Cómic
Las tres décadas en las que David Lapham disparó viñetas (y balas perdidas) al sueño americano

Un culebrón con sus inevitables enredos, infidelidades, traiciones y revanchas, pero cuyos protagonistas duermen en autocaravanas y moteles baratos y no en suntuosas mansiones. El relato formativo de una muchacha que pasea por el lado más bestia de la vida desde niña y se evade del horror cotidiano escribiendo las historietas de su alter ego, una ladrona galáctica. Un tratado de ficción, crudo y sin una moraleja explícita, en torno a los diferentes niveles de violencia que sufren, pero también ejecutan, quienes han acabado moviéndose —por propia voluntad o porque a la fuerza ahorcan— en la órbita de traficantes, policías, sicarios y proxenetas.
Todo eso es Balas perdidas, un cómic creado en 1995 por el guionista y dibujante estadounidense David Lapham que suma casi 3.000 páginas en una publicación a trompicones, desarrollada en varias etapas. La primera duró hasta 2004, con 40 números autoeditados artesanalmente por El Capitán, la editorial que Lapham fundó con su esposa Maria para dar salida a esta obra. En 2014 regresó de la mano de Image, una empresa grande donde los autores retienen la propiedad de sus creaciones, con el número 41 que cerraba ese primer ciclo y dos nuevas historias: “Asesinos”, de ocho entregas, y “Sunshine and roses”, a la que puso fin en 2020 tras 42 números. El paréntesis y la irregular periodicidad se debieron al maldito parné: el retorno económico no era suficiente y Lapham tuvo que trabajar entre 2005 y 2012 en títulos clásicos de superhéroes de Marvel y DC como Batman, Daredevil o Lobezno para poder pagar facturas.
“Obviamente, Balas perdidas es claramente una novela negra, pero tiene un giro peculiar”, explicó Lapham en una entrevista en la web especializada The Beat en 2015, meses después del inicio de “Sunshine and roses”. El autor aseguraba que prefiere hablar de “novela negra doméstica” para referirse a su creación, porque Balas perdidas “no es exactamente el tipo de noir de policías y ladrones: hay algunos ladrones, no muchos policías”. También precisaba que utiliza elementos criminales en estas historias para “intensificar la emoción de cosas por las que he pasado o cosas bastante universales con las que todos podemos identificarnos”, y ponía como ejemplo la trama de “Asesinos” en la que dos jóvenes —Virginia y Eli— “tienen una relación y su mundo se desgarra con todas las armas que entran en ella”.
El protagonismo en Balas perdidas es coral ya que Lapham sigue las correrías de varias ovejas descarriadas a lo largo de un periodo que sitúa entre 1974 y 1997 en distintas ciudades de Estados Unidos. Pero el eje sobre el que termina girando la acción es Virginia Applejack, una chica que se fuga de casa a los 13 años y que tiene un imán para atraer a personajes indeseables que la colocan en situaciones muy peligrosas. También sabe salir airosa de ellas y se refugia en la fantasía escribiendo las historias de un cómic protagonizado por Amy Racecar, trasunto de ella misma. El otro polo de Balas perdidas es Harry, el invisible jefe de una banda criminal de poca monta que cuenta en sus filas con mercenarios sin escrúpulos apodados Spanish Scott, Monstruo y Dedos. A Harry no se le llega a ver la cara en ningún momento. Entre una y otro, Lapham teje una tupida red compuesta por numerosas historias cruzadas y personajes que van y vienen —el triángulo que forman la cocainómana Nina, Beth, casi una hermana mayor para Virginia, y su chico Orson, en principio ajeno a ese mundo turbio, quienes urden un plan para robar a Harry y huir posteriormente; el caos patético pero entrañable que desatan la ninfómana Rose y su hijo neurodivergente Joey— en una narración no lineal, con continuos saltos atrás y adelante en el tiempo.
