Opinión
A (white masculine) ghost story: la reseña que no leerás en ningún otro lugar

Lejos de reflejar la existencia universal, A ghost story (David Lowery, 2017) resulta ser un perfecto retrato de la subjetividad marcada por el género masculino y la blanquitud, aparentemente tan invisibles como un fantasma.

A Ghost Story Película 2
En 'A ghost story', los fantasmas tienen género.

He aquí una buena idea: utilizar la figura mítica del fantasma para huir del terror predecible y puntual y presentar otro tipo de terror: el existencial, en un discurso sobre el dolor de lo que permanece y lo que se va. Utilizar a ese fantasma y su materialización como alegoría de la permanencia de un sentimiento perdido en el tiempo. Es una buena idea. Pero A ghost story (David Lowery, 2017) resulta ser también un perfecto retrato de la subjetividad marcada por el género masculino y la blanquitud, aparentemente tan invisibles como un fantasma. Está lejos de ser un discurso que hable de la existencia universal. Al contrario, se trata de una subjetividad muy concreta que, a fuerza de repetirse gracias a una industria cultural global, y escondida en un pretencioso discurso sobre la existencia humana, naturaliza su forma machista y racista de vivir y ver el mundo. Como de la fotografía y la poesía ya hablan todas las demás reseñas, nosotras vamos a hablar de cómo la historia de este fantasma es en realidad la historia invisible de la masculinidad y la blanquitud. [ATENCIÓN: muchos spoilers].

La violenta fragilidad masculina de un fantasma

Chica y chico viven juntos en una casa de la que la primera se quiere mudar y el segundo no. Chica busca el diálogo con chico pero éste posterga y se esconde en canciones. Cosas de la vida: chico muere de repente. Entonces dios le ofrece el descanso eterno, ante lo que, tras unos segundos de duda, nuestro protagonista resuelve: ummm todavía no, voy a espiar un rato a mi novia y sufrir por lo irreparable de la muerte, y se convierte así en un fantasma que regresa a casa.

Bajo la sábana, el protagonista se despersonaliza, pasa a ser un ente varado en un sentimiento –el del amor–, que perdura absurdamente vagando en el tiempo. Esta película, repiten las críticas, nos habla de la trascendencia, de “lo pequeña que es nuestra vida en el contexto de la existencia humana”, de… un momento, ¿pero por qué ese otro fantasma lleva flores en su sábana? ¿Qué necesidad hay de plasmar el género en el existir de estos seres etéreos que pretenden ser la metáfora de un discurso que trasciende la mundana existencia?

En efecto, nuestro fantasma tiene género. También raza –blanca–, de lo que hablaremos después. Su masculinidad se significa en esa vulgar marca de género (no llevar flores) y, también, en los sesgos subjetivos de la llamada “fragilidad masculina”: esa condición emocional que nace no de la sensibilidad en sentido positivo, sino de su carencia, de la reacción narcisista y/o violenta que suelen tener los varones (cis heterosexuales) frente a lo que les duele o molesta.

La fragilidad masculina se refleja en la actuación pasivo-agresiva del protagonista a la hora de enfrentar una discusión con su pareja

La fragilidad masculina se refleja en la actuación pasivo-agresiva del protagonista a la hora de enfrentar una discusión con su pareja. Cuando su novia se muestra abierta a hablar, él prioriza la creación de una canción en la que habla de su relación; cuando ella le vuelve a pedir que hablen, él contesta con que vuelva usted mañana y le planta unos cascos donde su melódica y dramática voz al estilo Chet Faker cuenta lo solo que se quedaría si esta le abandona o, en su defecto, si ella muere. Muy romántico. Como dice la columnista Anna Leszkiewicz, el fantasma “es todos los hombres que aluden entre risas a sus esfuerzos por tener una buena relación romántica mientras se niegan a confrontar su propia incapacidad para mostrarse vulnerables”.

La banda sonora de la película es de hecho esa canción, titulada I get overwhelmed: me agobio. El regreso del protagonista como un mustio e impotente fantasma es, de alguna forma, la salida dramática y victimista a un conflicto que en vida no se esfuerza en resolver. La cinta, supuestamente sobre la existencia del ser humano en su totalidad, es más bien un dramita masculino.

