Memoria histórica
Franco y Santos Juliá: olvido y recuerdo en la actualidad española

El franquismo fue algo más que Franco, y lo que está sucediendo estos días pone de manifiesto que las heridas no cicatrizarán cambiando su tumba de lugar.

Aleix Romero Peña
25 oct 2019 12:30

A veces ocurren tales combinaciones que sentimos la tentación de creer que un destino nos rige y que posee un macabro sentido del humor. Justo cuando iba a producirse la exhumación de Franco, las Parcas cortaron el hilo de la vida de Santos Juliá, un hombre a cuya larga ristra de méritos, que incluyen los de catedrático, ensayista y auténtico tótem intelectual –sus dominicales del diario El País no solo eran la forma que tenía de “situarse dentro del sistema”, sino también de influir en él–, se añadía la de polemista consumado.

La humorada del azar está en que Santos Juliá muere en el momento en que el pasado que él prefería no tocar, se agita.

Su gran bestia negra fue la memoria histórica, una materia a su juicio “cambiante”, “parcial y selectiva y nunca […] compartida de la misma manera por una totalidad social: depende de múltiples y diversos relatos heredados”. Realmente, no es muy original servirse del argumento de la atomización de la sociedad para ningunear o cuanto menos matizar demandas sociales. Prevaliéndose de su autoridad mediática y académica, Juliá rechazó la capacidad que a partir de la década de los 2000 han demostrado los movimientos memorialistas para influir en la agenda política. Llevó a cabo una guerra cultural de la que salieron damnificados tanto quienes, sin tener formación especializada, reclamaban justicia, como jóvenes o no tan historiadores que partían de premisas científicas diferentes a las defendidas visceralmente por Juliá.

Lo más curioso de su caso es que Santos Juliá siempre se situó en posiciones progresistas. Él mismo reconoció en su Elogio de historia en tiempo de memoria que, con una diferencia de pocos pero trascendentales años, llegó a pedir la afiliación al PCE y al PSOE, siempre sin dar nunca el paso definitivo. Pero, aparte de esa vaga izquierda liberal a la que se adscribiría, se sentía depositario, al igual que otros académicos de su generación, de lo que puede ser calificado de misión histórica, identificada por Sebastiaan Faaber como el compromiso intelectual para que la guerra civil no volviera a ocurrir. Y con el fin alejar al fantasma convirtieron al héroe de la retirada de Enzensberger en el héroe del olvido. Del olvido –político y social, que no científico, un ámbito mucho más sosegado, consensual y, por ende, autoritario– de los crímenes pasados y no tan pasados.

En sus últimas comparecencias Santos Juliá consideró que el traslado de los restos del dictador Franco de la basílica de Cuelgamuros no era la mejor opción. Prefería que el edificio se cayera de viejo con su cadáver dentro. Pese a ello, aprobó la medida porque en su relato de la historia reciente española, muerto el tirano, habría desaparecido el franquismo como una posición política cualificada. Este posicionamiento le llevó en ocasiones a incurrir en el formalismo más extremista. Así, por ejemplo, negaba que los diputados miembros de la comisión que redactó la Constitución de 1978 fueran “procuradores franquistas”. Pero el hecho de haber sido “elegidos libremente por los españoles”, ¿convertía automáticamente a esos señores en demócratas homologables a los de cualquier país occidental? Eso no lo podía contestar

El cuerpo de Franco vuelve a moverse para ser utilizado como un McGuffin de la política: estamos viendo lo que debería ser normal como algo excepcional, mientras perdemos de vista lo que es realmente extraordinario.

A pesar del predicamento que tuvieron las ideas de Santos Juliá, gracias a la universidad y a la línea editorial de El País, el franquismo fue algo más que Franco y su herencia no puede medirse por los decibelios de los aullidos nostálgicos. Porque, en realidad, lo más importante del régimen nacido de la guerra civil fue los fundamentos que asentó. Un tardofranquista ortodoxo, que siguió ocupando puestos académicos de manera ininterrumpida hasta su muerte en la década de los noventa, por más que fuese y aún siga siendo intelectualmente denostado en los textos históricos, expresó durante la transición política que “la constitucionalización del Estado tiene que comenzar por la afirmación categórica de la Nación y de su unidad (sic)” . ¿Acaso, aunque sus propuestas teóricas fueran desestimadas, el régimen actual ha cambiado de principios? Ni en la época en que fue aprobada la Constitución, con su famoso artículo 2 sobre la unidad territorial española, ni tampoco en la actualidad, con la dura represión jurídico-policial contra un movimiento independentista catalán de contenido cada vez más social, se han abandonado.

La humorada del azar está en que Santos Juliá muere en el momento en que el pasado que él prefería no tocar, se agita. El cuerpo de Franco vuelve a moverse para ser utilizado como un McGuffin de la política: estamos viendo lo que debería ser normal como algo excepcional, mientras perdemos de vista lo que es realmente extraordinario. Una situación que hay que agradecer, en buena parte, a la desmemoria histórica.

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