Argentina
Empresas recuperadas en Argentina en tiempos de Uber

Veinte años después de que estallara la crisis y el fenómeno de las empresas y fábricas recuperadas, esta gestión alternativa del trabajo ha conseguido sostenerse a pesar de las dificultades de la autogestión y las trabas legales.
El 27 de octubre de 2015, los empleados de La Litoraleña, fábrica del barrio porteño de Chacarita, reunidos en asamblea, tomaron una decisión: ocupar las instalaciones.
El 27 de octubre de 2015, los empleados de La Litoraleña, fábrica del barrio porteño de Chacarita, reunidos en asamblea, tomaron una decisión: ocupar las instalaciones. Facundo Ortiz Núñez
22 may 2022 06:00

Todo empieza con un vaciamiento. Tras una debacle patronal, el propietario decide llevarse todo lo que puede, empezando a transferir fondos de manera irregular e incurriendo en estafa. Deja de liquidar los impuestos, de pagar los insumos, a proveedores, deja de pagar a sus trabajadores. Aldo todavía recuerda ese momento que, en el caso de La Litoraleña, se dio en 2015: “Los primeros días, él no nos dijo nada. El subdelegado nos decía: ‘Mañana se deposita. Mañana, mañana, mañana’. Y en ese tiempo, que nos pagaban 40.000 pesos, te depositaba 2.000. ¿Qué hacés con 2.000 pesos? Nos venía envolviendo, envolviendo. Él estaba bien, los que sufríamos éramos nosotros. Y teníamos familias. Fue muy sufrido”.

La fábrica de tapas de empanadas y pascualinas [tarta de acelga o espinaca tradicional] en la que trabajaba desde hacía más de dos décadas se dirigía a la quiebra. Para Aldo, y para sus casi cien compañeros, la resignación suponía caer en el desempleo, perder los beneficios por antigüedad, y para los más veteranos, ver imposibilitada su jubilación. Suponía igualmente una derrota más amplia: a la pérdida de los puestos de trabajo se le sumarían la pérdida de la experiencia acumulada, del saber hacer que los trabajadores habían desarrollado con los años, del rol que la fábrica ocupaba en el vecindario. Perdían ellos, sus familias, los vecinos. Perdían todos. “Hasta que decidimos tomarnos la empresa. Fue duro. Pero no quedaba otra”.

Perdían ellos, sus familias, los vecinos. Perdían todos. “Hasta que decidimos tomarnos la empresa. Fue duro. Pero no quedaba otra”. El 27 de octubre de 2015, los empleados de La Litoraleña, fábrica del barrio porteño de Chacarita, reunidos en asamblea, tomaron una decisión: ocupar las instalaciones

El 27 de octubre de 2015, los empleados de esta fábrica del barrio porteño de Chacarita, reunidos en asamblea, tomaron una decisión: ocupar las instalaciones y parar las actividades después de meses de salario caído. Para entonces, la empresa había entrado en concurso de acreedores. El dueño había llegado a emitir 800 cheques sin fondo, la deuda acumulada superaba hasta diez veces el patrimonio de la empresa: le debía plata a todo el mundo. Y cuando supo que los empleados habían ocupado el lugar, puso fin a sus promesas vacías y mandó telegramas a 29 de ellos para avisarles de que estaban despedidos. Pero su Sociedad Anónima estaba desapareciendo, y, en términos efectivos, ya no estaba en sus manos. Ante el abandono y la incapacidad de la patronal, sus trabajadores la estaban convirtiendo en una empresa recuperada.

Ocupar

“Hay tres momentos que son comunes a la mayoría de las empresas recuperadas: el de la ocupación, el de la resistencia o la organización de esa ocupación, que significa abrir las puertas de la fábrica a la comunidad, recibir la solidaridad de otras experiencias, repensarse, buscar financiamiento, fondos de huelga para poder sostener esa ocupación, esa resistencia. Y después hay un tercer momento, que es la producción. Y esa decisión puede durar menos o más, puede ser más traumática o menos traumática. En este caso fue muy rápido”, explica Fabián Pierucci, hoy el presidente de la Cooperativa de Trabajo La Litoraleña, que en la actualidad da empleo a 48 personas.

