Aborto voluntario: el sentimiento de culpa cuando se ejerce un derecho

La libre decisión de las mujeres sobre el futuro de su embarazo está contemplada en la ley española, pero otros factores como el tabú social en torno al aborto o la obligatoriedad del proceso de reflexión condicionan su autonomía.

5 feb 2020 07:00
Tomaba pastillas anticonceptivas pero hacía ya dos meses que estaba encinta. Desconocer, hace cuatro años, que los efectos de los antibióticos contrarrestaban el de su método anticonceptivo le llevó a desconocer, también, la formación del cigoto que llevaba dentro mientras la menstruación seguía formando parte —como efecto de la píldora anticonceptiva— de su rutina mensual. 

Así empieza la historia de C.M., una joven argentina criada en Galiza que a los 20 años se quedó embarazada sin desearlo. Interrumpir voluntariamente el embarazo en una sociedad que lo considera tabú y que cuestiona la libertad de la mujer para decidir sobre su cuerpo es de por sí un proceso duro, pero para C.M. todavía lo fue más. Sus padres, testigos de Jehová, decidieron retirarle la palabra e hizo frente en solitario a una intervención anómala que le obligó a pasar por quirófano en dos ocasiones.

“La chica que me atendió en planificación familiar empezó a darme datos que una no desea conocer. Me dijo que al bebé le latía el corazón y que ya tenía huellas dactilares. Pero tú sabes que estás haciendo lo correcto y que no tienes cómo afrontar la llegada de un nuevo individuo”, narra C.M., quien detalla que después de cinco semanas aún no la habían llamado: “Yo seguía con síntomas de embarazada y empecé a adelgazar mucho. Pasé todo sola, no tenía en quién apoyarme. Fue durísimo”. 

En vista de la falta de comprensión del sistema sanitario público, optó por recurrir al servicio privado. “No teníamos dinero para pagar los 1.000 euros de la anestesia general, así que gastamos la mitad en la local”, narra. “Fue la peor experiencia de mi vida. Te tumban en una camilla y te meten una aspiradora. No paraba de llorar, me dolía física y emocionalmente”. Lejos de poder empezar una nueva vida, a los pocos días sufrió un episodio de fiebre aguda, preludio de una segunda intervención tras un aborto incompleto.

De supuestos a plazos: una libertad de catorce semanas

En España, con la Ley Orgánica 2/2010 de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo, la mujer es libre de decidir durante las primeras 14 semanas de embarazo. Hasta la semana 22, este solo se puede detener si peligra la salud de la madre o si existen riesgos de graves anomalías en el feto. En caso de que estas anomalías sean incompatibles con la vida se puede interrumpir fuera de cualquier plazo.

Aun siendo un derecho reconocido desde hace más de tres décadas, el aborto sigue teniendo que hacer frente a trabas profesionales. Desde la base de la asistencia sanitaria, la interrupción voluntaria del embarazo cuenta con un largo proceso administrativo y un derecho profesional que se interpone: la objeción de conciencia.

Cualquier médico de la sanidad pública puede anteponer su moral a la libertad de la paciente, una postura recurrente en hasta 13 provincias que no practicaron ninguna interrupción de embarazo, según los últimos datos publicados por el Ministerio de Sanidad. La cifra supone cuatro provincias menos que en 2016. “Si están en contra del aborto, no deberían de estar en centros públicos. Es un escándalo que los derechos de las mujeres se dejen en un segundo plano”, afirma la activista social y feminista Justa Montero. 

