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Aunque tendemos a calificar a Jean-Jacques Rousseau como ilustrado, y de hecho fue durante cierto tiempo amigo del círculo de enciclopedistas de Denis Diderot, difirió de aquellos en que su visión de la democracia estaba muy lejos de tener un alcance universal. Según recuerda uno de los mayores especialistas en la materia, Jonathan I. Israel, en la obra de Rousseau la voluntad del pueblo tenía la última palabra sobre las leyes, mientras que para sus antiguos compañeros, mucho más radicales, la igualdad, entendida como fundamento absoluto, era superior a cualquier principio constitucional y soberano. Esta diferencia de criterios tendría varias consecuencias prácticas, como el silencio que guardó Rousseau sobre la esclavitud.
Sin desmerecer las aportaciones rousseaunianas, no deja de ser singular que Monereo, Anguita e Illueca —de quienes ya hablamos en otro artículo anterior— invoquen su nombre para defender la capacidad de los pueblos a decidir su modelo político y social; una idea que podría resultar atractiva si se obviaran los contextos nacionales de persecución de minorías y de cierre de fronteras, que son los que actualmente se observan en aquellos países donde más prende el discurso soberanista.
Populismo
La izquierda estatista
Porque, al fin y al cabo, si colocamos la soberanía por encima de cualquier otro elemento, cada comunidad nacional —o, mejor dicho, cada Estado nacional— tendrá la última palabra sobre los derechos básicos de quienes viven en ella. Por ejemplo, para el filósofo francés Jean Bodin, conocido al sur de los Pirineos como Bodino, quien fuera el primero en popularizar el concepto de soberanía, la propiedad privada era un derecho natural. Una comunidad podría, pues, consagrar la propiedad negando otros derechos que hasta ahora se consideraban inalienables para las personas. Dicha comunidad se autogobernaría y sus componentes se convertirían en esclavos.
Sí, por más paradójico que suene, la soberanía puede ser perfectamente incompatible con la emancipación, dado que en la práctica encubre el divorcio entre la vida legal y la real. Suponemos que la nación es soberana para declarar la guerra, pero sin embargo hemos visto cómo España participaba en la invasión de Iraq a pesar del mayoritario rechazo de su población. Puede aducirse –devolviéndonos con ello a la infancia– que el Estado conoce razones que sus súbditos ignoran, aunque en el caso iraquí quedó más que demostrado que los argumentos formales que justificaban la intervención militar no eran erróneos, sino, lisa y llanamente, mentira. Y si bien se achaca en el gobierno de Aznar toda la responsabilidad, lo cierto es que el episodio demostró la nula capacidad de maniobra institucional de revertir la medida.
Si colocamos la soberanía por encima de cualquier otro elemento, cada comunidad nacional tendrá la última palabra sobre los derechos básicos de quienes viven en ella.
Porque, por más que la izquierda estatista española sueñe con asaltar los cielos, la clave no reside en tomarlos, sino en manejarlos. Como ya sabemos, el proceso de desarrollo histórico de los estados-nación les ha llevado a ceder gran parte de su soberanía a organismos supranacionales, cuyas imposiciones no conocen fronteras. La economía y las fuentes de energía con las que cuenta España ni siquiera dan para hacer un desplante, por lo que forzosamente tendría que introducirse en pactos y acuerdos onerosos. Pero, además, la apuesta soberanista supone una gran incomodidad a nivel interno, al empujarnos a un dilema trascendental, pues reconocer el derecho a la autodeterminación de las naciones periféricas implica poner en cuestión la continuidad de la nación central: o democracia –como principio universal y absoluto–, o soberanía nacional.
El problema es que el soberanismo suele resolver los dilemas sirviéndose de vías violentas. A este respecto la izquierda estatista podría recordar sus referentes. Cuando el bolchevismo llamaba en 1917 a proseguir en la senda revolucionaria, con una Rusia que, después de sufrir varias derrotas, había visto cómo una parte considerable de su territorio era ocupada por tropas enemigas, su lema fue un contundente “paz, pan y tierra”. Lo que procedía era liberar a las clases oprimidas de sus cadenas, no mantenerlas sometidas a una matanza gratuita.
Nacionalismo frente a universalismo; soberanía frente a emancipación. El debate está servido.
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Muy buen artículo como siempre Aleix.
Gracias por intelectualidad tus opiniones.
Lo que pasa es que la extrems derecha está triunfando volviendo sobre un soberanismo que se resiste a las fuerzas - incontrolables para el estado - de la globalización.
Y no tengo muy claro en que se sustenta esa emancipación si no es en algo físico como la tierra. A no ser que la Tierra como casa única y amenazada de la humanidad sea puesta en el centro de la agenda de todos los paises.