Él no era parte de la empresa antes de que la ocuparan, sino que se incorporó cuando ya estaba en marcha la formación de la cooperativa. Llegó como representante de la Federación Argentina de Cooperativas de Trabajadores Autogestionados (FACTA) que surgió en 2006 a partir de distintas agrupaciones de empresas recuperadas que proliferaron a comienzos de la década. Su objetivo en La Litoraleña era colaborar en las tareas de capacitación, transferencia tecnológica y gestión. Y también algo más: con el Grupo Alavío, estaba rodando una serie llamada “Redes de Trabajo y la Autogestión”. Filmó todo el proceso de ocupación de La Litoraleña y lo que vino después. Y nunca más se marchó.

La situación de partida era crítica. La palabra “cooperativa” hacía saltar las alarmas. Los proveedores no querían vender. Los clientes no querían comprar

La situación de partida era crítica. La palabra “cooperativa” hacía saltar las alarmas. Los proveedores no querían vender. Los clientes no querían comprar. El sindicato pastelero había dicho que los acompañaría en la lucha, pero, cuando formaron la cooperativa, se fueron también: sin un nuevo patrón al mando, perdían su cuota mensual. Los administrativos, gerentes, capataces, los vendedores, gran parte de los choferes, todos aquellos que estaban más cerca de la patronal siguieron el mismo camino. De los 115 empleados originales solo quedaron 70, los trabajadores de planta. Se había esfumado la jerarquía al completo, y con ella todo lo que sabían hacer. Los que mantenían la ocupación solo tenían experiencia de fabricación, ninguna de gestión.

El tejido que les permitiera resistir debía ser otro: los vecinos, que los ayudaron y apoyaron desde el primer momento. Otras cooperativas en situación similar, que los bancaron a lo largo de la ocupación trayendo alimentos. Las organizaciones sociales, que colaboraron en los momentos de movilización para hacer frente a las amenazas de desalojo, con la policía presente en la puerta todos los días. 

“Empezamos a pensar como en una lógica inversa”, cuenta Pierucci. “A ver qué entraba, cuántas bolsas de harina, qué producción se hacía por día, qué cosas constituían el costo. Hay como que ir armando un rompecabezas”. 

Uno se encargaba de recibir la harina, así que sabía cuántas bolsas solían entrar. Otro se encargaba de ser operario, así que sabía cuántas porciones de tapitas y empanadas se hacían al día. Rápidamente, los integrantes de la fábrica tuvieron que aprender a asumir otras responsabilidades, a negociar, pelear precios, a hacerse cargo de la administración del día a día de la empresa con el fin de mantener su fuente de trabajo.

“Estuvimos solamente una semana sin producir. Había en la cámara algo de producto el día del cierre. Y tiene un vencimiento corto. Treinta y pico días, si no se echa a perder. Eso no lo íbamos a tirar, así que se empezó a vender. Empezamos a recuperar clientes, a explicarles la situación…”. En apenas unos días, el 6 de noviembre, en medio de la ocupación, la producción volvía a arrancar. 

Rápidamente, los integrantes de la fábrica tuvieron que aprender a asumir otras responsabilidades, a negociar, pelear precios, a hacerse cargo de la administración del día a día de la empresa con el fin de mantener su fuente de trabajo

Como siguiente paso, pidieron al juzgado que acelerara la quiebra y armaron la cooperativa, que se formó oficialmente en enero de 2016. Pero el mismo juzgado que verbalmente se había mostrado favorable al plan, cuando llegó el momento de decretar la quiebra, y frente al plan de negocio que le propusieron los trabajadores, les negó el permiso de explotación argumentando que la ocupación era ilegal. Comenzaba así un largo proceso judicial que sigue abierto hasta la fecha.

