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Bolivia
La Pachamama está en venta en Bolivia
Las elecciones presidenciales bolivianas de 2005 marcaron un cambio de rumbo en el país latinoamericano. La victoria del político de origen indígena Evo Morales, candidato del Movimiento al Socialismo (MAS), con más de un 50% de los votos, prometía dejar atrás siglos de expolio que se remontaban a la época colonial. Décadas de extractivismo salvaje, privatización de las empresas públicas y pérdida de soberanía para un país que miraba entonces al futuro con optimismo ante el cambio en el tablero político, con un candidato que blandía la bandera de la Pachamama, la Madre Tierra, y el respeto a los pueblos originarios entre sus principales proclamas.
No iba a ser tarea fácil, eso sí, con la geopolítica occidental mirando de reojo el devenir de las medidas implantadas en Bolivia, actitud representada en el célebre término del “eje del mal”, acuñado desde los Estados Unidos, que catalogaba como potenciales enemigos a Hugo Chávez, Fidel Castro y al propio Morales. De esta forma, el entonces presidente de EE UU, George W. Bush, dejaba claro que, pese a lo que los votos pudiesen decir en algunos países latinos, su proselitismo quedaba un escalón por encima en esta partida de ajedrez.
Aunque en un principio el uso de transgénico iba a ser prohibido en la Constitución boliviana, las presiones del agronegocio llevaron a modificar el texto abriéndoles la puerta
En cambio, no era el indigenismo de Evo lo que preocupaba al norte del continente, sino el presumible cambio en la gestión de los recursos de un país que, aún hoy, sigue siendo el octavo lugar del mundo con mayor biodiversidad. Sin embargo, han pasado casi 20 años desde que Evo Morales se mudara a la Casa Grande del Pueblo, y el balance, tanto de su gobierno como del actual de Luis Arce —con el impasse de Jeanine Añez entre 2019 y 2020—, no ha estado a la altura de una sociedad que acudió en masa a las urnas con la esperanza de dejar atrás décadas de neoliberalismo salvaje.
Extractivismo tras el simbolismo
Más allá del simbolismo que rodeó a la nueva Constitución de 2009, en la que se reconocía a Bolivia como un Estado plurinacional, con hasta 36 naciones indígenas que lo integraban —especialmente, la quechua, la aymara y la guaraní—, o la aprobación de la whipala como bandera oficial del país, de pleno derecho, junto a la tradicional tricolor, el marco legislativo de la nueva norma despejó el camino a los grandes capitales para seguir con su agresivas políticas.
Tras asumir el cargo en enero de 2006, la cercanía de Evo Morales con las multinacionales quedó patente desde los primeros meses. Un acercamiento que vivió su punto álgido durante el proceso constituyente, con la negociación de un epígrafe que, en un principio, iba a prohibir el uso y la producción de transgénicos en el país, pero su contenido final se modificó antes de ser aprobado. Así, el definitivo artículo 409 del texto boliviano establecía que “la producción, importación y comercialización de transgénicos será regulada por ley”.
Esto suponía, en definitiva, dejar una puerta abierta a que sectores influyentes como el del agronegocio, con fuerte presencia en el Departamento de Santa Cruz, principal foco económico del país, pudiese seguir con sus actividades extractivistas. Una situación que, según Rita Saavedra, de la plataforma Bolivia Libre de Transgénicos, obedecía a un “juego de poder”. “El contexto constituyente no estuvo exento de problemas y violencia. Incluso se quería dividir el Estado con la idea de la ‘Media Luna’, que separaba los departamentos de Santa Cruz, Pando, Beni y parte de Tarija. Hubo un esfuerzo de pacificación en el que primó una lógica productivista, que perdura desde el primer Gobierno de Evo hasta el presente", analiza.
Expansión salvaje de la frontera agrícola
Bolivia ha visto cómo, en los últimos años, han incrementado los incendios y la deforestación en zonas como la Amazonía o la Chiquitania, con una serie de “leyes incendiarias” que, según Saavedra, son cada vez más explícitas: “El nuevo plan del Gobierno establece una visión económica para seguir ampliando la frontera agrícola en 12 millones de hectáreas”.
Cabe remarcar en este punto la peculiar geografía boliviana, con casi un 50% de suelo eminentemente forestal, lo que unido a algunas zonas desérticas hace que el terreno cultivable sea inferior al 10%. “Con sus medidas, el Gobierno del MAS, lejos de resolver el problema, ha malmanejado la distribución de tierras”, asegura Rita Saavedra, quien centra su crítica en una serie de acciones que han propiciado que se haya “constitucionalizado el latifundio” en Bolivia.
“Con sus medidas, el Gobierno del MAS, lejos de resolver el problema, ha malmanejado la distribución de tierras”, asegura Rita Saavedra, quien asegura que el MAS ha “constitucionalizado el latifundio”
Todo ello, además, ha supuesto una serie de repercusiones directas e indirectas que van desde los conflictos políticos hasta los problemas de salud para la población. “Si ves los índices desde hace 20 años en Bolivia, encuentras como las patologías de la pobreza —infecciones respiratorias, diarreas, tuberculosis— han cambiado por enfermedades crónico-degenerativas, como cáncer, diabetes o las enfermedades renales”, añade Saavedra, nutricionista de profesión, lo que le permite constatar en primera persona cómo “el cambio de la política alimentaria, con un uso exagerado de agrotóxicos, ha alterado la salud de las personas”.
