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Una frase resuena durante la visita guiada a la exposición Gabriele Münter, la gran pintora expresionista, en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza en Madrid. La artista, dice la guía, esquivó su destino, las tres k: kirche (iglesia), küche (cocina) y kinder (niños). A principios del siglo XX, una mujer dedicada profesionalmente al arte podía suponer una amenaza para algunos pilares de la sociedad alemana.
La muestra, la primera retrospectiva dedicada a Gabriele Münter en España, viaja a través de pinturas, grabados, dibujos y fotografías por las casi seis décadas de creación de una artista muy desconocida fuera de Alemania, aunque tuvo un papel fundamental en la historia del arte como iniciadora del expresionismo, en concreto el promovido por El Jinete Azul, según precisa Marta Ruiz del Árbol, una de las comisarias de la exposición. “Este grupo pretendía borrar las fronteras entre las distintas disciplinas artísticas y se dejaba influenciar por todo aquello que les interesaba y pensaban que era genuinamente artístico, aquello que decía Kandinsky de la necesidad interior. Como buscan esa expresión de esa necesidad, el arte que de verdad conecta con la espiritualidad de cada persona, les vale tanto el dibujo de un niño, que todavía no está contaminado, como una expresión popular de un artista que no ha tenido una formación reglada”. Para ella, la gran aportación de Münter está en “esa apertura de mente y esa capacidad de ver sin prejuicios tanto el gran arte como el arte popular o cualquier expresión artística que en ese momento se viese como inferior”.
Münter participó a partir de 1911 en El Jinete Azul junto a Wassily Kandinsky —su pareja entre 1903 y 1914—, Paul Klee y Franz Marc, pero su nombre y su obra han quedado relegados a un segundo plano. Un ninguneo que esta exposición, que se puede visitar hasta el 9 de febrero, pretende corregir para mostrar que la pintora fue una figura central en el desarrollo del expresionismo. “Pero no queremos quedarnos ahí —matiza la conservadora de arte moderno del museo— porque uno de los problemas que ha habido al analizar a Münter es que se la ha reducido a esos pocos años en los que ella participa activamente en el origen del expresionismo y no se ha visto su obra en toda su amplitud”. Así, su objetivo es “reivindicarla como la gran expresionista que es”, pero también manifestar que, además, mantuvo una producción artística de seis décadas, “desde las primeras fotos que hace en Estados Unidos, que ya muestran esa mirada tan particular que ella tiene, hasta las obras del final de su vida en los años 50”.
Ruiz del Árbol considera que lo más destacable de la obra de Münter es su manera de abstraer, “no en el sentido de crear una obra abstracta sino de sintetizar la realidad”. La mirada de la artista “va al grano, sin florituras, ve algo y lo reduce a su esencia, ya sea en un dibujo, un grabado o una pintura”. Una característica principal de sus obras es “una importancia muy grande de la línea, que en el caso de la pintura es una línea negra que perfila los contornos, y un color liberado que ayuda a expresar esas emociones, esa libertad que reivindica el expresionismo”.
Como ejemplo de la amplitud de la trayectoria creativa de Münter, la cocomisaria de la exposición asegura que las partes más sorprendentes de esta son “esas obras que hace en los años 20 ligadas con la Nueva Objetividad, tan boga en Alemania a finales de esa década. Es muy interesante saber que hasta 2017 esas obras nunca se habían expuesto en público, no estaban ni siquiera enmarcadas. Muestran esa versatilidad, esa adaptación que tiene al cambio, a los tiempos que vivía”. Durante muchos años, Münter guardó esas obras y muchas otras de Kandinsky y otros artistas en el sótano de su casa en Murnau. Para salvarlas.
La obra como registro vital
En paralelo a la exposición, el Thyssen y la editorial Astiberri han publicado Las tierras azules, un cómic sobre Münter que le encargaron a Mayte Alvarado. Ella no era una gran conocedora de la artista y la ha descubierto prácticamente desde cero al trabajar en este libro, cuya idea clave es que “puedes recorrer la vida de Gabriele Münter a partir de su obra”, según explica, ya que existe una “relación muy especial entre ambas que nos habla de cómo se relacionaba con el mundo que la rodeaba a través del arte. Creo que, además de un cómic sobre la obra y vida de Gabriele Münter, es también un cómic sobre el oficio de artista, sobre una manera de entenderlo y vivirlo”.
Su punto de partida fueron cinco pinturas de Münter que retratan escenas cotidianas como un desayuno en compañía de pájaros, las vistas desde la habitación de una pensión o una excursión al lago. La ilustradora recrea e incluye como viñetas de la novela gráfica algunos de estos cuadros.
Alvarado reconoce que una gran dificultad que ha enfrentado en el proceso de creación del cómic ha sido encontrar información sobre Münter porque “los textos sobre la artista en español son inexistentes y en otros idiomas bastante escasos”. También dice sentirse orgullosa e ilusionada porque algunas personas han querido saber más sobre Münter después de leerlo.
Más allá de los aspectos plásticos como el uso del color, la simplificación de las formas hasta llegar a una cierta esencialidad o la originalidad en el tratamiento de los temas, ella incide en la idea del registro vital como lo más relevante de la obra de Münter, “su forma de entender la experiencia artística como algo íntimo que le da significado al mundo y a su existencia dentro del mismo”.
