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Criminalización y castigo en cuarentena
Colombia: tras los barrotes del coronavirus
Dos líderes sociales colombianos en prisión preventiva relatan cómo les afecta la crisis carcelaria por la pandemia del coronavirus. Desde las frias celdas de hormigón de un pabellón de máxima seguridad en Bogotá, hacen un repaso de las reivindicaciones y luchas históricas del departamento de Arauca y cómo fue su detención y traslado a esta cárcel situada a más de 600 km de sus hogares.
Los presos del complejo carcelario La Picota, en Bogotá, han participado en diferentes acciones de protesta ante el riesgo de llegada del coronavirus: cacerolazos, huelgas de hambre, mensajes a la opinión pública... Sus reivindicaciones han sido recogidas en un comunicado de cinco puntos, pero se reducen a una: ser tratados como cualquier otra persona en los tiempos de la covid-19. Piden material de protección, geles, desinfección, cuidados, atención médica, pero también una administración sensible a sus dificultades y temores y que, en estos momentos de crisis, acuda al diálogo para alcanzar soluciones. No olvidan que, el pasado 21 de marzo, durante las protestas en más de 24 centros carcelarios del país, que pretendían visibilizar estas mismas necesidades, fueron asesinadas 23 personas privadas de libertad en la cárcel La Modelo de Bogotá y 83 fueron heridas, después de que la guardia abriera fuego aduciendo un intento de fuga.
Entre los reclusos se encuentran José Vicente Murillo y Jorge Enrique Niño. La historia de ambos comienza mucho antes, en Saravena, Departamento de Arauca, frontera con Venezuela, en octubre del año pasado. Para entenderlos, quizás haya que remontarse muchas décadas atrás, a la época en la que las tierras donde viven, una zona llamada los Llanos del Sarare, incrustada en los parajes inmensos de los hombros de Latinoamérica, eran domadas por colonos de poncho y sombrero ante el abandono absoluto del Estado colombiano.
Tan solo asumiendo esta revisión histórica podemos identificar un territorio creado a sí mismo, en la frontera lejana de dos Estados —Colombia y Venezuela— incapaces de atender sus necesidades por la escasa logística e interés. Un territorio al que terminaron por acudir muchas personas perseguidas por la política de Bogotá, en busca de una oportunidad. Pero también acudió la oposición política y armada: primero, las guerrillas liberales en los 50; después las insurgencias tanto de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) como del Ejército de Liberación Nacional (ELN).
El Sarare se construyó por el esfuerzo comunal de sus habitantes. Las escuelas, los hospitales, las vías de comunicación, las empresas comunitarias de gestión de aguas y residuos, todo ello fue levantado por sus habitantes. Y cuando el Estado colombiano hizo presencia, pasados los años, en los 70, debido al descubrimiento de reservas de petróleo, eligió la estrategia del miedo y militarizó la zona para realizar la extracción del crudo, con mínimas inversiones sociales, acusando a todo y a todos de guerrilleros. En lugar de negociar con quienes habían levantado la vida, de curar viejas rencillas geográficas y políticas, decidió ocupar militarmente la zona y dejar su desarrollo socioeconómico a las empresas petroleras.
Esa herencia histórica recibió el Sarare, el actual Departamento de Arauca. José Vicente Murillo y Jorge Enrique Niño no fueron ajenos a una dialéctica de lucha y reivindicación como única forma de obtener los derechos más fundamentales.
Dentro de este marco, las detenciones arbitrarias han sido una constante en el actuar del Estado colombiano frente a las reivindicaciones sociales. De tal forma que el informe del Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria de la Organización de Naciones Unidas (ONU), en 2008, tras una visita al Departamento de Arauca, ya anunciaba que “se observa también la práctica de las detenciones masivas y la ausencia de evidencia sólida para proceder a las capturas, particularmente cuando los únicos indicios son las acusaciones de reinsertados. El Grupo recomienda al Gobierno erradicar la práctica de las capturas masivas y de la preventiva administrativa (...)”. En esta misma línea se expresa Murillo:
La construcción social en el Sarare tiene una amplia tradición. Al igual que el resto del país, los campesinos se organizan en las Juntas de Acción Comunal —corporaciones cívicas sin ánimo de lucro compuesta por los vecinos de un lugar, que aúnan esfuerzos y recursos para procurar la solución de las necesidades más sentidas de la comunidad— y cooperativas productivas. La ciudad de Saravena incluso dispone de una empresa comunitaria que gestiona los servicios públicos, incluida la recogida de basura, saneamiento y potabilización de aguas y reciclaje y compostaje de residuos sólidos. Murillo fue detenido precisamente en medio de una reunión donde la comunidad campesina se encuentra elaborando un plan para la producción de fertilizantes ecológicos, mientras que Jorge fue detenido en su propia finca, delante de su familia.
El asesinato de líderes sociales en Colombia es una constante en la política del país. Desde la firma de los Acuerdos de Paz con las FARC —noviembre de 2016— hasta el año 2019, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, 800 líderes y lideresas sociales han sido asesinadas en Colombia. Por estos crímenes, apenas se han realizado 22 condenas efectivas. En los tres primeros meses de este año, 91 líderes y lideresas sociales y excombatientes fueron asesinados.
