Abusos a la infancia
En el día del padre

Poco a poco, la realidad de los abusos sexuales contra la infancia emerge del pozo oscuro de las olvidadas, de las invisibles, de las silenciadas. Y, si esta realidad se destapa, es, fundamentalmente, gracias a las víctimas que han decidido romper el silencio que les impusieron.
Concentración La Cabrera 2
Dos mujeres terminan una pancarta en le Centro de Humanidades de La Cabrera. Álvaro Minguito
18 mar 2021 06:00

Yo vengo de un silencio

Quizás hubiera estado bien poder celebrar el día de hoy. No porque me gusten estos días corteinglés, que no me gustan. Solo porque, la mía, sería una historia diferente: tendría un padre y no aquel hombre que, en vez de ejercer la figura de padre, abusó sexualmente de mí cuando era una niña. Es la primera vez que lo explico públicamente, pero, yo también, he decidido no callar más porque el silencio del que vengo, es tan antiguo, largo y doloroso que, necesita proclamarse a los cuatro vientos para buscar una reparación.

Poco a poco, la realidad de los abusos sexuales contra la infancia emerge del pozo oscuro de las olvidadas, de las invisibles, de las silenciadas. Y, si esta realidad se destapa, es, fundamentalmente, gracias a las víctimas que han decidido romper el silencio que les impusieron. Y la realidad dice que uno de cada cinco niños y niñas ha sufrido o sufrirá abusos sexuales antes de cumplir los 16 años. O, si se quiere, el 20% de niños, niñas y adolescentes. La mayoría de las veces son los casos de abusos sexuales, en instituciones públicas o privadas, especialmente religiosas, las que tienen más repercusiones en la prensa. Pero, muchos de estos abusos han tenido y están teniendo lugar en el espacio que tendría que proporcionar más seguridad a un niño o una niña: el hogar.

A mí, como a la mayoría de niños y niñas, me preveían contra los lobos del bosque y nadie me había explicado que los lobos habitan, demasiado a menudo, dentro de casa

A mí, como a la mayoría de niños y niñas, me preveían contra los lobos del bosque y nadie me había explicado que los lobos habitan, demasiado a menudo, dentro de casa. Las cifras, en cambio, dejan a cuerpo descubierto las vergüenzas colectivas y dicen que, entre el 80 y el 85% de los abusos sexuales, se producen en entornos familiares y de confianza.

Según el sociólogo norteamericano, David Finkelhor, “con base a las experiencias tanto de los pacientes que asisten a psicoterapia como en los centros especializados en el trato de víctimas de abuso sexual, muchos clínicos y trabajadores sociales han llegado a la conclusión que el incesto padre-hija es creciente, y está alcanzando proporciones epidémicas”. Así las cosas, el ámbito doméstico de la familia acontece en un entorno hostil y de alto riesgo para la integridad física y emocional de una parte muy significativa de niños. Pero, como reconocer este punto es cuestionar la sacrosanta institución familiar, preferimos mirar hacia otro lugar.

Ya hace años el movimiento feminista dinamitó la idea de que la violencia contra las mujeres en el ámbito doméstico era un tema de ámbito privado. Y puso sobre la mesa pública un problema, de dimensiones enormes, que apelaba a toda la sociedad a hacerle frente. Tuvo que romper con el esquema de pensamiento milenario de familia patriarcal, según el cual, las mujeres son propiedad del pater familia. Hoy, de nuevo, se hace necesario sacudir las mentalidades porque tampoco los hijos y las hijas son propiedad de los progenitores.

Las madres y los padres tienen el derecho y el deber de proporcionar bienestar, amor, cuidados, protección, educación, cultura... a los hijos y las hijas. Pero, en ningún caso, tienen legitimidad para desproteger, maltratar o abusar sexualmente de ellos y de ellas. Y, cuando esto pasa, cuando cualquier miembro de una familia traspasa los límites del respeto al derecho de los niños y las niñas, toda la comunidad, toda la sociedad tiene que activar los mecanismos necesarios para proteger a aquella criatura porque se ha convertido en un problema de responsabilidad pública y un atentado contra el derecho de la infancia.