“Sale el (último) fallo en contra en plena pandemia, fin de 2020, que nos tenemos que ir de la fábrica. Otra vez. Y volvimos a apelar. Creo que vamos a ganar la apelación de nuevo, pero es como la historia sin fin. Hace seis años que estamos acá. Hoy estamos legalmente, está la fábrica habilitada como cooperativa. La ocupación, digamos, es un símbolo. Pero apelamos un fallo de desalojo, así que estamos con mucha inestabilidad”. 

Empleados de la fábrica recuperada por sus trabajadores La Litoraleña.
Empleados de la fábrica recuperada por sus trabajadores La Litoraleña. Facundo Ortiz Núñez

Resistir

La lucha contra el cierre de empresas y por la recuperación de fábricas y otras unidades productivas tiende a asociarse a la crisis iniciada en 2001. Sin embargo, aunque de manera menos visible, el proceso había comenzado al menos una década atrás, en pleno proceso de desindustrialización, y creció durante la década neoliberal, hasta llegar a un centenar durante el estallido social. Según los estudios que ha ido realizando el programa de Facultad Abierta de la Universidad de Buenos Aires (UBA), en Argentina existen hoy día más de 400 empresas recuperadas, con alrededor de 15.000 trabajadores y trabajadoras. La realidad es que hoy, 20 años después, hay más empresas recuperadas que nunca. 

Según Andrés Ruggeri, antropólogo social y coordinador de este programa de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA desde 2002, esto indica que, para los trabajadores en situaciones de quiebra, la herramienta de la recuperación “tiene mucha proyección y se sigue usando. Sigue habiendo empresas recuperadas ahora, más de 50 de estas empresas recuperadas de las 400 son de los últimos dos o tres años. Y esto lo que indica es que cuando cierra una fábrica, una empresa, no necesariamente se va a convertir en una empresa recuperada, pero la opción de recuperarla está presente, aparece en la discusión”.

Según los estudios que ha ido realizando el programa de Facultad Abierta de la UBA, en Argentina existen hoy día más de 400 empresas recuperadas, con alrededor de 15.000 trabajadores y trabajadoras. La realidad es que hoy, 20 años después, hay más empresas recuperadas que nunca

En esto contribuyen varios factores. Las experiencias pasadas han permitido ir reforzando redes sociales de apoyo que hoy ofrecen recursos a las nuevas empresas recuperadas, asesoramiento, abogados para el proceso judicial, experiencia acerca de lo que vaya o pueda suceder a continuación. “Cada experiencia evita, por asistencia de las redes, tener que empezar todo de cero, tener que descubrir el proceso como si nunca hubiera existido”.

Al mismo tiempo, la relación de este sector con el Estado resulta insoslayable. No es lo mismo tener enfrente un Gobierno que no interviene, que uno que se opone o uno que apoya. Hoy la situación se revela menos conflictiva que en otros momentos, como durante el Gobierno de Mauricio Macri. Se puso en marcha el Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (INAES), y hay referentes históricos de las recuperadas que ocupan puestos en instituciones, lo que facilita el acceso a financiamiento.

“Pero las cuestiones fundamentales, que son cambios de legislación, cambios en lo estructural de la forma en que el Estado trata a las empresas recuperadas, no se ha modificado. Sigue habiendo precariedad, siguen sin tocarse las cuestiones que tienen que ver con la seguridad social, con los derechos laborales. Con el ver que hay un sujeto trabajador diferente al trabajador asalariado típico, en relación de dependencia, y que tampoco es un empresario ni tampoco un cuentapropista. La empresa recuperada es una entidad distinta, un tipo de organización diferente. Ese tipo de trabajador, que es colectivo, sigue sin ser reconocido”.

