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Catalunya
El aniversario del 1-O y las líneas de fractura en el independentismo
Las conmemoraciones del primer aniversario del 1 de octubre habían de ser una sucesión de actos protocolarios y procesiones cívicas. O al menos así se planteó desde las instituciones y algunos partidos políticos y entidades. Vinieron a dar al traste con esta 'folklorización del 1-O' –como la venían describiendo desde meses atrás en las redes sociales algunas voces críticas del propio independentismo– las protestas de los Comités de Defensa de la República (CDR), que comenzaron a primera hora de la mañana, con cortes de carreteras y vías de ferrocarril, continuaron al mediodía con una acción frente a la Bolsa de Barcelona y terminaron, por la noche, con dos concentraciones frente al Parlament de Catalunya y la Jefatura Superior de la Policía Nacional, en Via Laietana. La primera exigía a los parlamentarios pasos concretos en la materialización de la República catalana y la segunda protestaba contra las cargas policiales durante la jornada del referéndum, pero ambas terminaron igual: con cargas de los Mossos d'Esquadra –que llegaron a disparar balas de goma EVA y a dar porrazos en las cabezas de los manifestantes–, que dejaron un balance de 43 heridos leves (la mayoría en Barcelona, pero también los hubo en Girona), según cifras del Sistema de Emergències Mèdiques (SEM).
Los hechos del 1 de octubre de 2018, más allá de les previsibles reacciones exaltadas del Partido Popular y Ciudadanos, dejaron al descubierto varias fracturas en el movimiento independentista
Los hechos del 1 de octubre de 2018, más allá de las previsibles reacciones exaltadas del Partido Popular y Ciudadanos, dejaron al descubierto varias fracturas en el movimiento independentista, que la prensa conservadora, como cabía esperar, no tardó en tratar de ahondar. Las cambiantes declaraciones de Carles Puigdemont, con pocas horas de diferencia, son quizá la mejor prueba.
Si por la mañana declaraba en RAC1 que “la vía de la acción directa es respetable”, por la noche condenaba los sucesos ante el Parlament y proyectaba la sombra de la duda sobre los manifestantes. “¿Quién tiene interés en que se infiltre la violencia perdedora allí donde resistimos con una paz ganadora?”, preguntaba Puigdemont. “Hay algunas imágenes que no nos ayudan a crecer; al contrario, nos hacen más pequeños”, declaró esa misma noche el president del Parlament, Roger Torrent, en el canal de noticias 3/24.
Más desapercibido quizá para el público español ha pasado el episodio en el acto convocado por la Plataforma 1 d'Octubre –de la que formaban parte, de manera destacada, la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium Cultural– en el que una veterana activista de Sabadell criticó las cargas de los Mossos contra la manifestación del 29 de septiembre en Barcelona en protesta por la marcha de policías convocada por Jusapol y pidió la dimisión del conseller de Interior de la Generalitat, Miquel Buch. La escena quedó grabada por las cámaras de TV3, que cortaron el plano para enfocar a Torra y Torrent, mientras su discurso se interrumpía bruscamente y aparecía una mujer con chaqueta amarilla diciendo, entre algunos silbidos, que seguiría “lo que estaba pactado”.
La distancia entre la retórica del Govern y su práctica quedó al desnudo. No se puede estar en el gobierno y la oposición al mismo tiempo. La noche de este primero de octubre más de un político quedó preso de su propia lógica: si las manifestaciones frente al Parlament eran “violentas”, ¿no lo serían también, por esa misma regla de tres, las concentraciones frente a la Conselleria de Economia del 20 de septiembre de 2017, como esgrime la Fiscalía española contra Jordi Sànchez y Jordi Cuixart? “No se puede estar llamando constantemente a la movilización y después reprimirla”, comentó oportunamente el cantautor Cesc Freixas.
El mismo mensaje de Torra a los CDR por la mañana desde Sant Julià de Ramis —“colleu i feu bé de collar” (apretáis y hacéis bien en apretar)—, que tanta polvareda han levantado, revela algo en lo que pocos comentaristas parecen haber reparado, a saber: que esa misma fractura afecta al propio Govern, como evidenció el tira y afloja en el Parlament del jueves en torno a la situación de los diputados suspendidos por el Tribunal Constitucional y que a punto estuvo de terminar en la convocatoria de elecciones anticipadas.
La Generalitat se divide actualmente entre una Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), a la que la decapitación técnica de sus dirigentes ha hecho retroceder a posiciones contemporizadoras, justificadas con el mantra de “ensanchar la base”, y una coalición, Junts per Catalunya (JxCat), tensada por la disputa entre la antigua Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) y lo que se ha dado en llamar el núcleo de Puigdemont.