En las páginas de Balas perdidas se expone un catálogo de delitos organizados —palizas, extorsiones, tráfico de droga, asesinatos— que suceden a escala local. No hay un complot internacional para secuestrar al presidente de Estados Unidos ni conocemos al capo que se baña en oro gracias a la explotación sexual de cientos de mujeres migrantes en situación administrativa irregular. La cosa discurre más bien por el menudeo de sustancias ilegales en clubes de alterne de mala muerte, matones de barrio con los días contados, aprendices de mafiosos que ejercen en el instituto y policías alcohólicos a los que se les va la mano en casa. Lapham se aleja de romantizar estas historias, que presenta sin glamur aunque sí envueltas en un cierto halo psicodélico que se diluye, según avanza la serie, en favor de una perspectiva más pegada al suelo. Desde el correo electrónico, Elisa McCausland y Diego Salgado, críticos culturales especialistas en cómic y cine, matizan a este respecto que “el malditismo y lo marginal suelen enmascarar en el ámbito cultural una forma de romanticismo y, a su manera retorcida, Balas perdidas ofrece una visión hasta cierto punto romántica del adagio de que ‘el crimen no paga’”. En su opinión, Balas perdidas es “un folletín cargado de lágrimas, portazos, traiciones y demás gestos bigger than life, por mucho que los personajes se desenvuelvan en la precariedad”. Apuntan que, con el tiempo, la obra de Lapham acabó convirtiéndose en “una novela en marcha, una comedia humana a lo Balzac, si bien tamizada por la sensibilidad indie de la época y el expresionismo estilizado del medio cómic”. Y condensan en una frase las virtudes de Balas perdidas: “A partir de infinidad de historias cortas, Lapham traza un fresco maravilloso de la naturaleza humana en situaciones límite, con muchos guiños y detalles que hacen de ella una de esas obras que ganan un montón con segundas y terceras lecturas”.
David Lapham elude emitir un juicio ético en las páginas de ‘Balas perdidas’ aunque de la lectura se puede extraer una advertencia lógica a modo de recordatorio: quien se arrima mucho al fuego acaba quemándose
Desde el primer número —excelente tarjeta de presentación del tono de la serie y perfecta puerta de entrada en ella—, donde cuenta la sangría perpetrada por un Joey ya adulto, al que Harry encarga deshacerse de los fiambres que genera su negocio, cuando se le cruzan los cables al confundir el cadáver de una prostituta con el recuerdo de una niñera que le cuidaba, Lapham cartografía un terreno plagado de conductas poco recomendables, motivadas por las obsesiones (el sexo, el dinero) y la adicción a estupefacientes, en una ruta cuyas guías básicas son el instinto de supervivencia y la obtención de placer. El autor elude emitir un juicio ético en sus páginas aunque de la lectura se puede extraer una advertencia lógica a modo de recordatorio: quien se arrima mucho al fuego acaba quemándose.
Alcohol, chicas y balas
Balas perdidas llegó a España en 1998 a través de Ediciones La Cúpula, nombre de resonancias míticas en el cómic por su revista mensual El Víbora, publicada entre 1979 y 2005, donde se pudo leer lo más granado del tebeo subterráneo de aquí y de allí. Gracias a La Cúpula se tradujo el trabajo de autores como Charles Burns (Agujero negro), Peter Bagge (Odio), Daniel Clowes (Ghost world) o los hermanos Hernández, Jaime (Locas) y Beto (Palomar). También el de Lapham, de quien Emilio Bernárdez —editor de La Cúpula e impulsor en su momento del lanzamiento de El Víbora— recuerda las dificultades que sortearon para entablar conversación: “Nos costó mucho contactar porque le tuvimos que escribir por correo postal, él entonces no tenía ni fax, que era como solíamos trabajar. Le convencimos para que nos cediera los derechos a cambio de las regalías, lógicamente”.

Bernárdez había leído uno de los primeros números de Balas perdidas y le impactó porque “tenía un nivelazo de la hostia”, así que propuso a La Cúpula su publicación en España. Lo describe como “un cómic policiaco pero canalla a tope, políticamente incorrecto, si te gustan la novela negra, el cine quinqui y cosas así, te va a encantar porque las historias no tienen desperdicio y está a un nivel muy difícil de superar”.
Dice que hubo quorum rápidamente ya que encajaba “perfectamente” en el catálogo de la editorial por entonces y asegura que los primeros números funcionaron “bastante bien” en cuanto a ventas en librerías. Esta edición española llegó hasta el número 22, publicado en 2004. Posteriormente, La Cúpula ha traducido los tomos recopilatorios de la serie, un total de diez hasta la fecha, y espera hacer lo propio con el undécimo y final en 2026. En El Víbora aparecieron por capítulos los dos números especiales, a todo color, que Lapham dedicó a Amy Racecar. La Cúpula también publicó en 2005 un volumen con los nueve números de Mátame, otra propuesta de género negro aunque más convencional que Balas perdidas firmada por Lapham entre los años 2000 y 2002.