“50 de estas empresas recuperadas —de las 400 que hay— son de los últimos dos o tres años. Y esto lo que indica es que cuando cierra una fábrica, una empresa, no necesariamente se va a convertir en una empresa recuperada, pero la opción de recuperarla está presente, aparece en la discusión”, dice Andrés Ruggeri, investigador de la UBA

En 2011, la reforma a la Ley de Quiebras dio prioridad a los trabajadores, en el papel, para recuperar una empresa en procesos concursales si se constituían como cooperativa. Pero la puesta en práctica dista mucho de cumplir la teoría. En la mayoría de los casos, la formación de la cooperativa no es más que el primer paso hacia un laberinto judicial. Los tribunales suelen fallar en contra de los trabajadores, obligándolos a apelar una y otra vez, a vivir bajo continuas amenazas de desalojo y otorgando a lo sumo prórrogas temporales. 

En ocasiones, como sucedió en La Litoraleña, los anteriores dueños dejan grandes deudas que los trabajadores deben asumir y resolver. En su caso, lograron comprar la quiebra a partir de los créditos que quedaron de salario caído e indemnizaciones. Pero en el proceso debieron incluso hacer frente a un intento de remate del inmueble de las instalaciones, dictada arbitrariamente por un juzgado. La actual legislación sigue teniendo las suficientes lagunas como para estar abierta a la interpretación de un poder judicial que opera bajo lógicas de clase y con una visión patronal. De los jueces depende que se acepten o no los planes que propongan los trabajadores.

Este cruce de factores provoca una situación paradójica para las recuperadas. Por un lado, el diálogo con el Estado lleva a que el Ministerio de Desarrollo Productivo esté a punto de ejecutar el programa de financiamiento REDECO, el primero que se realiza con la finalidad específica de apoyar a las empresas recuperadas conformadas como cooperativas. Hasta 1.200 millones de pesos se invertirán en proyectos para compra de maquinarias y otras operaciones. Pero debido a la falta de compromiso con el reconocimiento del modelo autogestionado en sí, no sería imposible que, una vez se reciba un determinado aporte, los tribunales dicten al día siguiente una orden de desalojo.

Pese al apoyo puntual del Gobierno peronista, “las cuestiones fundamentales, que son cambios de legislación, cambios en lo estructural de la forma en que el Estado trata a las empresas recuperadas, no se ha modificado”, dice Ruggeri 

La falta de reconocimiento institucional coloca a las empresas recuperadas en una zona gris de la economía. Deben pagar impuestos, pero no pueden acceder a créditos. Tampoco a aseguradoras de riesgo de trabajo, sino que han de contratar seguros por accidente. Deben aportar a la obra social, pero la jubilación que reciben es mínima. En su camino por el reconocimiento legal, han de cumplir con toda clase de requisitos administrativos —obtener permisos de explotación, municipales, registrar la fábrica, contratar seguros—, pero tienden a ser en buena medida invisibles para el poder hasta que no se produce una crisis.

Esta situación se agravó durante la pandemia y el aislamiento social preventivo obligatorio, que llevó incluso al cierre de casos emblemáticos del mundo de las recuperadas, como sucedió con el Hotel Bauen. Durante la pandemia, el Estado implementó dos herramientas para sostener los empleos. La Asistencia para el Trabajo y la Producción (ATP), que financiaba la mitad de los salarios de los trabajadores de empresas en relación de dependencia, y el Ingreso Familiar de Emergencia(IFE), destinado a los trabajadores no registrados, los cuentapropistas o integrantes de la economía popular. Pero los trabajadores de cooperativas de trabajo autogestionadas no eran ni una cosa ni otra. Algunas lograron entrar dentro de la categoría de los sectores esenciales para mantener sus actividades. El resto, hasta que llegaron parches de emergencia, no pudieron beneficiar de ninguna de las dos políticas.

“¿Y por qué se quedaron afuera? Porque nadie las veía. (…) Fue muy sintomático de hasta qué punto la autogestión es invisible en ciertos sectores del poder, incluso, ‘bienintencionados’. A lo sumo, los ven como un problema. ‘Bueno, qué hacemos con estos tipos’. Eso se lo pueden llegar a preguntar. Lo que no se plantean es: ‘Esto es una alternativa. Esto es una forma económica diferente y nos interesa que se potencie’. Eso de ninguna manera”.

