Racismo
Del amor y el antirracismo en tiempos de rabia (II)

La subjetividad moderna aferrada a las promesas liberales, el integracionismo, y nuestra domesticación en la superioridad de los valores occidentales, convierten nuestro amor propio en una rabia desordenada.

5 oct 2018 10:11

Para la izquierda eurocéntrica, el racismo representa un simple problema económico, un mero obstáculo para su lucha de clases. Las recientes demandas de los colectivos migrantes, y las denuncias de las mujeres temporeras marroquíes en los campos andaluces, han hecho ver, una vez más, como el racismo, el capitalismo y el sexismo están estrechamente vinculados. Pero ¿cómo entender el capitalismo como régimen racial? ¿desde dónde pensar la co-constitución de raza y capital?

Siguiendo a algunos marxistas negros, como Cedric J. Robinson, el racialismo, el racismo europeo, y los nacionalismos anticiparon al surgimiento del capitalismo. El capitalismo no parte del feudalismo, sino que se desarrolla desde allí para producir un sistema-mundo moderno capitalista racial, dependiente de los genocidios, las esclavizaciones, de las lógicas imperialistas y de la violencia. La acumulación de capital solo puede darse a través de relaciones de desigualdad, que el racismo puede producir mediante la diferenciación de valor humano. Al mismo tiempo, el racismo es fundamental para la producción de la violencia que el capitalismo también exige.

Si consideramos, además, el hecho de que partir de 1492, en un periodo menor de 50 años, cerca de 35 millones de personas indígenas fueron exterminadas y que, posteriormente, otras millones de personas africanas fueron esclavizadas para su uso como mano de obra no asalariada, comprendemos como la colonialidad se inicia a través de la racialización de las formas de control del trabajo y se perpetúa en un sistema de dominación y explotación global. Por lo tanto, el capitalismo racial no es una forma del capitalismo, todo capitalismo es racial; o como diría Angela Davis, el racismo no puede ser separado del capitalismo.

El antirracismo decolonial no es entonces una ‘lucha de clases antirracista’, como quizás le gustaría a la izquierda marxista eurocéntrica. Por otra parte, ser anticapitalista y antirracista no equivale a ser crítico con la Modernidad. Cuestionar la modernidad es cuestionar el fundamento sobre el cual el capitalismo y el racismo se pudieron desarrollar. Es por esto que, tal y como hemos dicho en varias ocasiones, la lucha antirracista no puede convertirse en parte subsidaria de la lucha de clases.

El trabajo proveniente de la migración poscolonial como forma de globalización de trabajo racializado, las nuevas esclavizaciones en torno a la agricultura y, el trabajo doméstico y de cuidados altamente generizados, son fomentados por las políticas racistas del Estado Español. Nuestras comunidades están atrapadas en una cadena de trabajo con salarios paupérrimos, o en ocupaciones laborales que ni siquiera han sido sindicalizadas. Muchas veces su conflicto principal no es en contra de sus empleadores (quienes algunas veces no existen, o no son reconocidos oficialmente), sino más bien, contra el poder blanco que protege a sus élites y a su clase media blanca. A pesar de que las clases dominantes explotan también a la clase blanca trabajadora, ésta se beneficia de una pequeña parte del despojo de origen colonial y de los diversos privilegios civiles, políticos, materiales y simbólicos.

Un antirracismo político debe tener clara esta división que repudiamos, pero que es real, y una izquierda comprometida tiene ante ello el reto de romper su identificación con el régimen dominante a través del pacto con sus privilegios.

Nuestras comunidades enfrentan la segregación por parte de todas las instituciones sociales y gubernamentales y son las primeras en convertirse en objetos de control público. Están restringidas en distintos niveles al acceso y ejercicio de ciudadanía, no se encuentran políticamente representadas, se ven sometidas a la violencia física y al exterminio a través de las políticas migratorias fronterizas. Son las más vulnerables ante el sistema policial de represión y carcelario. Podríamos asegurar incluso, que nuestras comunidades saben, mejor que nadie en el estado español, que significa el despojo de su auto-determinación. No pretendemos caer en una batalla victimista, pero es necesario decirlo con el objetivo de cuestionar por qué toda esta violencia es mantenida en silencio.

Un antirracismo decolonial y un pensamiento político autónomo

Los activismos antirracistas en el Estado español son herederos de numerosas luchas pasadas, muchas veces invisibilizadas por las nuevas generaciones o dejadas de lado por la creciente mediatización de activismos más llamativos y adaptables por el neoliberalismo. Sentimos, -quizás como cada generación-, que los tiempos se hacen más urgentes, que la colonialidad representa una violencia cada vez más cruda y voraz, mecanizada sistemáticamente por las nuevas tecnologías. Sentimos también que no logramos escapar de una fe humanitarista incubada en el seno de esa misma violencia que busca de manera absurda, justificar las relaciones asimétricas de poder en las que estamos cautivos. Nuestra subjetividad moderna aferrada a las promesas liberales, el integracionismo, y nuestra domesticación en la superioridad de los valores occidentales, han convertido nuestro amor propio en una rabia desordenada y continuista.

