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Arturo Pérez-Reverte y Paul Preston. En apariencia, dos autores muy diferentes, tanto en cuanto a formación y obra, como por actitudes y posicionamientos, pero con una visión muy similar sobre el papel histórico de un sujeto, el pueblo español, fatalmente condenado a un proceso cíclico de derrotas por culpa de sus clases rectoras, secularmente nefastas. “Un pueblo [el español] inculto, primario, vulnerable a púlpitos, confesionarios y halagos fáciles de quienes lo manipulaban con la facilidad otorgada por una práctica vieja de siglos”, especula la pluma hinchada de Pérez-Reverte. “Durante 120 años el pueblo [español, de nuevo] no ha tenido la clase política que se merecía, ha tenido otra impuesta por la corrupción y la violencia”, sentencia la dialéctica lapidaria de Preston.
El populismo es una fantasmagoría que esconde entre sus sábanas un cuerpo lleno de brechas y heridas que reflejan todo lo que tiene de antagónico y conflictivo
Pesa en ambos, el escritor y académico y el hispanista e historiador, la alargada sombra que el populismo –y su reverso, la maldad intrínseca de las gobernantes– proyecta en la cultura española. Desde el lamento cidiano –“qué buen vassallo, si oviesse buen señor” – de los precedentes castellanos, cabría enumerar una larga tradición que llegaría hasta La Polla Records –“Ellos dicen mierda”– o, estirando un poco más, a Los Chikos del Maíz y sus guillotinas para cuellos de grandes tallas –“Cayetana, ese cuello pide guillotina”–. La eterna contraposición entre élites y pueblo –agregado social que une desde el rico fabricante y el avispado comerciante, hasta el parado hambriento y la prostituta callejera– es uno de los grandes temas de las letras españolas, convirtiendo al hecho aparentemente absurdo de que esta separación no culmine en divorcio bien en drama, bien en feliz demostración de la humilde sensatez del pueblo.
El populismo español no es asimilable, como ningún otro, a un credo político determinado. Después de que Fuenteovejuna se haya amotinado para asesinar al comendador, Lope hace que el pueblo vea a los Reyes Católicos, pero no para pedir perdón, sino para reconocer la suprema autoridad de los monarcas, superior a la del aristócrata muerto. Planteamientos conservadores como el anterior son perfectamente compatibles con posturas progresistas, como la que identifica en la ignorancia a una de las causantes de los perpetuos padecimientos del pueblo.
Por otra parte, las referencias al pueblo tienden a diluir las diferencias de género, de clase o de etnia. La imposición del grito de guerra de Fuenteovejuna –todos a una– implica que dentro del pueblo no existen distinciones entre unos y otros, que todos reman en la misma dirección. Y quien no lo hace es el Otro: ¿quién no puede sentirse partícipe de la euforia popular ante un triunfo de la selección de fútbol, salvo un extranjero, un traidor o, peor aún, un elitista? Esto recuerda el caso de Antonio Machado, poeta del pueblo por antonomasia, tan usado por populistas de uno y otro signo, ya se reclamen comunistas o falangistas, era un antisemita convencido, que llegaba al extremo censurar el marxismo por estar fundamentado en el pensamiento de un judío. Para Machado los judíos, tachados de materialistas, eran el Otro del pueblo de austeros y espirituales castellanos que según el poeta encarnaba la esencia nacional. Por más que el pueblo judío haya tenido un trascendente papel en la historia española.
En los últimos tiempos la izquierda española ha contribuido a alimentar esta fantasmagoría
El populismo es una fantasmagoría que esconde entre sus sábanas un cuerpo lleno de brechas y heridas que reflejan todo lo que tiene de antagónico y conflictivo. En el caso español, y especialmente a causa del nacionalismo reaccionario que impuso la dictadura franquista, eso implica una abierta hostilidad hacia aquellas manifestaciones populares de quienes se sienten partícipes de otras comunidades nacionales. En los últimos tiempos la izquierda española ha contribuido a alimentar esta fantasmagoría forzando y descontextualizando los análisis nacional-populistas de Gramsci –que, en último término, estaban pensados para ayudar a forjar una alianza entre obreros, artesanos y campesinos en la Italia posterior al Risorgimento–. Para desmarcarse de las vertientes más reaccionarios, ha recurrido al autoengaño, denominándolo resignificación, llegando a la absurdez que patriotismo es defender los servicios públicos. ¿Cómo compatibilizar ese patriotismo, tan sensible especialmente con las cuestiones de bolsillo, especialmente en lo que afecta a la migración, con la voluntad de universalizar los servicios públicos?
Quizás sea el populismo sin complejos de Vox el que mejor revela las limitaciones del fantasmagórico sujeto pueblo, que no cuestiona el modo de producción vigente –al pueblo la economía sólo le interesa coyunturalmente y no percibe la sistematicidad de la explotación capitalista–; percibe todo lo diferente como ajeno, y lo ajeno como hostil, como Otro; y no le importa una involución de derechos, aunque la sufra una mayoría como la representada por las mujeres, siempre y cuando favorezca su cohesión como bloque monolítico.
El panorama lleva a plantear una cuestión de innegable trasfondo simbólico: ¿pueden los sectores subalternos seguir sintiéndose pueblo para codear con otros órdenes sociales más favorecidos, o ha llegado la hora quitar la sábana y evidenciar el choque real de intereses dentro de lo que conocemos como pueblo?
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Buena reflexión en el momento adecuado en que frente a la reacción más grosera y el liberalismo más canalla sólo hay ignorancia política , oportunismo y postmodernidad y hasta tercerismo pardo en la mayoría de lo que se entiende como izquierda.
Totalmente de acuerdo. Necesario artículo, que se metan sus naciones y sus patrias por dónde les quepan.