Llegado a este punto, cabe destacar que las propias elites políticas nunca tuvieron como intención llevar a cabo un referéndum de autodeterminación, primero, ni aplicar sus resultados, después
En medio de todo esto se encuentra un candidato independiente, y se podría decir que casi “accidental”, cuya función se prometió vicaria al electorado, aunque quienes lo propusieron seguramente no descartaron su utilidad para ocultar las contradicciones de la coalición y de cada partido dentro de ésta. La imagen de Aleksandr Kérenski propuesta por Trotsky puede muy bien servir para ilustrar la situación de Torra: “Si se clavan simétricamente dos tenedores en un tapón de corcho, éste, aunque con oscilaciones pronunciadas hacia uno y otro lado, se sostendrá, aunque sea sobre la cabeza de un alfiler”.
El Yom Kippur del independentismo
Este 2018 el Yom Kippur ha comenzado el 29 de septiembre, coincidiendo con la manifestación contra Jusapol. En el antiguo judaísmo, el sumo sacerdote de Israel, como parte de los sacrificios rituales, tomaba un cordero, llamado de Azazel (un ángel caído), y lo enviaba al desierto, tras colocar simbólicamente en su cabeza los pecados de los israelitas, en forma de una cinta de tela roja, para que el animal se los llevase con él.De esta tradición deriva el término chivo expiatorio, pero su descripción y la coincidencia de la fecha vienen que ni pintiparadas para el papel que parece haberse reservado en esta fase del procés a los CDR y la CUP, en su criminalización estos días. En efecto, se trataría de preparar el terreno desde determinados círculos políticos y mediáticos para cargar sobre la CUP y los CDR –que, conviene recordar, son independientes de la primera y participan en ellos militantes de otros espacios políticos, incluyendo libertarios– las culpas por no haber logrado conseguir la independencia, achacándola al recurso de una supuesta violencia que habría dado al traste con la hoja de ruta, y enviarlos, como mínimo, al destierro parlamentario, al aislamiento como único partido independentista.
Llegado a este punto, cabe destacar que las propias elites políticas nunca tuvieron como intención llevar a cabo un referéndum de autodeterminación, primero, ni aplicar sus resultados, después. Si nos remontamos al hito que marca el inicio de la extensión social del independentismo, la gran manifestación de la ANC del 11 de septiembre de 2012, el gobierno catalán, entonces presidido por Artur Mas (CiU), intentó desvirtuar su contenido llamando a convertirla en un “fuerte clamor” a favor del pacto fiscal, un sistema de financiación semejante al concierto económico, que era la propuesta política que defendía a la sazón el gobierno.
Es harto elocuente a este respecto la propia trayectoria de Mas, que pasó, en enero de 2006, de acordar con el presidente español José Luis Rodríguez Zapatero la supresión de la agencia tributaria catalana y de la definición de Cataluña como nación en el articulado del Proyecto de Estatuto entonces en vías de tramitación en las Cortes españolas, a cambio de la promesa no escrita de obtener el apoyo del PSC para recuperar el gobierno de la Generalitat (entonces en manos de PSC, ERC e ICV-EUiA), a pretender erigirse en líder del proceso soberanista, en un contexto de fuertes protestas por sus políticas antisociales y en que la movilización independentista empezaba a despuntar.
En un contexto de hundimiento de las expectativas electorales de CDC, Mas también logró someter a ERC y a las principales entidades civiles independentistas (ANC y Òmnium Cultural), condicionando la convocatoria de las elecciones “plebiscitarias” sobre la independencia de 2015 a la presentación de una candidatura única (Junts pel Sí, JxS), de la que sólo la CUP quedó al margen. Conviene recordar que dicha candidatura se comprometía, en su programa, a declarar y hacer efectiva la independencia en un plazo de 18 meses, en caso de ganar las elecciones. Sin embargo, la víspera de esas elecciones uno de sus candidatos, Oriol Amat, reconoció en una entrevista concedida a la emisora alemana ARD que el escenario más probable era un retorno al Estatuto de Autonomía recortado por el Tribunal Constitucional.
Con todo, en el relato oficial de JxS, el régimen jurídico para la transición de la autonomía a la independencia se regularía mediante una “ley de transitoriedad jurídica” y sería un proceso que, al parecer, a semejanza de la última “transición” española —algunos hasta recuperaron la expresión de la ley a la ley, acuñada por el presidente de las Cortes del Reino Torcuato Fernández-Miranda—, se produciría por vías meramente legales y sin ruptura, prendiendo la idea, completamente ajena al contexto internacional, de un divorcio de terciopelo como el que hubo entre la República checa y Eslovaquia en 1993 y tutelado por Bruselas.
