenas miles de soldados, tan anacrónicas como inútiles.
Pero García Oliver sabía o debía de saber que sus dardos de nada servirían contra la tradición de la barricada, que desde el siglo XIX forma parte del imaginario colectivo de la izquierda menos apegada a la moqueta. Las barricadas representan revueltas —“fracasadas”, añadiría el aguafiestas de García Oliver— y simbolizan el espíritu de resistencia mostrado por los revoltosos. Constituyen uno de los legados que hemos recibido de una larga tradición de activismo. Uno —y aquí soy yo el de la ducha fría— de los peores legados.
Durante innumerables años de nos hemos contentado con ser los últimos mohicanos. Que nuestra causa implicara al suficiente número de personas como para poder hacer algo efectivo era lo de menos. Lo importante es que nos sintiéramos moralmente recompensados. Así, aunque ni se nos pasaba por la cabeza reivindicar la figura de Juan Negrín, exclamábamos con él “resistir es vencer” y nos encerrábamos en el fuerte de la autocomplacencia.
Si la práctica de nuestros principios no tiene ninguna incidencia en la realidad, es porque lo estamos haciendo mal.
Quizás fue con el 15-M cuando nuestros sentidos empezaron a vislumbrar que no era necesario un milagro ateo para que la gente se nos acercara. Pero antes de que pudiéramos plasmar aquello de “el pueblo, unido, funciona sin partidos” en algo estable, vinieron quienes parecían llamados a “afeitar las barbas a nuestros venerables santones”, como pensaba García Oliver de sí mismo —aunque únicamente se peló las suyas propias—, para asaltar los cielos de las instituciones. Hoy, cuando esa iniciativa electoral devenida en partido político salta por los aires, vemos manifestarse entre los desgarrones el espíritu de resistencia del que antes hablábamos, invocado como excusa para parapetarse detrás de las propias posiciones.
Reconozcámoslo. Resistir no es vencer, sino pura y llanamente sobrevivir, mientras se reza para que la coyuntura no se eternice. En cuanto sentimiento, es una forma de intransigencia que espera que el azar combine los hechos de tal manera que nos acaben dando la razón.
¿Significa eso que hay que renunciar a los principios? Para nada, siempre que no confundamos medios con fines. Pero no nos engañemos: si la práctica de nuestros principios no tiene ninguna incidencia en la realidad, es porque lo estamos haciendo mal. No nos envolvamos en la bandera de la resistencia ni nos metamos en la última barricada. Seamos humildes y adaptémonos a los acontecimientos.