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Opinión
Sin ceder en la potencia

Cada época se define, también, por la emocionalidad dominante en la misma. El malestar es hoy una larga sombra que recorre todo Occidente. En el contexto de crisis orgánica del capitalismo tardío en la que nos encontramos, caracterizada por la precarización y vaciamiento existencial y el colapso de los horizontes de futuro, la ultraderecha está demostrando una tremenda eficacia a la hora de articular y transformar el malestar en afectos reaccionarios mediante una sofisticada maquinaria semiótico-afectiva.
La dimensión futuro, que antaño era un foco de esperanza, se concibe desde el miedo y la frustración. No es solo que nos resulte más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo; también nos cuesta menos imaginarnos el fin del mundo que una sociedad sencillamente mejor. La proliferación de distopías en la literatura y en el cine y la escasez de futuros deseables dan fe de esta situación. Vivimos mal, pero podemos vivir todavía peor (y probablemente lo hagamos). Este es el mensaje que, con salvedades, se nos transmite también desde la producción cultural dominante. Y, al mismo tiempo, la única salida posible que se nos ofrece es la individual, con la autoexplotación y el hiperconsumo como principales expresiones de la misma.
El presente es hoy, para algunos sectores de la clase trabajadora, un espacio de lucha constante por la supervivencia en el que creen encontrarse solos
El presente es hoy, para algunos sectores de la clase trabajadora, un espacio de lucha constante por la supervivencia en el que creen encontrarse solos. Ante la relativa pérdida de confianza en los Estados, en las organizaciones sindicales y sociales y en las redes informales de solidaridad por parte de ciertos sectores populares, cada vez son más quienes se conciben (o más bien quienes se ven obligados a concebirse) como salvadores-de-sí.
Nos auto explotamos para tratar de “salvarnos” y pagamos cursos de coaching y leemos libros de autoayuda para ser “nuestra mejor versión”. Tratamos de ser “nuestros propios jefes” porque no concebimos no tener ninguno. Esta concepción, vale decir, contribuye a la apropiación reaccionaria del malestar, que es reconfigurado mediante la semiotización del miedo y de la angustia en odio hacia determinados chivos expiatorios (migrantes, mujeres…) a los que se responsabiliza de todo mal existente o imaginario.
Compramos ropa que no necesitamos, vemos historias de instagram que no nos interesan y olvidamos al poco tiempo y tratamos de entretenernos y estimularnos para olvidar nuestros problemas
Algunos de ellos, especialmente la población migrante, también han sido usados para generar una suerte de erótica de la seguridad, movilizando activamente un miedo que permita la aceptación de medidas autoritarias y que estas, además, puedan resultar deseadas. En resumidas cuentas, la ultraderecha es capaz de capturar el malestar de sectores de la clase trabajadora y convertir la frustración en resentimiento y el miedo en odio, al tiempo que reconducen determinados deseos colectivos hacia formas de goce regresivas como la promoción de la pureza identitaria, la aceptación de la seguridad autoritaria o la búsqueda de “venganza” contra los vulnerables.
Por otro lado, nos vemos abocados a consumir sin descanso —sea productos materiales o inmateriales— para tratar de calmar nuestro malestar y tapar la angustia. Compramos ropa que no necesitamos, vemos historias de instagram que no nos interesan y olvidamos al poco tiempo y tratamos de entretenernos y estimularnos para olvidar nuestros problemas. El imperativo de goce de nuestras sociedades nos subsume en un “hedonismo depresivo” del que es difícil escapar. El mandato del siempre-más convierte todo consumo en insuficiente y, entonces, emerge de nuevo el malestar como un todo irresoluble.
Rechazar tanto el “hedonismo depresivo” como el moralismo que concibe el deseo como algo a reprimir y promover políticas del deseo que superen la dimensión represiva y la mercantil y contribuyan a la creación de nuevas formas de habitar y relacionarnos
La cuestión central pasa, entonces, por saber-hacer con el malestar; no pretender suprimirlo sino sublimarlo en formas de imaginación política, lucha y organización colectiva. Rechazar tanto el “hedonismo depresivo” como el moralismo que concibe el deseo como algo a reprimir y promover políticas del deseo que superen la dimensión represiva y la mercantil y contribuyan a la creación de nuevas formas de habitar y relacionarnos. La transformación social trata también de un desplazamiento del lugar desde el que uno desea y de una mutación del “objeto” deseado.
Bajo el capitalismo, el deseo está capturado, paradójicamente, en la lógica de la escasez: siempre hay que competir por algo, temer que otro nos lo quite y consumir mientras podamos. Debemos defender, siguiendo la lectura que hace Lordon de Spinoza, una redirección de los deseos comunes hacia “objetos” que ya no sean de consumo individual sino de consecución colectiva.
Es necesario construir instituciones del común capaces de canalizar el deseo hacia formas no mercantilizadas y desplegar nuevos dispositivos estético-políticos que nos permitan reconfigurar lo visible y lo decible
Promover, en resumidas cuentas, una concepción del deseo que no sea capturable debido a que ya no apunta a objetos de deseo finitos sino a la efectuación de la potencia común; aquello que solo crece y nos hace crecer cuando nace desde y para la comunidad. Para ello, es necesario construir instituciones del común capaces de canalizar el deseo hacia formas no mercantilizadas y desplegar nuevos dispositivos estético-políticos que nos permitan reconfigurar lo visible y lo decible, asumiendo que no se trata de esperar el “gran amanecer” sino de prender hogueras que nos iluminen y terminen por superar la larga noche del capitalismo.
Frente a la captura del deseo y la articulación del malestar efectuada por los liberfascistas, es preciso una “clínica política de lo posible” con prácticas teóricas y militantes capaces de reorientar los flujos deseantes hacia formas de socialidad poscapitalistas, teniendo siempre presente que claudicar en la disputa del deseo es ceder en la potencia.