Que la reforma desde arriba del franquismo se produjera con el apoyo de las elites políticas y económicas, estatales e internacionales, y que el proceso soberanista catalán se sostenga básicamente en la iniciativa popular, ante la doblez de las elites políticas nacionales y la represión de las estatales, con la complicidad de las internacionales, y la oposición de todas las elites económicas, parece importar poco a los teóricos catalanes del tránsito “de la ley a la ley”.
El camino al 1-O
Sea como fuere, las elecciones de 2015 arrojaron una mayoría parlamentaria para las dos candidaturas independentistas (62 diputados, JxS y 10, la CUP, sobre un total de 135), pero que no representaba también una mayoría absoluta en votos y, si bien JxS y la CUP obtuvieron más sufragios que los partidos que concurrieron a los comicios con una posición expresamente contraria a la independencia (47,8% frente a 39,11%), la elusión de todo pronunciamiento al respecto por parte de Catalunya Sí Que Es Pot (CSQEP, 8,94 %) impidió que pudiera deducirse un mandato claro del plebiscito planteado. Ante ello, la CUP planteó la necesidad de un referéndum específico de autodeterminación como vía de salida y estableció su convocatoria como condición para el sí a la moción de confianza presentada por Puigdemont tras el rechazo de los presupuestos de 2016.Así fue como se llegó al referéndum del 1 de octubre de 2017, convocado mediante una ley aprobada por el procedimiento de urgencia (Ley 19/2017, de 6 de septiembre, del referéndum de autodeterminación). La “Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República” (Ley 20/2017, de 8 de septiembre) se aprobó en la siguiente sesión parlamentaria y, supuestamente, entraría en vigor en caso de que en el referéndum ganara la opción independentista (disposición final tercera).
Ante la suspensión cautelar de la Ley del referéndum por parte del Tribunal Constitucional, tras el recurso presentado por el Gobierno de España, y las medidas represivas adoptadas por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) y el gobierno español para evitar la celebración del referéndum, surgieron los Comités de Defensa del Referéndum y la iniciativa Escoles Obertes, consistente en la ocupación desde el 29 de septiembre de las escuelas que debían servir como colegios electorales para evitar que fueran precintados por la policía.
Por el contrario, la ANC, entidad mucho más próxima a JxS, se limitó a hacer un llamamiento a formar colas ante los colegios electorales desde dos horas antes de su apertura y afirmó que consideraría un éxito una participación de un millón de votantes. La participación final fue, según cifras oficiales, de 2.286.217 personas, a las que habría que añadir los votos depositados en urnas sustraídas por los diversos cuerpos policiales, entre los que, significativamente, se encontraban los Mossos d'Esquadra, que clausuraron más del doble de colegios electorales que la Policía Nacional y la Guardia Civil juntas, lo que pone nuevamente de manifiesto la doblez del comportamiento del gobierno de la Generalitat en este asunto.
Las imágenes de la violencia ejercida por la Policía Nacional y la Guardia Civil en un despliegue extraordinario –10.300 agentes desplegados con un coste de 87 millones de euros– contra los votantes son sobradamente conocidas –hubo 1.066 heridos atendidos por los servicios sanitarios en toda Cataluña– y el 3 de octubre se realizó la mayor huelga general de la historia reciente de Cataluña, en protesta por la represión.
Con algo de retraso respecto a la jornada electoral oficial, a partir del día 4 las direcciones de grandes empresas catalanas empezaron a efectuar su voto “con los pies” por así decir, trasladando sus sedes sociales a fuera de Cataluña: entre los días 5 y 9 seis de les siete empresas catalanas que cotizan en el Ibex-35 y, hasta el 14 de noviembre, el número total de empresas que votaron de este modo ascendía a 2.471, según datos del gobierno español.
El 4 de octubre, el Círculo de Economía emitió un comunicado en que instaba al president de la Generalitat a convocar elecciones al Parlament y advertía de “consecuencias graves” en caso de que hubiera una declaración de independencia. El 6 de octubre el Consejo de Ministros emitió un decreto ad hoc que permitía a las empresas cambiar de sede social sin la aprobación de la Junta General de Accionistas. Finalmente, el 10 de octubre, el presidente de la Generalitat declaró la independencia, pero suspendió inmediatamente sus efectos, con el pretexto de posibilitar la apertura de un proceso de negociación con el gobierno español y la Unión Europea en lo que se denominó 'vía eslovena' (un paralelismo, por cierto, rechazado por los especialistas en los Balcanes).
El día 27 circularon insistentes rumores sobre la convocatoria inmediata de elecciones por parte del president, para evitar que el gobierno español usurpara la Generalitat, mediante una aplicación fraudulenta del artículo 155 de la Constitución española. Según fuentes oficiales, la ausencia de garantías por parte del gobierno español de que ésta no se produciría igualmente y, en opinión de muchos otros, las fuertes protestas dentro del independentismo disuadieron a Puigdemont e hicieron inevitable que el Parlament se pronunciara sobre la declaración de independencia (puesto que, según el apartado cuarto del artículo cuarto de la Ley del referéndum, la competencia para declarar la independencia correspondía al Parlament, no al president).
