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Asia
En Asia, ni la Guerra Fría ni el socialismo se han terminado
El relato de la Guerra Fría sintetiza —a la par que constriñe— la forma en la que miramos la política internacional de aquel período comprendido entre la derrota del nazismo y la desarticulación definitiva de la Unión Soviética. En la academia, los medios, y todos los aparatos ideológicos del lado ‘occidental’, la Guerra Fría fue definida como una lucha de carácter ético-moral entre el ‘mundo libre’ y el ‘mundo totalitario’; desde los mismos aparatos del lado ‘oriental’, fue entendida como un conflicto de clase entre el mundo socialista y el mundo capitalista.
Como sea, en diciembre de 1991 la bandera de la URSS fue sustituida por la tricolor rusa en Moscú. La transmisión de la ABC relataba que “se baja la hoz y el martillo por última vez y se acaba una era”; casi nada. El discurso de la victoria final, del cierre de la historia entendida como disputas entre concepciones incompatibles al respecto de cómo debe organizarse la propiedad, la producción y la vida en común, tenía sentido. Por décadas, la política internacional había sido Estados Unidos vs. Unión Soviética, OTAN vs Pacto de Varsovia, etc. El resto de los actores eran acólitos, figuras de reparto en una pugna que se cerraría cuando alguno de los dos protagonistas asumiera la propia derrota. Dentro de semejante marco, no era descabellado concebir un ‘fin’ de la Historia. No existían conflictos de carácter dialéctico; lo que existió, cuenta el relato, fue un enemigo del deseable modelo democrático-burgués cuya derrota allanaba el camino para la paz mundial.
Los defensores de este relato histórico omitieron múltiples cuestiones que fueron cayendo por su propio peso como consecuencia del desenvolvimiento natural del propio régimen internacional que propugnaron. Sirva como ejemplo la división internacional del trabajo, que siguió negando la prometida prosperidad a sectores enormes de personas en todo el mundo; o las agresiones imperialistas, que promovieron la violencia en sociedades enteras. Pero, además, erraron en su diagnóstico más fundamental: el de la instalación definitiva del régimen político del capitalismo internacional. A su forma ideal, la del sistema liberal de competencia entre partidos, muchos países adscribieron apenas formalmente o directamente no adscribieron.
La Guerra (no tan) ‘Fría’ en Asia
Pese a la disolución de la URSS y la caída del socialismo en Europa, no desaparecieron los estados bajo gobierno de un partido comunista, especialmente en la región asiática. La presencia en Asia, todavía hoy, de algunas de las lógicas que se definieron en los términos de la Guerra Fría responde en parte a la diferente significación que adquirió el ‘fin’ del conflicto en Europa y Asia. El sociólogo Immanuel Wallerstein, en concreto, habló de dos elementos. El primero es el hecho de que en Corea del Norte, China y Vietnam (y, conviene añadir, Laos) siguen gobernando los comunistas; la segunda supone que la Guerra Fría fue, de hecho, “realmente ‘caliente’ en Asia”.
El acuerdo surgido de Yalta rigió la tensa paz entre los bloques en Occidente, pero fue prácticamente inoperante en Vietnam y Corea, y estuvo solo parcialmente presente en China. Allí, al derrotar el Partido Comunista a las tropas del Kuomintang en 1949, estas fueron empujadas a la isla de Taiwán, punto en el cual el conflicto fue puesto en ‘stand-by’, con los Estados Unidos marcando esta separación en ‘dos Chinas’ como punto de cierre de la contienda. En línea con Yalta, ni la Unión Soviética ni Estados Unidos se enfrentaron directamente en suelo chino. Ambos aceptaron que ninguno de los dos bandos nacionales debía tratar de ir más allá de su perímetro de influencia, configurándose la primera de las expresiones asiáticas de la Guerra Fría.
Pese a la disolución de la URSS y la caída del socialismo en Europa, no desaparecieron los estados bajo gobierno de un partido comunista, especialmente en la región asiática
Corea fue después. La historiografía, intereses de relato mediante, está atravesada por sendos debates al respecto de quién comenzó la guerra. Pero lo que todos aceptan que sucedió fue un conflicto terriblemente violento en un territorio cuyo pueblo venía de sufrir durante cuatro décadas la crueldad sin límites del Imperio Japonés. La Guerra de Corea (1950-1953) enfrentó dos visiones radicalmente confrontadas al respecto del futuro de la nación coreana. De un lado, los comunistas; del otro, tradicionalistas, independentistas de derechas y anticomunistas en general. Al final de la guerra, se constató la partición efectiva de la Península con el beneplácito resignado de Estados Unidos y la URSS. La tensión ideológica entre bloques característica de la Guerra Fría se concentraba así extraordinariamente en una sola comunidad nacional de apenas 30 millones de personas por aquel entonces.
