Argentina
Gauchito Gil, uno de los nuestros hace milagros

En enero, más de 620.000 personas llegaron a Mercedes, una localidad de la provincia de Corrientes, en Argentina. Caminando, de rodillas, a caballo, para agradecer y hacer promesas a un santo popular: el Gauchito Gil.
1 mar 2025 06:00

Para que ocurra un milagro, algo que parecía imposible debe suceder. La fe es una apuesta ciega, una confianza humilde en que algo más grande se haga presente y transforme lo cotidiano. Tener fe es ver lo invisible, lo imposible, lo inalcanzable, desde un deseo que muchas veces se asemeja a un derecho básico: una vida digna, un cuerpo sano, un trabajo que no te agote, un amor que no te rompa.

La magnitud de la amenaza es proporcional a la fuerza de la fe. Un pueblo en crisis, un dolor que no cesa, una panza vacía aumenta la creencia en acontecimientos sobrenaturales que transforman la vida. En la comodidad no suceden milagros, o, como dijo el alemán: “Allí donde está el peligro, crece también lo que salva”.

Una ciudad multiplica por diez su población: 620.000 personas llegan a Mercedes, una localidad de la provincia de Corrientes, en Argentina. Caminando, de rodillas, a caballo, para agradecer y hacer promesas a un santo popular: el Gauchito Gil. Apuestan, se emborrachan, bailan chamamé abrazados, lloran, se desconocen y duermen tirados en el pasto. Por una noche, todo se tiñe de rojo, todo es fe, sonrisa y sapucay (el grito indígena guaraní que expresa una emoción profunda); por una noche, todos piden milagros al más allá, usando como intermediario a un santo que se parece a ellos.

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Creer en alguien como uno

Montaba su caballo como nadie, un centauro del monte que imponía silencio con su presencia y su mirada penetrante. No hablaba mucho; su respiración, acompasada por un bigote que se contorsionaba, se mezclaba con un suspiro crítico que congelaba el tiempo. Se llamaba Antonio Mamerto, como su abuelo, quien había muerto degollado en la guerra.

Antonio tuvo un sueño que le cambió la vida. Durante la siesta, en la duermevela, se le apareció Ñandeyara, el dios guaraní, para decirle que no derramara sangre de sus hermanos. Sin dudarlo, desertó del ejército que lo había llevado a pelear en la infame guerra de la Triple Alianza (Brasil, Uruguay y Argentina) contra Paraguay, y de inmediato se ganó la enemistad de la autoridad.

Le sobraba coraje y supo alimentar el odio de los uniformados, cometiendo múltiples robos a hacendados para repartir el botín entre los suyos. Devoto de San Baltazar, el dios de los camba (negros), y con un amuleto de protección de San La Muerte (otro santo popular) en la muñeca que  hacía que las balas de la policía nunca lo atravesaran. Usando los conocimientos guaraníes de la región, curaba a los enfermos. El mito crecía cada vez más: “Uno de los nuestros hace milagros”. Creer en alguien igual entusiasmaba a quienes la solemnidad y la sobriedad no se ajustaban a su fe.

Los días 5 y 6 de enero Antonio Gil había estado en Goya, en la casa de la familia Perichón, bebiendo y bailando en honor a San Baltazar. Partió en la mañana del 7 en su caballo, la siesta correntina hizo que Antonio se tirara bajo la sombra que regalaba el primer árbol que vio. Fue ahí donde la policía lo encontró y atrapó finalmente, después de haber escapado decenas de veces. El comisario dio la orden y el policía súbdito temblaba, con un cuchillo en la mano. Tenía la orden de degollarlo, pues no se querían arriesgar a dispararle: sabían que a este gaucho no le entraban las balas.

El Gauchito Gil fue uno de los tantos jóvenes de clase baja que a los 38 años fue asesinado por un policía, quien, irónicamente, luego sería el encargado de construir su primer santuario y ser su primer devoto

Cuando por fin el policía acercó el metal al gaucho, este le susurró: “Cuando llegues a Mercedes, te van a informar que tu hijo se está muriendo de una enfermedad. Como vas a derramar sangre inocente, invócame para que tu hijo se cure. La sangre del inocente suele servir para hacer milagros”.

El Gauchito Gil fue uno de los tantos jóvenes de clase baja que a los 38 años fue asesinado por un policía, quien, irónicamente, luego sería el encargado de construir su primer santuario y ser su primer devoto.