El 31 de octubre, el conseller de Cultura del gobierno de Puigdemont, Santi Vila, declaró sin ambages no haber dado instrucciones a su departamento en punto a la “preparación de la independencia”, mientras que en junio de este año la consellera de Educación de ese mismo gobierno, Clara Ponsatí, admitía que “estábamos jugando al póker e íbamos de farol”. Cuando la Audiencia Nacional admitió a trámite la querella presentada por la Fiscalía contra el gobierno catalán y la magistrada Carmen Lamela citó a todos sus miembros, ocho de ellos comparecieron, a pesar de que la “Ley de transitoriedad jurídica” no reconoce jurisdicción en Cataluña a este tribunal especial.
El interés partidista por encima del interés general
Por tanto, las dificultades con que se topa el proceso de construcción de la República catalana tienen mucho que ver con los intereses partidistas de los dos principales partidos independentistas y con su práctica sistemática de declarar una cosa y hacer la contraria, a fin de evitar el conflicto con los poderes centrales del Estado. En este contexto, las movilizaciones de los últimos días parecen indicar el desbordamiento de los partidos y entidades independentistas mayoritarios –y acaso hasta de una parte de la CUP que presionaba a la otra para no ser vistos como quienes ponen “palos a las ruedas”– por parte de organizaciones populares de base.Las apelaciones de los gobiernos de la Generalitat a la no violencia o a las amenazas del gobierno español como pretexto para no aplicar el resultado del 1 de octubre, además de demostrar una preocupante ignorancia del largo historial represivo del Estado español —y del que fueron cómplices hasta hace relativamente poco los predecesores de alguno de los partidos que ahora lo sufren—, se han convertido en un recurso para ocultar la aversión de las elites políticas catalanas al conflicto, todo ello envuelto en fantasías de resolver el conflicto político en una negociación versallesca y otras “jugadas maestras”.
Eso tiene que ver con la composición de clase de esas mismas elites y de los grupos sociales que representan. Si bien es un hecho que las elites económicas, antaño bien avenidas con CiU, han abandonado a los sucesores políticos de la antigua CDC y las bases electorales de JxCat, hic et nunc, se encuentran más entre sectores profesionales y de clases medias que entre la burguesía estricta, también es cierto que muchas de las actitudes del gobierno catalán parecen tener como objetivo recuperar el apoyo de parte de estos sectores. Acaso eso contribuya a explicar por qué la mayoría parlamentaria independentista no aprueba nuevamente las leyes sociales suspendidas por el Tribunal Constitucional (contra la pobreza energética, sobre el derecho a la vivienda, por la igualdad efectiva de hombres y mujeres, impuestos a las viviendas vacías, a los depósitos bancarios, a las centrales nucleares, etc.) a pesar de haberse comprometido públicamente a hacerlo.
En esa misma línea, la presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, se ha pronunciado recientemente en contra de “realizar campañas de izquierda” como estrategia para “ensanchar la base” social a favor de la República catalana. Ese tipo de posiciones reflejan bien los clichés de la visión sociológica del “soberanismo transversal”, pero resultan las más inútiles de todas, porque ni logran recuperar el apoyo de la elite económica que buscan ni consiguen atraer a los trabajadores no independentistas —y debe recordarse que, si el independentismo consiguiera el 7,46% de votos obtenido por la coalición de izquierda Catalunya en Comú-Podem en las elecciones del 21 de diciembre, superaría la barrera del 50% de los votos—.
Tal y como afirmaba la organización juvenil de la izquierda independentista Arran en un comunicado emitido el pasado 3 de octubre, “es necesario que asumamos que los partidos dirigentes no únicamente no quieren implementarla [la República], sino que por ahora hacerlo no es una posibilidad”.
“Ni la correlación de fuerzas ni las condiciones objetivas nos son favorables”, admitía, y por ese motivo, continuaba Arran, “necesitamos que la independencia sea comprendida por la mayoría de la población, la clase trabajadora, como la única opción viable para liberarnos de todo lo que nos oprime”. Por ello, “es necesario que las movilizaciones independentistas” sigan la línea marcada por “los CDR en este primero de octubre: cerrar la Bolsa, los centros de mercancías, colapsar todas aquellas estructuras que hacen de nuestra cotidianidad una pesadilla”. Y con el fin de no “malgastar esta fuerza, la que da la gente convencida en las calles, en seguir pidiendo una República que sabemos que no se puede implementar”, pedía la creación de “un frente de autoorganización popular al margen de las órdenes de partidos y entidades”.