Vietnam sirvió, tiempo después, como siguiente escenario regional para la disputa ideológica por la vía de las armas. Los comunistas vietnamitas jugaron un papel clave en la guerrilla contra el imperialismo japonés como respuesta a la ocupación del país en el marco de la Segunda Guerra Mundial; posteriormente, enfrentaron al imperialismo francés; inmediatamente, debieron defenderse de la conocida violencia del imperialismo estadounidense, que mostró una de sus caras más brutales al instalarse por la fuerza en el sur y cometer verdaderas atrocidades contra civiles en su empeño por instalar un régimen afín. La Unión Soviética brindó cierto apoyo al Frente Nacional de Liberación de Vietnam (FNLV) en la tercera campaña consecutiva de defensa nacional afrontada por los comunistas. Como consecuencia, el socialismo y la defensa de la tierra y la nación quedaron estrechamente vinculadas en el imaginario colectivo vietnamita.
Estos fueron tres conflictos realmente ‘calientes’, que dejaron una honda huella en los tres territorios, que no solo suman un aproximado de mil seiscientos millones de habitantes, sino que son un verdadero termómetro del sentir ideológico de la región. La impronta del imperialismo se dejó y se deja sentir en los tres países, no como un régimen de categorización moral (‘buen’ o ‘mal’ gobierno), sino como estrategia histórica de poder al servicio de los capitales de los Estados centrales del capitalismo mundial. Al margen de cualquier valoración particular al respecto de los distintos gobiernos de la región, es indudable que la vinculación histórica de Estados Unidos y otros estados imperialistas con Taiwán o Corea del Sur responde a una lógica de dominación económica, política y/o militar, propia del sistema interestatal del capitalismo. En consecuencia, se desprende que elementos como la militarización de Taiwán, las sanciones contra Pyongyang o las condiciones de ayuda del FMI y el Banco Mundial al Vietnam posbélico bien podrían ser miradas como maniobras imperialistas. O, al menos, así son percibidas en el seno de los gobiernos y de una parte de la población de los países involucrados.
¿Dos modelos o dos bloques?
La grieta entre modelos, entre nociones divergentes al respecto de cómo debe organizarse la humanidad, persiste así en Asia. La intensidad con la que allí se desarrolló la guerra contribuyó a esto. Como sea, hoy, entre las dos Coreas y entre la República Popular de China y la República de China (Taiwán) rigen lenguajes propios de la política internacional de los años setenta en Occidente. Corea del Norte y la China continental son para sus pares la más viva expresión del ‘mundo totalitario’ posterior a la URSS; Corea del Sur y Taiwán son para sus pares sombras de la violencia imperialista de Estados Unidos y Europa en la región y representantes del mundo burgués-capitalista. Tanto es así que, cada cierto tiempo, son difundidas noticias militares al respecto de las relaciones intercoreanas o China-Taiwán.
Pero ¿qué grieta? Sin duda, la más evidente responde al plano político, con China, Corea del Norte, Vietnam o Laos operando mediante sistemas a grandes rasgos unipartidistas y “orientados al socialismo”, por un lado, y Corea del Sur, Taiwán, Japón o India respondiendo con más o menos garantías al modelo liberal multipartidista, por el otro. Los estragos del conflicto también juegan un papel relevante a la hora de explicar esto. La crueldad del ‘otro’ y la posición de dirección en la batalla sin duda confirieron al Partido Comunista de Vietnam, al Partido Comunista de China y al Partido del Trabajo de Corea la posibilidad de diseñar sistemas políticos que pivotan a su alrededor. En Corea del Sur o Taiwán ocurrió justamente lo opuesto: que una parte de la nación haya sido “ocupada” por los comunistas durante décadas no solo afianza al sistema local, sino que sienta las bases para la exclusión efectiva de los grupos marxistas del juego político.
En realidad, en el modelo de organización estatal, los gobiernos “socialistas” de Asia (fundamentalmente China, Vietnam y, quizá, Laos) adhieren a la definición que del leninismo dio el mismo Wallerstein. El sociólogo defendió que el leninismo no era sino una estrategia para el gobierno de un país fundada sobre seis características: 1) la creencia de que el Partido debe obtener el poder estatal de cualquier forma y, una vez logrado, debe conservarlo a cualquier coste; 2) la priorización del reforzamiento del aparato estatal; 3) la organización jerárquica del Partido; 4) la búsqueda del crecimiento económico en una escala global; 5) la férrea adhesión del Partido a los preceptos del antiimperialismo; y 6) el empleo de lógicas de manejo del poder pragmáticas en oposición al dogmatismo.
