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Arte
En el taller con Chechu Álava
En los retratos de Chechu Álava es difícil saber si los personajes acaban de aparecer en la escena o si van a desaparecer con un chasquido. Ese misterio viene acompañado por un universo creativo donde la perspectiva y los tonos pueden parecer naífs, pero sirven para enfatizar la extrema fragilidad de los retratados.
A principios de este año, el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid propuso a Chechu Álava exponer su trabajo en sus salas. Rebeldes recogía así diez años de retratos de mujeres disidentes. En total, veinte cuadros: diecinueve mujeres, anónimas o conocidas; y un hombre, Sigmund Freud en su consulta. La exposición, que se abrió al público el 27 de enero y se pudo visitar hasta que lo quiso el covid-19, supuso una buena muestra de uno de los temas principiales de la pintura de Chechu Álava: la continua lucha de las mujeres por encontrar la estabilidad en un mundo hostil.
Formada en la facultad de Bellas Artes de Salamanca, tras pasar por Ámsterdam, Londres y Madrid, la pintora asturiana Chechu Álava (Piedras Blancas, 1973), lleva desde 2001 establecida en París. En la capital francesa, su estudio es una habitación relativamente pequeña en un lugar muy improbable de la periferia: una antigua fábrica de la Téléphonie Française, más parecida a un centro okupa que a los talleres de postal que visitan los turistas. Un espacio todavía asequible que sobrevive de casualidad como taller de artistas en el torbellino gentrificador de París.
“Siempre he adaptado mi forma de pintar a las condiciones que tenía: en Salamanca hacía formatos muy grandes porque tenía un taller, en Londres dibujaba cuadernos en mi habitación y recién llegada a París, no tenía ni un cuarto para mí”, recuerda Álava. Su estilo ha evolucionado, en consecuencia, desde elementos figurativos pop y paisajes e interiores, hasta llegar a los retratos que hace hoy en día.
“Estoy de acuerdo en lo que dice Virginia Woolf de que para encontrar tu voz tienes que tener una habitación propia”
Dentro de su obra, estos últimos años vienen marcados por los retratos que se pudieron ver en la exposición del Thyssen: mujeres borrosas, como vistas a través de un manto de calima. Cuadros que, para Álava, son diferentes prismas de su propio autorretrato: “Es una forma de entenderme a mí misma porque pinto mujeres que me completan y que hacen, que al final, todas seamos una”.
Como para muchos otros, el confinamiento fue para Chechu Álava un trabajo extra, encerrada en su apartamento de 58 metros cuadrados junto con su marido y sus dos hijas. Confiesa que fue duro porque, por su manera de trabajar, necesita pasar tiempo sola, y en casa era difícil ponerse creativa. “Estoy de acuerdo en lo que dice Virginia Woolf de que para encontrar tu voz tienes que tener una habitación propia”, afirma.
Por eso un día se escapó. Su cabeza le pedía mezclar dos ideas que entonces le rondaban: la soledad de la gente durante el confinamiento y lo que significa la etapa de la pubertad. En un París desierto, Álava recorrió a pie los apenas dos kilómetros que la separan de su taller y se puso a pintar: “Volqué todo en una versión del cuadro Pubertad de Edvard Munch”.
Hadas y princesas en Piedras Blancas
Chechu Álava nació en 1973, en Piedras Blancas, un pueblo dormitorio para los obreros de la zona industrial de Avilés. Como recuerda, “es un sitio muy curioso del que ha salido mucha gente con talento, desde cantantes de ópera hasta presentadores de televisión”. Durante los años 80, sus padres estaban muy involucrados con los colectivos de padres de alumnos y promovían actividades extraescolares como clases de danza, música, pintura o kárate para que la cultura y el ocio llegaran a todo el mundo, no sólo a las élites: “Se hacían con un espíritu colectivo y un precio simbólico, casi gratis, porque todos éramos hijos de obreros”.
Álava empezó a pintar en esos cursos siendo una niña (“más bien jugar con ceras, dar guerra”, según ella), en una casa vieja de Piedras Blancas. Dibujaba hadas y princesas por todas partes, hasta en los hórreos ponía a una princesa. Como se puede leer en el libro Retrato de Familia que el Centro Cultural Valey hizo sobre Chechu y sus hermanos (el pintor Juan Fernández Álava y el periodista y cineasta Luís Argeo), durante una exposición, en 2009, Chechu se rencontró con el profesor de dibujo de su infancia, el pintor Ramón Rodríguez, quien le comentó que tantos años después seguía pintanto “hadas y princesas”. “Quién sabe, igual en otra vida fui una de las Romanov”, bromea Álava.
“Concibo el arte como pasarse un testigo. Nos influenciamos los unos a los otros”
Frida Kahlo, Lee Miller, Marga Gil Roësset, Eva Hesse, Anne Sexton, Sylvia Plath, Simon de Beauvoir, Camille Claudel, esas “hadas y princesas” famosas pero también anónimas dialogaban en la exposición Rebeldes con cuadros de la colección permanente del Thyssen: Frida fumando junto a Quappi en suéter rosa de Max Beckmann, La Virgen de la aldea de Marc Chagall transfigurada en adolescente en vaqueros, una mujer soñadora que mantiene una conversación de miradas con la chica del Atardecer de Munch.
En ese sentido, Chechu Álava define su trabajo como una serie de matrioskas donde cada cuadro incluye múltiples lecturas: espirituales, feministas, metaartísticas. “Para mí, no hay progreso en la historia del arte. O no, al menos, en línea recta, sino más bien como una espiral”, dice. Por eso, durante su formación aprendió copiando los cuadros de los que habían venido antes: “Concibo el arte como pasarse un testigo porque ninguno pintamos de la nada, nos influenciamos los unos a los otros”, afirma.