Uno de los casos más macabros de la historia reciente de Colombia se conoce como “los falsos positivos”, una práctica frecuente en las fuerzas armadas que consiste en asesinar a civiles para hacerlos pasar por guerrilleros. Este hecho se generalizó debido a las recompensas que recibían las unidades militares que obtenían resultados en la lucha contrainsurgente medidos como bajas. Estas prebendas variaban entre días de vacaciones, dinero o ascensos. El resultado, según cálculos no oficiales, es de aproximadamente 10.000 personas asesinadas extrajudicialmente por la fuerza pública.
El Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice) denuncia que se trata de una estrategia estatal que también cobija a los “falsos positivos judiciales”: personas encarceladas sin cargos sólidos con la intención de detener sus actividades políticas y generar miedo en el movimiento social. Esta práctica, no siempre tan conocida, consiste en detener a líderes sociales acusándolos de pertenecer a la insurgencia guerrillera, mantenerlos encarcelados durante años, sin recibir finalmente juicio alguno, o abriéndose el juicio sin evidencias ni pruebas acusatorias.
Se critica especialmente que compañías como Ecopetrol firmen convenios con el Ministerio de Defensa y la Fiscalía para su financiación. Por un lado, aparece la empresa como pretendida víctima en procesos judiciales en los que sus actividades se vieron afectadas y, por otro, aporta grandes sumas de dinero a los encargados de la investigación contra los líderes. Se crea así una asimetría sin que exista igualdad de condiciones jurídicas ni garantías.
El sistema penitenciario colombiano padece un hacinamiento crónico que ronda el 54%: con 80.000 plazas habitan cerca de 124.000 personas. El uso indebido de la prisión preventiva por parte de los jueces es uno de los factores determinantes de dicha sobresaturación. Esta situación hizo que la sentencia STP-142832019 (104983), de octubre del año pasado de la Corte Suprema de Justicia Sala Penal, recordara a los jueces el carácter excepcional que debe tener dicha herramienta. Por el contrario, las personas privadas de libertad preventivamente representaban un 33,5% del total de personas presas en 2019 según datos del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC).
Sin embargo, en los penales, además de espacio, se carece de los elementos básicos de aseo, abrigo y, en muchos casos, alimentación. Estos deben ser proporcionados por las familias de los reclusos y, por lo tanto, se convierten en un mecanismo de castigo arbitrario para aquellos que piden mejores condiciones.
Sobre esta realidad violenta, la posibilidad del contagio de la covid-19 ha tensado la cuerda hasta el límite de la ruptura. Las personas privadas de libertad no solo deben capear la incertidumbre de la situación de sus familias, con las que apenas tienen contacto, sino que son conscientes de su debilidad colectiva al moverse en las mejores condiciones para la transmisión de la pandemia: alto contacto entre personas y escasas medidas de higiene y protección. La masacre de 23 privados de la libertad que ocasionó el Estado colombiano el pasado 21 de marzo en la cárcel La Modelo no hace parte de una solución, sino del agravamiento de dicha situación. Tampoco se sienten seguros con las medidas del Decreto 546, recién firmado por el presidente Iván Duque, con el que pretenden transferir a 4.000 personas de las cárceles a arresto domiciliario. El número resulta claramente insuficiente para solucionar el problema del hacinamiento, que asciende a 45.000 reclusos.
#SolidaridadEnCuarentena | Organizaciones defensoras de Derechos Humanos entregaron en la cárcel 'La Picota', Bogotá, una donación de 500 tapabocas, jabón líquido y gel antibacterial, para ayudar a evitar la expansión del #covid19 al interior de las cárceles del país pic.twitter.com/42HLdBWMjT
— Colombia Informa (@Col_Informa) April 22, 2020
La pandemia de la Covid-19 supone una prueba de estrés a nivel político, sociológico, económico, y personal. Ha mostrado el lugar por dónde se rompen las costuras de una sociedad inmersa en la lógica de usar y tirar. Muchas de las medidas tomadas, aunque necesarias, resultan fatales para los colectivos más castigados socialmente. La sistematicidad de la persecución y el asesinato de líderes sociales se evidencia, tanto en las crudas cifras de personas muertas, como en las de personas privadas de libertad en régimen preventivo. Un número demasiado alto para una medida excepcional y que remite al silenciamiento de las voces críticas que trabajan en las veredas, Juntas de Acción Comunal o barrios.
Mientras el país sigue en confinamiento los presos continúan hacinados, sometidos a la angustia de comprobar que efectivamente la pandemia se está expandiendo al interior de las cárceles con los primeros contagiados y muertos. Las denuncias de hace más de un mes, anticipando esta situación, cayeron en oídos sordos. El Gobierno optó por la represión y un Decreto de pocas excarcelaciones que no paliará la situación humanitaria por el amplio elenco de exclusiones que contempla y por medidas como el irresponsable traslado de presos entre cárceles (desde la prisión de Villavicencio en la que se detectó el primer foco de infección), que ha conducido a la propagación de la enfermedad. Desde el Movimiento Nacional Carcelario continúan reclamando solidaridad con los privados de la libertad para atender esta situación y lograr una excarcelación humanitaria cuando aún se está a tiempo de proteger a miles de seres humanos.