Mientras su análoga fantasma después de un tiempo cae en la cuenta de que no hace nada esperando y se esfuma sin hacer ruido, nuestro protagonista tiene que dejar patente su profundo dolor. Hasta el punto de que se suicida tirándose desde la terraza de un rascacielos, en una escena llena de tintes dramáticos que pretende ser quasi filosófica y no, como lo fue para algunas espectadoras entre las que me encuentro, cómica. Las críticas dirán que era el dolor existencial, pero lo que muchas vemos es un sujeto masculino que no puede aceptar que su novia siga su vida después de él. Y lo confieso, soy poco profunda: visionar el suicidio de un fantasma me produce mucha risa.

A Ghost Story Película 1
Un fotograma de la película.

Esta fragilidad masculina pasa del narcisismo victimista a la violencia. Y qué casualidad que el frustrado fantasma masculino descargue su ira hacia una madre latina soltera, su hijo y su hija. El fantasma, en su dolor existencial, se dedica a asustar a los niños hasta culminar en una escena en la que, por cierto, la rotura de vajilla contra la pared recuerda más a las clásicas escenas de discusiones matrimoniales que a un terror fantasmal.

La lectura de la película como un drama masculino se acrecienta con el descubrimiento de que la subjetividad del protagonista está basada en las propias emociones del director, David Lowery, ante una situación semejante, que es de hecho la que le inspiró para crear la película. A ghost story nace de su propio sentir ante la idea de mudarse de Dallas a Los Ángeles, idea que a su mujer le ilusionaba y a él no. Lowery reconoce que “muchas de las emociones que tiene la película se basan en mi falta de voluntad para dejar Texas”. “Todo el proceso me resultaba psicológicamente inquietante”, dice; así que, como el protagonista, el director dejaba pasar el tema, lo que produjo una gran discusión que terminó con su mujer haciendo todo el trabajo de empaquetar y hacer la mudanza, como también ocurre en la película. Las referencias meta-textuales se completan con un dato importante en estos tiempos en que las denuncias por acoso sexual están inundando la meca del cine: el actor que materializa al fantasma, Casey Affleck, está acusado de acoso y abuso sexual; algo que no pareció importar a Lowery a la hora de darle un papel en el que se planta una sábana encubridora desde la que espía a su novia (quizás, finalmente, sí que es una película de terror).

El mansplaining como ejercicio de dirección

El fantasma no se muestra violento, sin embargo, cuando la casa está invadida por una fiesta hipster de blancos. Muy al contrario, en esta ocasión se sienta a escuchar. En la fiesta, un hombre blanco estadounidense encarnado por el músico Wild Olham tiene el privilegio de soltar una grandilocuente perorata de diez minutos donde diserta sobre la necesidad humana de construir un legado que perdure en el mundo: empieza con el ejemplo de escribir una canción –como hace el protagonista– y acaba hablando de la contracción del universo para concluir finalmente que la ilusión de permanencia es “lo que nos hace hombres”. La luz de la lámpara titila: el fantasma da su aprobación a un discurso con el que se identifica, porque efectivamente que diserte sobre lo humano y lo universal no quiere decir que no hable desde y para los hombres.

La escena retrata a la perfección el típico mansplaining con el que el personaje tortura a una pareja de mujeres y con el que Lowery nos tortura al público. Por si no quedaba claro, este personaje está creado exclusivamente para narrar el concepto de la película. Se convierte así en el típico discurso enarbolado desde una ensimismada boca masculina, en la tensión entre ser el listillo Matt Damon aleccionando a los ejecutivos en El indomable Will Hunting (1997) y el antihéroe Lebowski (El Gran Lebowski, 1998) soltando ocurrencias mientras se rasca las pelotas; pero que siempre, de cualquier forma, lleva implícita la superioridad de la razón asociada a esos elementos. Esta diatriba “es el corazón de la película”, dice Lowery, y de ahí que tanto el contenido como el continente del film lo traten como verdad. La argumentación implícita de la película se corrobora en la misma historia, explicándose y explicándonos en todo un ejercicio de autoadulación de Lowery que resulta increíble que los críticos de cine, en su totalidad al menos en España, hayan pasado por alto. Muy al contrario, las reseñas de la película repiten este discurso en eco sin un ápice de crítica.

el relato histórico de la blanquitud

Antes he hablado de racismo. Y me diréis: pero si no se discrimina a nadie, si no se insulta a nadie, ¿dónde está el racismo? El racismo es también el relato histórico que nos contamos, que nos legitima. Un relato que sostiene los privilegios de un determinado grupo racial sobre otro en cuestiones como el derecho a la permanencia y pertenencia de un lugar. Nótese que la “raza” es un constructo histórico-político convertido en realidad, que la “blanca” también es una raza, y que el protagonista, blanco e invisible, es de hecho la perfecta metáfora de la blanquitud que se pretende inexistente.