Ni tacto ni responsabilidad: el papel de las instituciones

Las mujeres consultadas, que han preferido salvaguardar su anonimato, corroboran que la decisión de interrumpir voluntariamente el embarazo sigue estando cuestionada desde las instituciones que lo practican. “Me enseñaron la ecografía y me explicaron qué era cada cosa a pesar de que yo no quería. Luego una psicóloga me preguntó por mi situación económica, si mis padres conocían mi decisión de abortar, por qué quería abortar, si usaba métodos anticonceptivos… Me daba la impresión de que calificaban si era o no apta para hacerlo. Si quieres hacerte una vasectomía no te hacen esas preguntas”, cuenta I.G., una mujer sevillana que abortó hace siete años, cuando tenía 18.
La decisión de interrumpir voluntariamente el embarazo sigue estando cuestionada desde las instituciones que lo practican

Del mismo modo que I.G., también A.P. tuvo que escuchar la narración detallada del corazón y las manos del feto que no quería engendrar. “Le dije al médico que no quería ver la ecografía pero dio lo mismo. Me contestó con mucho paternalismo que me vendría bien para que no me volviese a ocurrir”. Sucedió en una clínica privada de Galiza a la que acudió hace más de una década, cuando tenía 22 años.

Demasiada burocracia y escaso apoyo médico y psicológico. Así lo describe A. L., una mujer de Barcelona que abortó el año pasado: “Entra una, entra otra, como una cadena de fábrica sin que nadie apenas hablara contigo. La enfermera me vio la cara de asustada y me frotó un poco el brazo. Fue muy frío. Ese fue el máximo contacto personal que recibí”. Por su parte, L.J., una estudiante madrileña de 22 años que abortó en 2018, vivió el proceso en la sanidad pública y en la privada y, aunque la llena de frustración admitirlo, la primera de ellas fue la más dolorosa emocionalmente: “Es el reflejo del tabú, la desinformación y la falta de formación que reciben los médicos sobre el proceso abortivo”. La fase de la vía privada la recuerda con estima: “Fue como considero que tenía que haber sido. Todas las personas con las que traté me parecieron rotundamente profesionales y cercanas”. 

Las clínicas ginecológicas, por lo general mejor valoradas por las pacientes, reciben inspecciones sanitarias continuas. El Estado comprueba asiduamente la documentación y la situación actual de los centros, pero no son las únicas visitas que reciben. A sus puertas se agolpan los grupos provida que señalan y culpabilizan a las mujeres que buscan interrumpir su embarazo, y también a las trabajadoras. Una situación incómoda y al parecer irrefrenable, que se ha convertido en el día a día de las clínicas de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE). “Lo peor es cuando les toca a quienes quieren tener hijos pero tienen que abortar debido a la malformación del feto o a su propia salud”, lamentan desde uno de los principales centros de Madrid. No existe compasión para quien no cumple, dicen, con el ‘sí a la vida’ promulgado por la Iglesia, menos aún con quien también es creyente y considera estar actuando contra sus principios: “Hay mujeres que están absolutamente en contra del aborto y aun así vienen a nuestra clínica. Son las que peor lo pasan”.

La religión, presente en el día a día, afecta directamente a la salud psicológica de quien libremente decide interrumpir su embarazo

La religión, presente en el día a día, afecta directamente a la salud psicológica de quien libremente decide interrumpir su embarazo. Mujeres a las que les invade un sentimiento de culpa aunque tengan una postura ideológica firme y una decisión tomada en cuanto a su aborto. El motivo de este sentir lo explica el filósofo Augusto Klappenbach: “Hay dos sentimientos humanos que son los que utiliza siempre la autoridad para el dominio: la culpa y el miedo. La Iglesia, como no cuenta con medios físicos, necesita elementos de control”.

Reflexión impuesta y trance en solitario

Aunque la decisión de interrumpir el embarazo esté tomada antes de acudir a la clínica, no puede llevarse a cabo hasta al menos hasta tres días después. Es el período de reflexión durante el que se informa a las mujeres de las ayudas que proporciona el Estado si continúan adelante con su maternidad. “¿Tres días? ¿Para pensar más aún?”, lamenta indignada A.C., quien abortó hace casi tres años. “Son muy pocas las mujeres que por recibir ayudas de 100 euros y pañales cambian de opinión. Tener un hijo no es solo una cuestión económica”, corrobora el personal médico. De hecho, los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) —correspondientes a 2018 y publicados en 2019— respaldan su afirmación: el 61% de las mujeres que abortaron tenían ingresos propios y casi el 60% de ellas poseía un trabajo estable.