Un árbol y una cruz

Un árbol y una cruz marcan el lugar donde está enterrado, rodeado de patentes, placas, botellas de vino, cigarrillos a medio terminar y fotos de personas que sanaron. Desde allí, hacia la puerta de entrada, se extiende una cola de siete kilómetros de personas. Son capaces de esperar todo un día para llegar al santuario y cumplir su promesa.

“Hay un presidente que le saca a los pobres y le da a los ricos, bueno el gaucho hacía al revés”, dice un entrevistado por un medio nacional. Y muchos gritan aprobando. Los milagros cumplidos que nos cuentan durante la espera son impresionantes, uno más increíble que el otro. Una madre llora al recordar cuando le dijeron que, después de meses de terapia intensiva, ya no se podía hacer más por su hijo. “Encontré, yendo al baño a lavarme la cara de tanto llorar, una estampita del Gauchito tirada. Le dije ‘si me sacas de esta, te voy a agradecer siempre’. Aquí estoy, mi hijo hoy tiene 22 años”.

Son incontables los casos de personas que vienen a agradecer por salir del consumo de drogas, sanar una enfermedad incurable o superar una situación económica imposible

Las personas llegan de todas partes de Argentina. Héctor es de Santiago del Estero. La primera vez que vino a este lugar estaba desesperado, no tenía nada, solo una muda de ropa. Dice que hoy tiene “un buen amor, un vehículo que anda y trabajo fijo. Desde hace años vengo solo a agradecer”. Son incontables los casos de personas que vienen a agradecer por salir del consumo de drogas, sanar una enfermedad incurable o superar una situación económica imposible.

En esa cola está un niño de 12 años con su acordeón. “Vine para tocar un chamamé para el Gaucho”, dice. Espera con su estuche cuadrado, sin quejarse. Camina cuando la cola avanza, hasta que por fin llega, saca del estuche el instrumento y le regala un chamamé a su santo.

Fe y crisis

Después de la crisis de 1989, se observó un aumento en la devoción hacia el Gauchito Gil. En el año 2000 se registró el récord anterior al actual. ¿Qué relación existe entre la crisis y la fe? Le preguntamos a Karen Gómez Curima, escritora y  profesora de la  Universidad Nacional del Nordeste. “La fe proporciona un sentido para enfrentar la realidad. En estos tiempos de desconocimiento y rivalidad con el otro, las festividades crean un espacio comunitario que reivindica la importancia de los lazos. No hay fiesta si no está el otro; es necesario conectar con los demás”.

“La figura del Gauchito Gil —explica la profesora universitaria Karen Gómez Curima— condensa muchos valores sociales de la época. Se le atribuyen cualidades propias del pueblo: generosidad, solidaridad, astucia, compromiso con los demás”

La alegría como punto de resistencia es algo distintivo de la africanidad. Y nuestras tradiciones tienen raíces afro. La fiesta es un espacio de abstracción de la realidad y de las carencias materialistas. Lo festivo se convierte en una posibilidad de recrear algo diferente, un punto de sostén energético y de dar sentido al futuro, confiando en algo que va más allá del momento presente. “La figura del Gauchito Gil —explica Gómez Curima— condensa muchos valores sociales de la época. Se le atribuyen cualidades propias del pueblo: generosidad, solidaridad, astucia, compromiso con los demás. El gaucho era un peón de campo, alguien con quien la gente podía identificarse. Es un héroe, es uno de nosotros”.

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Rojo todo

Todo está teñido de rojo: velas, banderas, remeras y hasta el atardecer. Rojos los ojos por el sol y el alcohol ingerido desde tempranas horas, rojo el vino en el cemento lleno de huellas de la bailanta de la noche anterior. Rojo los tatuajes con el gaucho en la cruz, rojo amarronado las pieles de una clase que prefiere lo pagano a lo equilibrado. 

Una jornada de fiesta, apuestas, brebajes prohibidos y riñas al azar va dando su fin, ya queda poca gente. Una voz partida grita con lo que le queda “¡viva el gauchito!”. “Viva”, le responden los que aún están dando los últimos agradecimientos a este campesino santificado por un pueblo y no por la iglesia.

En una época de desesperanza e individualismo atroz, más de 600.000 personas se congregan, llenas de fe en un futuro menos dañino, creyendo que algo puede hacerlas vivir mejor, que la desesperación aún se puede transformar en alegría. En la Argentina actual, la política partidaria dejó de ser lo que congregaba a las personas para pensar en un futuro mejor. Hoy, ese espacio se disputa entre salvaciones individuales, creencias neofascistas o diferentes tipos de iglesias alternativas. En Corrientes se le reza a uno de los nuestros: errático, borracho y desobediente. Quizás su gran milagro sea que, ante tanto desencuentro, logremos encontrarnos.

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