Abusos a la infancia
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La situación de estrés y tensión derivada de la pandemia ha llevado al extremo las situaciones de violencia en el hogar, abocando a las víctimas a estar aisladas de los servicios de ayuda y asistencia. Estos abusos, que generalmente tardan años en salir a la luz, dejarán consecuencias graves a nivel de salud mental a los menores que tuvieron que confinarse con sus agresores.

En esta línea, afirma la psicóloga Noemi Pereda Beltrán que “el abuso sexual infantil es un grave problema de salud pública que, en gran parte de los casos, interfiere en el adecuado desarrollo de la víctima que lo sufre y repercute negativamente en su estado físico y psicológico”. Y, añade, que “las consecuencias psicológicas que suelen acompañar la vivencia del abuso sexual infantil son frecuentes y diversas, tanto aquellas que se producen en la infancia como las que, en muchas ocasionas, perduran hasta la edad adulta”. Puedo asegurar por experiencia que esto es así: las secuelas que arrastramos las personas víctimas de violencias sexuales en la infancia son múltiples, profundas y de larga duración.

Solo el 10% de los niños y adolescente explica los abusos antes de llegar a la edad adulta y, cuando lo hacen, se encuentran con todo un sistema de protección que hace aguas. Es lo que se conoce como revictimización o victimización secundaria que puede producir en la víctima unos daños iguales o mayores que los del abuso.

Familias sin preparación para ayudar el niño o la niña —especialmente cuando el abuso es intrafamiliar, y el relato de los abusos cae como una bomba en medio del comedor familiar— que no reciben apoyo ni acompañamiento. Escuelas que no notifican los casos de abusos. Así, según el informe Ojos que no quieren ver de Save The Children, en todo el Estado español, solo un 15% de los colegios donde la víctima ha explicado los abusos, lo ha comunicado a las autoridades. Profesionales de la psicología y de los servicios sociales sin preparación específica. Sistemas judiciales que hacen pasar a las víctimas por un auténtico infierno, obligadas a declarar una media de cuatro veces en un sistema que desacredita su relato. Y así, sumamos y seguimos.

Si la salud y la ética de una sociedad se mide por las condiciones en que viven, se desarrollan y se atienden a las personas más débiles y, muy especialmente los menores, tendremos que concluir que estamos en fase de UCI

Si la salud y la ética de una sociedad se mide por las condiciones en que viven, se desarrollan y se atienden a las personas más débiles y, muy especialmente los menores, tendremos que concluir que, estamos, ciertamente, en fase de UCI. Hacen falta medidas urgentes para revertir esta situación. Las instituciones públicas tienen la obligación de crear organismos que coordinen profesionales de ámbitos diversos —educativo, psicológico, judicial, servicios sociales— para la protección de la infancia. Personas que, a su vez, proporcionen atención, acompañamiento y asesoramiento tanto a las víctimas como a las familias y profesionales que trabajan con víctimas. Asimismo, las entidades, públicas o privadas, que trabajan con la infancia, tienen que dotarse, conocer y poner en marcha protocolos de prevención y actuación contra el maltrato y los abusos a los niños y las niñas y deben contar con profesionales con una preparación adecuada.

Querría unir mi palabra a la de todas aquellas víctimas que han dejado de callar antes que yo para proclamar la verdad. Y que, así como su voz puso palabras a mi silencio, fuera ahora, la mía, altavoz para las víctimas que todavía no pueden hablar y sufren los abusos sexuales, o la experiencia de los abusos, en la intimidad. Querría que todos y todas nosotras, que somos río de voces ya sin diques, consigamos desvelar, incomodar y sacudir conciencias adormecidas. Sobre todo, la de aquellas personas que, por la posición social y política que ocupan, tienen la potestad, el deber y la obligación de tomar medidas encaminadas a velar por una infancia sana y protegida.

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