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Anarquismo
Bayer, Colombo y Bertolo, a contratiempo
“Al avanzar a la muerte
Allí lo llaman progreso;
Por túneles y cañones
Sopla enloquecido el Tiempo.
Atrás, a contratiempo!”
(Chicho Sánchez Ferlosio)
En el movimiento libertario a las celebridades ni se las devociona intelectualmente ni hacen carrera. Los anarquistas suelen ser muy severos a la hora de encumbrar a sus personalidades. Se “venden” rematadamente mal. Y en buena medida escatimar elogios con los propios es perfectamente razonable, acorde con sus principios. Si la esencia del ser ácrata es combatir la dominación, venga de donde viniera, predicar con el ejemplo parece lo consecuente y no carece de trascendencia ética. Juan Gómez Casas, un histórico que fue secretario general de la CNT en la transición, solía decir que en el anarcosindicalismo al que levanta la cabeza se la cortan. Era su burda manera de reafirmar el máximo compromiso de los confederales con la igualdad sin concesiones, al pie de la letra.
Por eso, cuando algunas figuras destacadas de la Idea mueren, no suelen prodigarse encendidas necrológicas, ni esquelas mortuorias, y mucho menos los homenajes tarifados que frecuenta la casta dirigente. El “culto a la personalidad”, característica de las ideologías carismáticas y nominales, aquí alcanza el nivel de aberración. Resulta incompatible con la estricta formulación libertaria. Una vuelta de tuerca al clasismo como aval de jerarquización anómica. Quizá el más pernicioso por extendido y aceptado al troquelar la asimetría natural como autoconciencia de la desigualdad. La que divide y expurga a la gente en un iniciático darwinismo existencial preexistente. A un lado y arriba, los notables como estamento superior, y al otro y abajo, el resto, el vulgo subsidiario, aspirando vía imitación a destacar en el podio del famoseo. Jürgen Habermas hablaba de la esfera pública como un “espacio de autorrepresentación para aquellos que alcanzan notoriedad”.
También Gabriel Tarde captó ese rasgo asimilador, estableciendo un vaivén de mérito y demérito en la secuencia continuismo-rupturismo. Según el sociólogo francés las transformaciones y progresos que dinamizan la sociedad suelen ser el resultado de creaciones únicas, de ideas singulares que escapan a la “ley mundial de la repetición”. Y el inefable Max Stirner lo sentenció en código ácrata con aquel “un hombre completo no necesita ser una autoridad”. Este espíritu recalcitrante acarrea consecuencias. Por una parte, la invisibilidad externa oscurece la recepción de las cosas del anarquismo por la opinión pública al institucionalizar la espiral del silencio en su entorno. Pero a la vez, no impide que la huella de esas vidas a contratiempo obtenga el debido reconocimiento entre los afines.
Todo lo contrario, es entonces cuando afloran los sentimientos más sinceros sobre los compañeros y compañeras que nos dejaron.
Precisamente porque sus trayectorias, comúnmente tan discretas como talentosas y arriesgadas, suelen representar una divisa de integridad, dignidad y solidaridad.
El año 2018 que acabamos de superar cumplió el ritual en las figuras de dos destacados anarquistas que habían hecho notables aportaciones al movimiento libertario de la postmodernidad. Dos argentinos, uno periodista y otro psicoanalista, forzados a refugiarse en Europa en diferentes etapas de sus vidas para escapar de la dictadura de los coroneles. Hablamos de Oswaldo Bayer y Eduardo Colombo, ellos mimos poco dados al exhibicionismo mediático pero referentes imprescindibles para verificar la vigencia de eso que el geógrafo francés Eliseo Reclus defendió como “la más alta expresión del orden”.Oswaldo Bayer, fallecido estas navidades a los 91 años, es el más conocido. Un clásico del activismo anarquista en Latinoamérica, empeñado en sacar a luz el terrorismo estatal ejercido contra las poblaciones indígenas y las minorías étnicas. Sus crónicas, luego convertidas en libros, sobre la represión obrera y los vengadores sociales son leyenda en su Argentina natal. El relato La Patagonia rebelde, luego llevado al cine con mérito, supone una magnífica recreación histórica de la trágica lucha por sus derechos de peones, esquiladores y obreros contra estancieros y patronos apoyados por la barbarie militarista. La obra, publicada en cuatro entregas, la última en el exilio, supone un homenaje-denuncia sobre los 1.500 trabajadores fusilados por participar en la lucha obrera, un tema considerado tabú durante muchos años por el gobierno. Con parecido afán memorialista Bayer rescató la figura de Simon Radowitzky, el anarquista de origen ucraniano que ajustició al coronel Ramón Falcón responsable de la masacre de la semana roja de 1909 en Buenos Aires, permaneciendo por ello 21 años ininterrumpidos en la prisión de Ushuaia, en lo más profundo de Tierra de Fuego.El registro que caracteriza la trayectoria de Eduardo Colombo es de orden fundamentalmente reflexivo, como indagador del acervo anarquista. Buena parte de su producción explora los medios que permitirían alumbrar el tipo de sociedad horizontal, igualitaria y democrática que reclama la utopía anarquista. Y ello con una impronta de partida específica: las personas asimilan a su pesar las relaciones de producción y de autoridad. Somos hijos de nuestro tiempo. Como profesional de la psicología, sostiene que el problema de la crisis del paradigma humanista radica en el “imaginario social” hegemónico que asume una realidad injusta, patológica y criminal. “Al anarquismo – insistió Colombo en una de sus escasas entrevistas ahondando en la problemática de la realización- se le ve pero no se le escucha. Porque las ideas centrales, antiautoritarias de base, son heterogéneas a la sociedad jerárquica. Y por eso su discurso pasa mal. Porque (para trasmitirlos) hay que recurrir a los elementos que la sociedad ofrece: medios de comunicación, líderes, etc.”.