Pero hasta la voluntad política necesita una fuerza social que la impulse. Las grandes movilizaciones a comienzos de los 2000 en apoyo de las recuperadas y de lo que representaban en aquel momento, que lograron en ocasiones incluso que se votaran leyes de expropiación, hoy parecen haber quedado atrás

A la raíz parece hallarse la falta de voluntad política. Pero hasta la voluntad política necesita una fuerza social que la impulse. Las grandes movilizaciones a comienzos de los 2000 en apoyo de las recuperadas y de lo que representaban en aquel momento, que lograron en ocasiones incluso que se votaran leyes de expropiación, hoy parecen haber quedado atrás. “(En 2001) eran parte de todo un gran proceso de movilización social, de cuestionamiento al sistema político, económico, y las empresas recuperadas eran una caja de resonancia de muchas cosas, mucho más de lo que representaban en números económicos, en la cantidad de gente implicada. Pero ahora están reducidas a lo que son. No les alcanza esa fuerza como para, por ejemplo, provocar que en el Congreso Nacional se vote una ley de trabajo autogestionado. Se ha convertido en un movimiento que, si bien es más grande que antes, es más débil simbólica y políticamente, porque ahora tiene menos capacidad de impactar en las políticas públicas”.

Producir

Hace 20 años, el fenómeno de las empresas recuperadas llegó a ser percibido por el campo popular como la punta de lanza de un proyecto impugnador que aspiraba a cambiar estructuralmente la sociedad, convirtiéndose en un mito para las luchas anticapitalistas dentro y fuera de las fronteras. Para el poder, ya sea con una mirada más o menos benigna, han sido interpretadas a lo sumo como una fórmula de emergencia y contención para sectores vulnerables. Pero a dos décadas de aquel momento, seguir entendiendo la autogestión como una isla al margen de la sociedad en la que transita les hace un flaco favor a las posibilidades reales de desarrollo de este modelo alternativo y a sus trabajadores.

Lo que fundamenta y permite el mantenimiento de una empresa autogestionada sigue siendo su capacidad de salvaguardar las fuentes de trabajo, producir y así asegurarles ingresos a sus trabajadores. Un pequeño emprendimiento puede quizá sostenerse en un mercado paralelo solidario, pero no hay forma de que una fábrica metalúrgica pueda asegurar decenas o centenares de salarios dignos a espaldas del mundo, menos aún ante crisis sistémicas. Se hace necesario realizar un balance crítico de estas experiencias si lo que se quiere es rearmar un proyecto desde abajo que pueda disputar el modelo económico, la gestión del trabajo y la distribución de la riqueza.

No cabe duda de que las experiencias de autogestión se ven obligadas a vivir remando contra grandes obstáculos. Pero hoy en día, la inestabilidad parece el pan de cada día de los trabajadores de cualquier rubro. Numerosas empresas recuperadas han sobrevivido hasta ahora a cambios de gobierno, aumentos inflacionarios, tarifazos e incluso a una pandemia. Y lo han hecho bajo la dirección de sus propios trabajadores, saltándose intermediarios, manteniendo un funcionamiento interno distinto a las lógicas capitalistas, apostando por un modelo más democrático y horizontal, prestándose ayuda y recursos unas a otras. Todo ello, mientras navegan en medio de un mercado agresivo que de solidario tiene más bien poco.