Por otro lado, y como consecuencia de factores como el régimen político, la estructura de clases interna, o el tipo de relaciones que establecieron los distintos gobiernos con los grandes Estados del mundo, fueron puestos en marcha modelos de desarrollo distintos. En China —desde Deng Xiaoping— o en Vietnam —desde la reforma Doi Moi— se fundaron propuestas de crecimiento bajo tutelaje estatal, en las que el desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo o la concentración de capital son fenómenos ‘consentidos’ por un Estado que mantiene en todo momento un grado importante de dirección económica y por un Partido Comunista que ostenta amplias parcelas de poder político. El objetivo declarado es el desarrollo pleno de esta “economía de mercado orientada al socialismo” como etapa previa a la “sociedad sin clases”. La entrada masiva de capitales extranjeros o las largas jornadas laborales son consentidas porque son, se dice, temporales. Algo así como fortalecerse primero (el Partido), crecer después (la economía) y llegar finalmente (al socialismo). Si semejante plan resiste al paso del tiempo y a la burocratización o a la configuración de una poderosa élite económica está por ver.
Taiwán y Corea del Sur fueron receptores de un enorme apoyo financiero por parte de Estados Unidos durante el siglo XX, en parte por el interés norteamericano de fortalecerlos como satélites, primero, y aliados, después
Corea del Sur, Japón o Taiwán son paradigmas de lo opuesto. Japón, como ex imperio; Corea del Sur y Taiwán, como países con alto grado de dependencia respecto a Estados Unidos durante el siglo XX. Ambos estados han sido capaces finalmente de desarrollar una clase propietaria fuerte y con intereses autónomamente definidos, así como un Estado posicionado en la escala internacional (en el caso de Corea del Sur), aunque estos hitos no se hayan visto consolidados hasta la entrada del siglo XXI. Sin lugar a dudas, el desarrollo de ambas economías tomó formas y consecuencias distintas a las de China o Vietnam. Taiwán y Corea del Sur fueron receptores de un enorme apoyo financiero por parte de Estados Unidos durante el siglo XX, en parte por el interés norteamericano de fortalecerlos como satélites, primero, y aliados, después. Además, dieron de sí regímenes de propiedad y poder particulares. En el caso de Corea del Sur, el Estado favoreció el desarrollo competitivo y la concentración de capital en pocas manos, pero no pudo evitar la pérdida de control al respecto de los grandes monopolios, que fueron capaces de ‘independizarse’ del tutelaje estatal.
En la vinculación Estado-grandes propietarios, en el régimen de propiedad de la tierra o en la intervención estatal para la provisión de servicios básicos se encuentran algunas de las grandes diferencias de los dos modelos de desarrollo expuestos. Los PC de China y Vietnam atesoran un poder de control sobre los monopolios impensable en Corea del Sur, Taiwán, Japón o India. Pueden hacerlo, en gran parte, por la rigidez de su sistema político y la posición preeminente que éste reserva a los comunistas.
Por último, la protección de derechos y libertades merece una mención, pues constituye otra gran diferencia. China, Vietnam o Corea del Norte no acostumbran a salir bien parados según varias organizaciones de medición en lo que a libertades políticas y de expresión refiere. A menudo, estos organismos recalcan la ausencia de competencia política real al Partido, así como una escasez de espacios para la difusión de críticas políticas más allá de los marcos institucionales definidos por el Estado. Al mismo tiempo, Corea del Sur acostumbra a ser criticada por su represión política sobre grupos de la izquierda, Japón acumula conflictos diplomáticos por la tendencia histórico-revisionista de algunos de sus gobiernos que se niegan a reparar los efectos de la violencia que ejercieron como Imperio e India, por su parte, ha sido denunciada por su reciente gestión del conflicto político, identitario y de clase entre el Estado y los agricultores del Punjab.
En definitiva, Asia es lugar de confrontación entre formas muy distintas de entender la política, la economía o la democracia. Las disputas existentes ya durante los tiempos de la Guerra Fría no han hecho sino cobrar más importancia a medida que la relevancia de la región crecía a escala internacional como consecuencia del desplazamiento del foco económico hacia el territorio. Que China crezca cada año o que Corea del Sur se afiance como potencia en innovación tecnológica no solo modifica la configuración económica del sistema-mundo; en consecuencia, también altera el horizonte político al introducir nuevos modelos de desarrollo, nuevas formas de entender la propiedad, la producción y el trabajo e incluso nuevas formas de entender fenómenos como la dependencia o la emancipación.