De alguna manera, buena parte de la apuesta ideológica de Colombo es un intento denodado por esbozar “una filosofía política del anarquismo”. Todo ello en una aventura intelectual a contracorriente que pretende (al mismo tiempo) descubrir los mecanismos con que se construye en las personas ese “Estado inconsciente” que permite una especie de partenogénesis institucional donde lo instituido lo es sin lo instituyente. Los trabajos de este autor (La voluntad del pueblo, El espacio político de la anarquía o El imaginario social) facilitan un arsenal de pautas para la subversión emancipadora que emparenta con aquella aguda sentencia del igualmente médico-escritor portugués Miguel Torga “la única forma de ser libre ante el poder es tener la dignidad de no servirlo”. Colombo, en fin, busca restituir al anarquismo sin adjetivos su potencial originario más allá del simple izquierdismo, refutando como fetichismo simplificador el generalizado “desde abajo” con que suelen etiquetarse sus acciones.Aunque fallecido en noviembre de 2016 esta saga sería injusta con su objetivo si no incluyera como “tercer hombre” al economista italiano Amedeo Bertolo un renovador en el devenir antiautoritario. Situado en tándem con Bayer y Colombo, del primero asume su frenético activismo mundano y del segundo la pasión por pensar históricamente lo libertario. La contribución del polifónico Bertolo (un espíritu renacentista dotado para la historia, el mundo editorial, el documentalismo o el ensayismo) al universo anarquista lleva el sello de los que se arriesgan más allá de los límites, rompiendo moldes y avanzando categorías. Algo por otra parte consustancial con los postulados ácratas. De él y de su compromiso internacionalista ha recordado su compañero y amigo Tomás Ibáñez (a ellos dos se debe la proyección global del signo de la A en un círculo como símbolo del anarquismo) que se “adentraba en la España de Franco para realizar una misión por cuenta del recién creado organismo coordinador de la lucha libertaria antifranquista Defensa Interior. Poco tiempo después, el 28 de septiembre de 1962, Amedeo tomaba la iniciativa de secuestrar, con sus compañeros milaneses, al vice cónsul de España Don Isu Elías, para denunciar ante la opinión pública internacional la petición de pena de muerte que el fiscal militar exigía contra tres jóvenes libertarios de Barcelona”.
Incansable en la difusión de la Idea impulsando proyectos culturales, intervino en la fundación de “A Rivista anarchica”, las editoriales “Antistato” y “Eleuthera”, y el “Centro Studi Libertari Giuseppe Pinelli”, erigido en memoria del ferroviario anarquista asesinado por la policía durante un interrogatorio. Sus múltiples trabajos y estudios se encuentran dispersos también en otras publicaciones similares como “Volonta” o “Interrogations”, esta última iniciativa de otro coloso de la “cabalgata anónima”, el chileno-francés Louis Mercier Vega.
“Dejemos el pesimismo para tiempos mejores”, solía decir Bertolo en una cita que revela la tenacidad de sus convicciones y la solvencia humana de sus pesquisas sobre la libertad, el poder y la dominación como cartografía del discurso antiautoritario. En esa porfía esbozó una diferenciación entre poder y dominación en relación a la producción de normas sociales. “Si esta función es ejercida solo por una parte de la sociedad, si el poder es entonces monopolio de un sector privilegiado –dominante-, esto da lugar a otra categoría, aun conjunto de relaciones jerárquicas de mando obediencia que yo propongo llamar dominación” (Poder, Autoridad, Dominio: una propuesta de definición). Reivindicó que la libertad anarquista, que no es “ni determinación ni indeterminación, es autodeterminación”, está en “una relación fuerte y necesaria con la igualdad, la solidaridad, la diversidad” (La pasión de la libertad). Y arriesgó sostener frente a posiciones nihilistas y antipolíticas que “la anarquía es la forma de democracia más lograda” (Más allá de la democracia, la anarquía).
Bayer, Colombo y Bertolo llevaban un mundo nuevo en sus corazones. Aunque no salieran en los telediarios.