Capas y muletas
“La pintura al óleo es insuperable”, confiesa Álava. En su pequeño estudio de la periferia de París, la luz se cuela a través de dos grandes ventanales, vestigios de cuando el taller era la oficina de una fábrica. El óleo es para ella pura alquimia, un pigmento que transciende y que aporta mil posibilidades al cuadro: “Los flamencos, cuando empezaron a hacer retratos, emplearon el óleo por los matices que tiene, como poder pintar la piel, el brillo de un ojo o la cáscara de un huevo”.
Álava ha hecho de la veladura del óleo su firma personal. La veladura es un técnica pictórica donde se van superponiendo capas muy finas de pintura que suavizan los colores y aumentan la luminosidad del cuadro. “Me la enseñó un brasileño que era copista en el Louvre y que, cuando le dije que yo era pintora, me miraba un poco así como por encima del hombro”, cuenta. Trabajar con veladuras supone esperar dos o tres días a que se seque una capa para añadir la siguiente: “Al final, mis pinturas acaban teniendo muchísimas capas. Por lo que dentro de la misma obra, hay varios cuadros”, añade.
“No es premeditado que casi haga solo mujeres, me sale natural. Porque necesito tener una empatía con el cuadro para que vibre y sea auténtico”
Álava pinta en silencio, con el caballete mirando a la calle: “Antes era más modernilla, pintaba en el suelo, por las paredes...”, explica. Ahora trabaja de pie, moviéndose alrededor del lienzo según lo que le pida el cuadro: “Cuando pinto, necesito olvidarme de mí, que el cuadro me atraviese”.
Álava se considera una médium entre la pintura y el pincel, y necesita tener la mente en blanco para que la mano pueda fluir: “Supongo que el estado de conciencia que tienes cuando pintas es como el del cirujano que opera de memoria o el futbolista que hace una jugada sin pensarla”. Ella es una médium más bien prosaica, que cuando se le atasca un cuadro tira de lo que ella llama “las muletas del oficio”, la técnica aprendida con los años: “Hay cuadros de inspiración, cuadros de esfuerzo, y de ambas”, zanja.
También le ayuda el pintar un universo que conoce muy de cerca, la intimidad de las mujeres: “No es premeditado que casi haga solo mujeres, me sale natural. Porque necesito tener una empatía con el cuadro para que vibre y sea auténtico”, señala.
En sus retratos, llama la atención el interés que pone en el cuerpo y la mirada de sus protragonistas: mujeres que, con un gesto, transmiten angustia o estrés; pero también confianza y conocimiento de sí mismas. “Mi vida no es de color de rosa, conozco las luces y las sombras, y lo que es estar siempre superando obstáculos. Por eso admiro aún más a las mujeres que pinto. No son heroínas ni musas, son vulnerables como todos”.
En su estudio, Chechu Álava tiene un pequeño retrato que le observa, el de su abuela Marina: “Fue una mujer muy fuerte que superó muchas adversidades. Me acompaña en el taller y me sirve de guía cuando estoy perdida”.
F*cking money, man
Hay toda una experiencia vital condensada en fórmulas cómo “la vida me va llevando” o “se fue haciendo paso a paso”, que Chechu Álava repite a menudo para apuntalar sus frases. Una sensación de que lo que tenga que venir, vendrá, ya que, para ella, “nos fijamos mucho en lo que la vida nos quita, pero yo tengo confianza, siempre nos está dando”.
“Pintar he pintado siempre aunque no me diera un duro. Y lo seguiré haciendo”
La vida quiso que empezara con fortuna en el mundo del arte porque desde los 20 años empezó a ganar concursos y a exponer en salas de arte joven. Una forma, para Álava, de aprender a vivir su carrera de artista. “Pero al principio lo pasaba fatal porque una inauguración era como desnudarse, perdía por completo la soledad del taller. Por eso, siempre me iba un momento al baño a llorar”, recuerda. Poco a poco, tal como vienen las cosas, Chechu Álava empezó a trabajar con la galerista de Gijón Nuria Fernández, de Espacio Líquido: “Ella me vende mucho mejor que yo misma”, bromea.
Sin embargo, Chechu Álava no quiere ni oír hablar del término “profesionalización”, ni de su “trabajo”: “No puedo llamar mi trabajo a algo que me da tanto placer. Trabajar era ir al Mango a vender camisetas y lo odiaba”. En 2003 dijo “hasta aquí”, y lleva desde entonces viviendo de sus obras: “Tenemos muy inoculado lo de trabajar para vivir y hemos creado todo un mundo en torno a eso. Pero si cada uno pudiéramos desarrollar nuestro talento, nos iría mucho mejor como sociedad”, afirma.
Recuerda Álava que al llegar a París conoció al pintor catalán Xavier Escribá y que iba a su taller a pintar “en mi día de descanso, los domingos. Pintar he pintado siempre aunque no me diera un duro. Y lo seguiré haciendo".
Tras el Thyssen, tras el coronavirus, Chechu Álava sigue hojeando freneticamente catálogos de exposiciones, libros de arte, fotografías; leyendo poesía, novelas,... Alimentando, en definitiva, las fuentes de su pintura: “Porque necesito aterrizar. Tener un momento de reflexión, para estar en mi nido y ver cómo surgen nuevas obras”, concluye.