El desamparo al que se ven sometidas las mujeres entrevistadas también es una consecuencia del comportamiento de sus ahora exparejas. “Me sentí poco apoyada por mi novio. No vino ni a verme. No le perdoné la falta de empatía, la forma en la que le quitó importancia, no supo entender nada de lo que sentía”, lamenta A.P. Este sentimiento de abandono se repite en el caso de L.J., cuya pareja tampoco estuvo presente ni física ni emocionalmente. “No es fácil desprenderse de un papel que parece asignado desde que eres niña. Ninguna mujer está preparada para saber cómo gestionar el proceso del aborto, y menos lo está un hombre. La maternidad, y por lo tanto también su antítesis, continúa estando enteramente sobre los hombros de los cuerpos gestantes”.

Aunque la decisión de interrumpir el embarazo esté tomada antes de acudir a la clínica, no puede llevarse a cabo al menos hasta tres días después

A pesar de tratarse de un derecho, el aborto todavía supone una gran carga psicológica por el contexto cristiano en el que se desenvuelve la sociedad española. Francisco Conesa, profesional del Colegio Oficial de Psicología de la Comunidad Valenciana, atribuye este sentimiento de culpabilidad a “la idea de contravenir convenciones sociales, a los condicionamientos religiosos y al posible chantaje emocional ejercido desde el entorno cercano”. Además, ratifica que la falta de implicación de la pareja varón es una constante: “Existe una cantidad importante de mujeres que toman la decisión al margen de lo que pudiera opinar su pareja, conscientes de que no ha mostrado la implicación emocional necesaria”.

El cristianismo inapelable, la reflexión impuesta, el afán por hacer sentir mal a la mujer que renuncie a su maternidad y la falta de empatía siguen culpabilizando a la mujer y representan los lastres de la sociedad patriarcal en la que la sociedad continúa inmersa. Ese es el origen de la culpa. Un elemento que, por fortuna, algunas mujeres consiguen esquivar: L.J. sostiene que el aborto le enseñó “a ser el centro de mi vida y a rodearme de aquellas personas que me demuestran que el único amor verdadero es el que cuida con libertad, respeto y reciprocidad”.

Lo que revelan estos relatos es que por más trabas administrativas, éticas o emocionales que se impongan, el aborto seguirá practicándose. Las cifras hablan por sí solas: en el año 2018, según el INE, se llevaron a cabo 95.917 abortos, de los cuales 86.747 fueron por libre decisión de la mujer y no por los motivos sanitarios contemplados en la legislación. Un 70,5% de los mismos se produjeron antes de las ocho semanas de embarazo.

El cristianismo inapelable, la reflexión impuesta, el afán por hacer sentir mal a la mujer que renuncie a su maternidad y la falta de empatía siguen culpabilizando a la mujer

Conesa define el aborto como “una decisión que exige una gran inversión de recursos emocionales y que requiere un tiempo salpicado de consideraciones positivas y negativas, algo que produce un desgaste emocional”. F.R. afirma que se pasó el verano mimándose: “Es un día donde deberías estar en contacto con quienes te quieren, como en un parto. El resultado es el opuesto, pero el proceso es parecido”.

Si bien las mujeres que han interrumpido voluntariamente su embarazo sugieren que aún queda camino que recorrer para garantizar que el aborto sea un derecho que se trate como tal, L.J comparte un pensamiento esperanzador: “Abortar supone vivir un momento trascendental. Es la decisión fundamental de valorar tu realidad y asegurarte de ser tú quien decide el transcurso de ese pequeño porcentaje de la vida que no está bajo el control del azar”.

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