Todo ello nos aleja de esas tantas vidas revolucionarias y de esas tantas muertes en resistencia que nos enseñaron durante años que el camino era romper con la normatividad blanca, trascender el estado heredado de sujetos colonizados, construir una nueva humanidad. Es importante recuperar las genealogías de resistencias específicas de nuestras comunidades. No estamos inventando la rueda.

Nos encontramos atrapadas en un régimen colonial universal, en una cárcel eurocéntrica llena de contradicciones. No obstante, nuestro horizonte no es hacer de este encierro algo más soportable para el individuo. Es preciso cuestionar radicalmente la Modernidad, esa que nos carcome sin (querer) darnos cuenta, sin querernos. No deberíamos atrevernos a pensar siquiera en un antirracismo que no intente poner constantemente en jaque a esa Modernidad. De otro modo, ese antirracismo se tornará en un antirracismo liberal y reaccionario. El neoliberalismo progresista sabe muy bien absorber la lucha de la migración y la antirracista.

Es muy fácil para el racismo de Estado introducir políticas de reconocimiento a la diversidad o implementar políticas liberales culturalistas funcionales al mismo capitalismo racial para satisfacer nuevas necesidades. La estrategia perversa del sistema es la de asegurar el ascenso de unos pocos individuos y pretender una movilidad en la jerarquía racial, demostrando que es posible ocupar el lugar hegemónico de la blanquitud a través de una meritocracia asimilacionista. Por eso las izquierdas pueden reproducir también esa perversidad instrumentalizando a individuos para legitimar sus intereses. Sea lo que sea, todo esto está muy lejos de alguna ética de amor revolucionario.

Un antirracismo radical solo puede ser construído como parte del giro decolonial, que requiere un accionar e implique la necesidad de movernos del lugar estático en el que nos encontramos. Destruir las lógicas raciales significa destruir las estructuras coloniales y su dimensión epistémica. En el horizonte está el desafío de posibilitar un contexto de existencia y conciencia política en nuestras comunidades.

El empuje del antirracismo político reside en la conformación de organizaciones autónomas para la construcción de un poder político que introduzca nuestra existencia en la idea de humanidad, y en el desarrollo de un antirracismo que esté en manos de las mismas comunidades que lo experimentan, que rechace el paternalismo y conformismo de los espacios políticos convencionales.

Nuestros límites son las posibilidades de un amor decolonial

Las experiencias específicas de nuestras comunidades, el contexto histórico y global de su racialización, así como sus genealogías nos obligan a re-pensar las estructuras económicas y políticas desde las relaciones globales de Norte / Sur. El pensamiento político de Houria Bouteldja, militante decolonial en Francia, nos recuerda con una sinceridad inclemente que no seremos capaces de escondernos en el bienestar de Europa: "Somos parte del problema y nuestras manos son parte del crimen". Nos hemos aburguesado, mientras que otros juegan a ser más víctimas que las víctimas que dejaron en el Sur. ¿Es que (nos) amamos menos?  Las relaciones de poder son complejas, no podemos escapar de ellas. Pero quizás, nuestra paz esté con nuestro compromiso a renunciar radicalmente al integracionismo y regresar la mirada al camino desde donde hemos partido; no para dar lecciones, pero para reconocer nuestra responsabilidad para con los damnés. En el reconocimiento hay más amor de lo que creemos. Yuderkys Espinosa, señalaba la lucha antirracista como “la lucha más radical que hay porque ella conlleva la posibilidad de interpretación crítica al orden universal en el que vivimos y por tanto un intento de poder observar aquello que ha sido deslegitimado y desechado".

Tenemos la posibilidad de convertir esa rabia desorganizada en un amor proclamado como movimiento comunitario. La lucha por nuestras organizaciones autónomas, por la auto-determinación propia de nuestras comunidades, y por la construcción de los vínculos entre ellas, es un primer paso para demostrar(nos) que construimos verdaderamente acciones decolonizadoras, confrontando el racismo, la invisibilización e inferiorización política en los campos de poder español. Hay que atrevernos porque no tenemos nada que perder en tanto que es necesario arriesgarlo todo, sabiendo que es imposible no cometer errores. Hay que atrevernos porque no es posible conservar la dignidad colectiva sin haberlo intentado.

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Analizar y denunciar el racismo de Estado desde una perspectiva decolonial.
Revisar la construcción ideológica del Imperio español, su historia colonial y sus pervivencias, rastreando el origen de las relaciones de dominación y opresión que enfrentan las comunidades racializadas y/o provenientes de la migración postcolonial.
Desvelar las heterarquías del poder moderno en torno a la raza, la clase, el género, la sexualidad, la espiritualidad…
Afianzar las condiciones de posibilidad para el desarrollo de un antirracismo político en el Estado español.
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