Recursos naturales en disputa
Los últimos 18 años han sido, por tanto, una continuación exagerada de la pérdida de soberanía que Bolivia ha sufrido en sus carnes a lo largo de su historia. Más allá de la época colonial, el pueblo boliviano no olvida conflictos como el del Pacífico a finales del siglo XIX, que le llevó a perder su salida al mar frente a Chile y, lo que es más importante, su acceso a recursos como el salitre o el guano. También recuerda la posterior guerra del Chaco, donde los recursos petrolíferos marcaron de sangre a miles de bolivianos y paraguayos en una cruenta guerra en los años 30, así como el conflicto del Acre con Brasil, debido especialmente a territorios limítrofes ricos en caucho y oro.
Una dramática historia de pérdida de potencial natural de la que la actualidad no es ajena. El pasado mes de agosto, el presidente Arce reconocía públicamente que las reservas de gas habían disminuido prácticamente en su totalidad en los últimos años, hasta el punto que gasoductos como el que unen Bolivia y Argentina están invirtiendo su uso, transformando al primero en un país importador a pasos agigantados.
Tampoco se libran de la quema recursos como el agua, cada vez más escasa y contaminada por las ingentes cantidades de mercurio que derivan de la producción de oro. Una producción que generó en torno a 3.000 millones de dólares el pasado año —de los cuales Bolivia retiene un porcentaje ínfimo—, en un momento en el que los mineros auríferos están en pie de guerra, con protestas multitudinarias en las que demandan, entre otras cuestiones, poder explotar áreas protegidas.
La alternativa agroecológica
Frente a las políticas del Gobierno, apoyadas en grandes multinacionales como Bayer o Monsanto, y que paradójicamente han incrementado su agresividad respecto al neoliberalismo previo, la agroecología emerge como una de las soluciones más fiables que la sociedad civil puede implementar. En esta línea se enmarcan iniciativas como la de Ecotambo en La Paz, en la que consumidores y productores se alían para incentivar la alimentación saludable y libre de transgénicos, o como la Feria Nacional Agroecológica, celebrada el pasado 24 de octubre en Santa Cruz de la Sierra.
Bolivia se ha mostrado proclive a aprobar el uso de la soja transgénica HB4, resistente al glufosinato de amonio, un herbicida siete veces más potente que el glifosato
En este último caso, Óscar Vargas, coordinador de la Comunidad Agroecológica Boliviana, considera que “todavía faltan relaciones multilaterales para promover un movimiento a nivel mundial”. En el caso regional, dice, “existe el Movimiento Agroecológico Latinoamericano (MAELA), pero sin ningún tipo de apoyo, por lo que funciona con fondos propios”, lo que limita sobremanera su capacidad. “En algunos países, el movimiento agroecológico ha cobrado mucha fuerza, pero en Bolivia todavía nos falta mucho”, concluye Vargas.
El suicido humano
Con todo, si alguna iniciativa ha destacado en las últimas décadas por encima del resto, ha sido la liderada por Probioma. Su director ejecutivo, Miguel Ángel Crespo, lleva 33 años al frente de una ONG que fue creada “con el propósito de fortalecer y aportar a la consolidación de la agroecología”. La asociación, cuyo crecimiento ha sido exponencial, tiene una rama tecnológica, Probiotec, que funciona de manera independiente y demuestra que existen alternativas reales y competitivas al agronegocio.
En ese sentido, el ejemplo de la soja es uno de los mejores reflejos que refrendan sus teorías. En los últimos años, Bolivia se ha mostrado proclive a aprobar el uso de la soja HB4, supuestamente resistente a la sequía, pero cuya verdadera característica que la hace apetecible en el mercado es su resistencia al glufosinato de amonio, un herbicida siete veces más potente que el glifosato, que ya de por sí es calificado por la OMS como potencialmente cancerígeno. Probiotec, en cambio, ha sido capaz de sustituir mediante control biológico, en tan solo diez años, cerca de 480.000 litros de agroquímicos, produciendo desde San Luis soja agroecológica de forma industrial. Una idea que se extiende también a variedades autóctonas de productos como la patata, el maíz o el trigo.
En cualquier caso, para que la agroecología se consolide frente al enorme poder de las multinacionales, antes deberá alejarse del ecocapitalismo y de sus precios inasumibles para el consumidor. “Debería existir una política estatal que promoviese los bioinsumos, como la que se aprobó en Brasil, cuya base nació en Bolivia, que haga que estos productos lleguen a todo el país”, opina Crespo, ya que, según su experiencia, “el productor se fija en los números”. Una mirada al futuro con la que el fundador de Probioma quiere ser optimista. “El ser humano se está suicidando, porque la naturaleza siempre se defiende y el planeta continuará. Deteriorado, pero continuará. Tengo esperanza, pese a que hemos tenido que llegar al borde del precipicio para dar un paso atrás”, concluye Crespo, aunque apostilla: “Soy un convencido de la gente, no de los gobiernos”.