Coincide en esa idea Ruiz del Árbol, quien apunta que lo que la artista alemana representa en su obra es lo que tuvo más a mano. “Esa relación tan estrecha entre su vida y su arte se refleja y hace que podamos entender muy bien cómo vivía, quién tenía cerca en cada momento, qué era lo que le interesaba… Frente a su pareja anterior a la Primera Guerra Mundial, Wassily Kandinsky, quien tenía un fin mucho más abstracto, espiritual, ella no busca tan lejos sino que siente que tiene muy cerca lo que necesita para crear. Eso la estimula durante toda su vida, las cosas sencillas que la rodean”.
Una artista no degenerada que se volvió invisible
Nacida en Berlín en 1877, la biografía de Gabriele Münter tiene páginas importantes escritas en Estados Unidos. Allí se conocieron y casaron su padre y su madre, alemanes emigrados que retornaron a su país tras el inicio de la guerra de secesión. Allí también dio Münter sus primeros pasos como artista, en un viaje de un par de años, entre 1898 y 1900, como fotógrafa aficionada que descubre las primeras cámaras portátiles de la marca Kodak. “Ese vínculo muy fuerte con la cultura y la forma de vivir estadounidense va a estar muy presente en su educación, la va a conformar”, explica Marta Ruiz del Árbol, quien sugiere que tal vez por eso es “tan abierta, tan poco apegada a los estándares que se esperaban de las mujeres en esa época, tiene una educación más liberal. Creo que para entenderla es muy necesario conocer esos orígenes transnacionales y todos esos movimientos y viajes que hizo en su vida”.
Tras volver a Alemania, Münter comienza su formación artística en Múnich. Se matricula en una escuela privada, ya que el acceso a la pública no estaba permitido para las mujeres, donde se encuentra con Kandinsky, que será su profesor y pareja a partir de 1903. Viajan por Italia, Marruecos, Holanda, Túnez y Francia, en recorridos que Münter pinta y fotografía. En 1908 conocen el pueblo de Murnau, en Baviera, que será clave para la obra de ella, ya que allí aprende la técnica de las pinturas sobre vidrio, típicas de la región. Tras los años intensos de creación con El Jinete Azul y después de estallar la Primera Guerra Mundial, Münter rompe con Kandinsky y se traslada a Suecia, donde entra en contacto con artistas locales y sufre dificultades económicas. En 1920 regresa a Alemania y se acerca a la corriente de la Nueva Objetividad. Desde 1931 reside en Murnau, donde vivirá el ascenso del nazismo y sus horrores, también aplicados a la cultura.
“Ella no es declarada artista degenerada, esto es interesante porque habla de la condición que tenían muchas artistas en esta época”, recuerda Ruiz del Árbol, quien plantea que uno de los motivos por los que no se ganó esa terrible marca es que su segunda pareja, el historiador del arte Johannes Eichner, quizá por protegerla durante el periodo nazi, “empieza a vincularla más con el arte popular que con la vanguardia. Es algo común en las artistas mujeres: se diferencia el arte intelectual de los hombres del arte espontáneo, ingenuo, naif, de las mujeres. Eichner la clasifica como una artista más vinculada con lo naif, y este estereotipo cala y se perpetúa en la historiografía”.
Ninguna de las obras de Münter había sido adquirida por museos públicos alemanes y no fueron confiscadas por el Tercer Reich, como sí ocurrió con las de Kandinsky, Marc o Klee. “Ninguna obra de Münter se expone en la exposición [de arte degenerado] de Múnich de 1937, pero cuando ella ve esa muestra es consciente del peligro, de cuál es la dirección de la política cultural del régimen y entonces es cuando esconde todas esas obras en el almacén de su casa de Murnau, para rescatarlas”, cuenta la especialista. Lo que hace Münter progresivamente es retirarse, dejar de exponer, de ser visible. “Es lo que hicieron los artistas que no tuvieron que huir por sus expresiones políticas, como le pasó a George Grosz, abiertamente político, u otros artistas perseguidos por su etnia, por su condición de judíos”.
Sin embargo, en un primer momento Münter intentó seguir trabajando, adaptarse a la nueva situación política en Alemania, pero la exposición de 1937 marca un punto de inflexión. “Se da cuenta de que no hay camino y que lo que tiene que hacer es esconderse. Ella vive en Baviera, el centro de lo nazi, en un pueblo muy marrón, por el color de los uniformes. Sobrevive así, escondida, sin exponer. A partir de 1945, cuando empiezan las iniciativas de recuperación de los artistas olvidados, se reivindica su obra y ella lo vive porque es de las pocas que todavía están vivas cuando empiezan estas políticas de rehabilitación”.
Tratando de buscar los motivos por los que el nombre de Gabriele Münter no ha sido tan relevante “como merecía”, Ruiz del Árbol encuentra que hay varios factores que se cruzan para dar ese resultado. El primero es que se trata de una artista mujer. El segundo, el hecho de que ella, al cumplir 80 años, donase un buen número de obras de Kandinsky, las que había guardado en su casa, al museo Lenbachhaus de Munich ha provocado que se la considere “más bien un testigo, una persona muy cercana que puede contar muchas cosas del genio que era Kandinsky, o como salvaguarda de las obras, antes que como artista”. Y el tercero obedece, en su opinión, a cómo se estudia el pasado y cómo se crea realidad desde ahí: “La historia del arte del siglo XX ha contado hasta hace muy poco que el expresionismo era un camino hacia la abstracción. Los artistas como Münter que no llegan a la abstracción plena no caben en ese relato”.