La película hace gala del relato colonial estadounidense. Así, es interesante que cuando la novia le pregunta al fantasma todavía en vida: “¿pero qué es lo que te gusta tanto de esta casa?”, él responda: “la Historia”.

La casa es así la historia de amor de la pareja, pero también es la historia de su propia permanencia. En ese vagar histórico circunscrito al espacio de la casa, nuestro protagonista llega hasta el final de los tiempos, representado por el rascacielos desde el que se suicida frente a una mega ciudad; y después hasta el principio de los tiempos, que le lleva al periodo de colonización de Texas. Porque cualquier blanco sabe que antes de que ellos llegaran a las tierras que conquistan, la Historia no existe, nadie vivió allí.

Así que ahí tenemos al fantasma acompañando a una familia nuclear católica de colonos del siglo XIX, probablemente parte de esos “primeros 300” que en 1821 entraron en Texas aliados con el recién estrenado estado independiente mexicano, que había heredado el antiguo territorio colonizado por España y contra el que unas décadas después esos mismos colonos lucharían para independizarse. Pero en el momento al que viaja el fantasma, el enemigo común de colonos y mexicanos eran los indígenas norteamericanos.

El fantasma se identifica con un relato colonial que considera que el grupo blanco-estadounidense que colonizó Texas tiene más derecho que cualquier otro

La familia se dispone feliz y pacíficamente a construir una casa, pero un plano después yace desparramada con flechas atravesadas en sus cuerpos. La escena nos presenta una muerte trágica en un drama maniqueo –indios salvajes vs. colonos civilizados–, con planos fijos de la niña asesinada. El protagonista vela por la familia hasta que sus cuerpos se descomponen: los colonos son, claramente, sus antepasados. Existe una identificación y una empatía que definitivamente el fantasma blanco no muestra al violentar a la familia monomarental hispanohablante para echarla de su casa. Es así como la película nos invita a comprender al fantasma cuando echa de su casa a extraños y sin embargo nos obliga a condenar a los indios por hacer lo mismo con los intrusos colonos.

El fantasma se identifica con un relato colonial que considera que el grupo blanco-estadounidense que colonizó Texas tiene más derecho que cualquier otro, incluso que los habitaban antes que él, a permanecer en ese espacio histórico que constituye la casa. De igual forma, dentro del relato fílmico-histórico, la familia latina no tiene derecho natural a estar ahí. Como tampoco lo tenía ese estado latino hispanohablante que los tejanos angloestadounidenses derrotaron para unirse a los EE.UU. Su expulsión representa la legitimación del hombre blanco estadounidense a habitar en esos territorios por encima de comunidades que ahora son, como la latina, racializadas, inferiorizadas, perseguidas y, finalmente, como la india, confinadas.

No es que sea algo intencionado. Seguramente Lowery no se paró a pensar que sea algo racista y colonial presentar a los indios como salvajes o que los personajes hispanohablantes sean los únicos a los que echa de la casa. Como tampoco que sea un hombre blanco el que revela el “concepto” de la película. O que la familia colona sea la que marca el principio de la Historia de la casa. O que sólo se muestre violento con una mujer soltera y sus dos hijos. Y ahí está el asunto: son minucias inconscientes que corroboran el imaginario del, como diría bells hooks, “patriarcado capitalista supremacista blanco”, del que participan tanto Lowery como su público potencialmente global.

En fin, esta es una fabulosa película para acercarnos al retrato de la subjetividad blanca masculina y rastrear su ser: cómo se esconde en discursos sobre lo universal pronunciados siempre por hombres blancos; cómo el dolor existencial del fantasma es un dolor marcado por el género; cómo su sensibilidad es una sensibilidad blanco-estadounidense que empatiza con una familia colona y no con una latina. Es decir: tenemos ante nosotras un fantasma que pretende ser impersonal, invisible y universal; pero que sin embargo en su existencia y comportamiento se significa por ser hombre y ser blanco-estadounidense. En resumen, un fantasma nada transparente.

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