Para Andrés Ruggeri, las ventajas concretas de las recuperadas se mantienen, y seguramente expliquen por qué este modelo sigue creciendo: “Muchas han logrado reconstruir esos empleos y su actividad económica, y lo más importante no es que lo hayan logrado, sino cómo lo lograron. La cuestión de la autogestión, en muchos casos, es más cualitativa que cuantitativa. Es un trabajo con menos explotación. Implica también ganar mejores condiciones de trabajo, más libertad, más solidaridad, aunque parezca una palabra demasiado repetida, pero que es real, y en ese sentido, cualitativamente, permite dar otras respuestas. Una empresa autogestionada puede permitirse pensar cosas que a la empresa capitalista no le interesan, que tienen que ver no solamente con el bienestar de sus trabajadores, sino con el bienestar social general. Por ejemplo, plantearse que determinado producto no es bueno para el medio ambiente y buscar una solución. La empresa capitalista va a hacer los números y dice: ‘Si un producto más ecológico nos da más ganancia, vamos por ahí. Pero si perdemos plata, no nos interesa, que se hundan”.

En una época en la que vivimos una arremetida de renovadas formas de explotación al alero de las nuevas tecnologías, camufladas bajo el eslogan del “emprendimiento personal”, que solo fomentan la disgregación, el individualismo y la competitividad entre trabajadores en un contexto de creciente precariedad, las empresas recuperadas abren la puerta también a volver a tejer lazos entre trabajadores en un momento en que parecen haberse perdido.

“Acá no hay plusvalía”, subraya Fabián Pierucci, que pronto completará sus tres años como presidente de la cooperativa, cediendo paso a un nuevo consejo. “Porque todos tenemos el mismo ingreso. No hay forma de que haya plusvalía en esta fábrica”

En la Cooperativa de Trabajo La Litoraleña se asentó desde el inicio la asamblea como órgano de decisión. Tienen un consejo de administración determinado por la Ley de Cooperativas que, en este caso, se corresponde con la dirección operativa de la fábrica. Sus reuniones responden a un órgano de planificación ampliado: participan los responsables de cada uno de los sectores del organigrama, y cualquier trabajador de la fábrica puede asistir. Todos los cargos, desde los miembros del consejo a los responsables de cada sector, se van rotando. Desde el primer al último integrante de la fábrica reciben el mismo salario, independientemente de sus responsabilidades; otra decisión que partió de aquella primera asamblea que llevó a la ocupación y al camino de la autogestión.

“Acá no hay plusvalía”, subraya Fabián Pierucci, que pronto completará sus tres años como presidente de la cooperativa, cediendo paso a un nuevo consejo. “Porque todos tenemos el mismo ingreso. No hay forma de que haya plusvalía en esta fábrica”.

En paralelo, la cooperativa mantiene una política de “puertas abiertas”. Intenta mantener un estrecho lazo con el barrio, realizando trabajo comunitario, apoyando a otras cooperativas en resistencia y recibiendo regularmente a escuelas para compartir la experiencia entre los más chicos. En mayor o menor medida, todas las empresas recuperadas intentan devolverle algo a la comunidad que las apoyó y alimentar la red que les permitió levantar su proyecto.

“No hay que idealizar estas experiencias. Tampoco infravalorarlas. Pero hay que estar todos los días”, añade.

El trabajo prosigue tras los muros de la fábrica de tapas y empanadas de Chacarita. Ataviados con sus redes para el cabello y uniformes blancos, los compañeros de la fábrica preparan la mezcla de harina y margarina, añaden las capas de hojaldre, se lamina, se reduce el espesor, se corta. La materia prima recorre su ciclo a través de las máquinas, siendo transportada y tratada de una cinta a otra por los trabajadores antes de encarar el envasado, hasta que el producto queda listo para el embalado, atraviesa el montacargas y las tapas ingresan al sector de frío para su posterior distribución.

“Es duro en algún sentido, pero afuera también. Lo que tiene es que la intensidad del trabajo es consensuada. ¿Vieron la película Tiempos Modernos de Chaplin? El forzudo que, cada vez que cambia la palanca, anda más rápido la velocidad de la cinta, y Chaplin se enloquece. No puede completar su tarea. Eso no existe acá. No existe. Tenemos nuestro comedor, nos reunimos, hacemos turnos, tenemos tiempos laxos. Nadie le va a molestar a nadie. Eso está buenísimo”.

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