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A punto de cumplirse dos meses desde el inicio de la invasión de los territorios del Norte de Siria por parte del Estado turco –o más bien, desde la puesta en marcha de una nueva fase de la operación militar que comenzó hace poco menos de dos años en Afrîn, y que se inició políticamente mucho antes-, me resulta muy difícil ordenar en mi cabeza todo el conjunto de ideas y sentimientos acumulados desde que pusimos los pies en Rojava.
Sin duda, muchas cosas han pasado dentro de las internacionalistas que vinimos aquí cuando la guerra aun no había estallado. Algunas de nosotras, que no habíamos venido a defender la Revolución, sino a aprender de ella, sabiendo que asumíamos riesgos pero no teniéndolos que enfrentar más que en plano de las suposiciones lejanas, dónde los cálculos de probabilidad siempre ayudan a minimizar las posibilidades de enfrentarlos realmente, tuvimos que lidiar con diferentes miedos y contradicciones. Porqué si bien no habíamos decidido venir a un territorio en guerra abierta (ya que la guerra, aquí y allí, de una manera u otra, está siempre presente), nos encontramos la guerra de frente y tuvimos que tomar decisiones. Ahora agradezco esos momentos de sentirme realmente desubicada, removida, con mis pensamientos de un lado para otro, con más dudas que certezas, incómoda con tener que tomar una decisión; esa incomodidad fue necesaria y valiosa, porqué en las zonas de confort se está muy bien pero no sirven para avanzar.
Entre el arroyo de sentimientos y suposiciones, algunas cojimos aire para respirar y decidimos quedarnos, ahora sí, a defender la Revolución. Había mil argumentos que iban y venían, pros y contras, intentos de hacer balanzas difíciles de sostener en plano. Poqué había algo que sin poder acabar de describir bien aun ahora, hacía decantar la balanza sin ponerle peso alguno: un sentimiento claro que nos anclaba al territorio, que nos hacía saber que nos teníamos que quedar.
Una de las cosas que he aprendido aquí, o que más bien estoy en el camino de aprender, es que hay cosas que se sienten y que el hecho de no poderlas poner en palabras que construyan grandes disertaciones no las hace menos reales. Quizás era la madre de Kobane que, dos días antes de empezar la guerra, me decía que ella se quedaría arma en mano a defender su casa; quizás eran las miles de tumbas de mártires que había visitado y que me miraban sonrientes desde las fotos de las tumbas donde reposan sus cuerpos; quizás eran las decenas de familias de esas personas mártires que me habían abierto las puertas de sus casas para darme cobijo y comida con una hospitalidad enorme inversamente proporcional a sus bienes, sin conocerme de nada y sin a penas podernos comunicar; quizás eran esas mujeres de las montañas que nos decían con una mirada incorruptiblemente sincera que luchaban con sus vidas por la libertad de todas las mujeres del mundo; quizás era aquél texto de Terra de Ningú que hablaba de internacionalismo que me leí unas semanas antes y en el cual se rememoraba el internacionalismo de antaño, el de poner el cuerpo sin reservas...
Quizás era todo eso junto, haciendo un torbellino dentro de mí que después de removerlo todo había dejado una idea mucho más clara a su paso: no importaba dónde luchase si lo hacía por la Revolución. Y ahora, que me encuentro enmedio de un proyecto revolucionario que nos aporta esperanza a tantas luchadoras alrededor del mundo, y que se ve amenazado por el fascismo, por qué no iba a aportar mi granito de arena a defenderlo como parte de la Revolución mundial que es. No es que Rojava sea más importante que la lucha en los Països Catalans, es que es igual de importante que haya personas que desarrollen la lucha en todos los lugares, independientemente si nacieron en ellos o no, si estaban de visita o vivían allí hacía años. Porque no hacemos turismo, somos internacionalistas, y como tal lo que ocurra en el lugar donde nos encontramos no puede sino interpelarnos, más aún si cabe en un lugar como este y con un proyecto como tal en juego.
Ahora agradezco esos momentos de sentirme realmente desubicada, removida, con mis pensamientos de un lado para otro, con más dudas que certezas, incómoda con tener que tomar una decisión; esa incomodidad fue necesaria y valiosa, porqué en las zonas de confort se está muy bien pero no sirven para avanzar.
Recuerdo tres momentos en qué estos debates nos enfrentaron a nuestro concepto de internacionalismo. El primero, aún sin haber llegado a Rojava, pero de camino, fue minimizado por pensar que las amenazas de Erdogan no se harían realidad y porqué las ganas de llegar a la "Tierra Prometida" de las revolucionarias del sigo XXI eran sin duda más fuertes.
El segundo, ya en Rojava, fue el que nos hizo darnos de frente contra nuestra pequeñez, contra nuestro egoísmo, contra la distancia que nos separa de las Brigadas Internacionales del 36 o de los voluntarios y voluntarias cubanas en el Congo. Muchos argumentos para tapar lo que por otro lado es tan normal que nos pasase: teníamos miedo a morir o a caer en manos de los grupos yihadistas que le hacen el trabajo sucio a Turquía, temíamos por estar poniendo en riesgo nuestras vidas y no volver a la "placidez" de nuestra lucha en nuestro territorio. Un miedo que aún no ha desaparecido, y que no es nada de qué avergonzarse ni que nos haga menos revolucionarias; como revolucionarias no estamos obligadas a no tener miedo, pero sí que es nuestra responsabilidad reconocerlo y trabajarlo colectivamente, analizarlo, sabiendo de dónde partimos, y no intentar ocultarnos bajo argumentos y cálculos racionales que nos impidan abordar la realidad.
Y con todos esos miedos y dudas llegó el tercer momento. Esta vez la invasión no era sólo la vigésima amenaza de Erdogan, sino que su puesta en marcha era imminente. Pero esta vez, después de hablar durante tanto tiempo de qué nos daba miedo, de qué es el internacionalismo, de qué pensábamos al venir y hacer autocrítica al respecto, tuvimos ese sentimiento dentro que no nos gritaba, porqué lo decía con mucha calma, pero nos dejaba bien claro, que nuestro sitio en este momento para hacer la revolución era en este lugar del mundo. Y fue todo ese proceso colectivo de debate, de dudas, de críticas y autocríticas, el que nos llevó hasta esa decisión.
Porqué es cierto que nadie es imprescindible y todo el mundo es importante, tanto allí como aquí; porqué es cierto que lo determinante no es tanto la dificultad de la situación sinó la voluntad y determinación de sobreponerse a ella, tanto allí como aquí; porqué es cierto que solas no podemos hacer nada, ni enfrentarnos y superar nuestros miedos ni mantener la esperanza y la ilusión por el mundo nuevo que estamos construyendo, tanto allí como aquí.
Después de dos meses, seguimos con muchas incertidumbres sobre qué pasará las siguientes semanas y meses, pero hay cosas que en cambio se han ido convirtiendo en certezas. Intentar enmendar nuestra perspectiva consumista del internacionalismo y entender que tanto da el lugar del mundo en el que luches por la Revolución, ya que esta será internacional o no será, se quedará ya muy grabado en nosotras. Tan grabado como todas aquellas veces que las familias con las que hablo, al decirles que soy de los Països Catalans, me dicen que cuando ganemos aquí vendrán a hacer la Revolución con nosotras. Y lo dicen con ese sentimiento internacionalista que allí poco a poco nos han ido robando y que se hace imprescindible que recuperemos, por responsabilidad con nuestra historia pasada y con la historia que como pueblos tenemos que escribir.