Buscando parentescos razonables, Bernárdez se acuerda del Macondo de los tebeos. “Lo comparo con Palomar de Beto Hernández, aunque no tienen nada que ver: Palomar es todo de buen rollo y Balas perdidas es todo mal rollo”, contrapone. McCausland y Salgado también nombran la obra de Hernández y añaden otros títulos como Sin City de Frank Miller, The Question de Dennis O’Neil y Denys Cowan, 100 balas de Brian Azzarello y Eduardo Risso o Criminal de Ed Brubaker y Sean Phillips. Según estos expertos, autores de varios ensayos sobre el mundo del cómic, Balas perdidas es una de las expresiones “más interesantes”, en su caso en viñetas, de dos pulsiones que “causaron furor” en la cultura pop estadounidense de los años 90 y principios del siglo XXI: por un lado, las historias cruzadas experimentadas por numerosos personajes en localizaciones y hasta tiempos diferentes, a lo Robert Altman, James Ellroy o Quentin Tarantino; y, por otro, el neonoir representado por los hermanos Coen, Carl Franklin o Walter Mosley, “cuya mirada sobre los Estados Unidos de Ronald Reagan y la Pax Americana posterior a la caída del Muro de Berlín no podía ser más ácida”.
“Autores como Lapham se atrevieron a poner en cuestión la idea del sueño americano cuando reinaba un optimismo en la esfera sociopolítica estadounidense que, como ha demostrado el siglo XXI, era un espejismo”, valoran Elisa McCausland y Diego Salgado
Se puede afirmar que, en el fondo, lo que trató de hacer Lapham con Balas perdidas fue un retrato de los perdedores del sueño americano, esa noción idílica de la igualdad de oportunidades para prosperar de la que supuestamente disfrutan todos los ciudadanos estadounidenses. En parte así lo entienden McCausland y Salgado, quienes recuerdan que en aquella época “aún se creía, para bien o para mal, en la idea del sueño americano, que hoy por hoy no es más que un significante vacío, y autores como Lapham se atrevieron a ponerla en cuestión cuando reinaba un optimismo en la esfera sociopolítica estadounidense que, como ha demostrado el siglo XXI, era un espejismo”. Pero también subrayan que Balas perdidas es una obra “profundamente existencialista” y apoyan esa afirmación mencionando el verso de la canción “Roadhouse Blues” de The Doors que abre el primer número: “El futuro es incierto, y el fin siempre está cerca”. Para los firmantes de Viñetaria (Cátedra, 2024), un exhaustivo análisis sobre la presencia de las mujeres en el cómic, Lapham sitúa a todos sus personajes al filo del abismo “por una condición socio-económica desfavorecida”, pero también porque “el noir es uno de los géneros que mejor expresa el principio de caos, azar e indeterminación que rige nuestras vidas bajo la apariencia de control, de que las cosas van a seguir el rumbo que hemos planeado. Existen altas posibilidades en la vida de sucumbir a una bala perdida de un tipo u otro, y seguro que todos habremos esquivado hasta la fecha alguna que otra”.
Veo todo en blanco y negro
Apenas un año después de la aparición de Balas perdidas, David Lapham ganó el premio Eisner al mejor escritor/artista por su trabajo en la serie. Fue una decisión sorprendente puesto que este galardón, uno de los más prestigiosos de la industria del cómic en Estados Unidos, había sido concedido en las ediciones precedentes a autores consolidados como Neil Gaiman, Alan Moore, Frank Miller o Mike Mignola, y Lapham era un joven que se había fogueado —y quemado— en dos editoriales menores del cómic de superhéroes —Valiant y Defiant— antes de dar el paso a la autoedición para lanzar Balas perdidas. El Eisner fue un reconocimiento crítico importante al valor de este cómic cuando empezaba a caminar y también ayudó a los Lapham a vadear las apreturas económicas durante algún tiempo. Además, esa categoría del galardón premiaba al autor completo, tanto por la faceta de escritor de las historias como por el trabajo de dibujante de las viñetas. En Balas perdidas, la composición se sostiene sobre una plantilla casi invariable de ocho viñetas por página, en dos columnas de cuatro cada una. El trazo de Lapham es pulcro, remite ligeramente al de autores como Jason Lutes en Berlín o Scott McCloud en Zot!, aunque también se nota, especialmente en las expresiones faciales de los personajes, una cierta influencia del cómic underground y su estilo caricaturesco como el del propio Beto Hernández en Palomar.

“Es un clásico imprescindible”, dice sobre Balas perdidas el dibujante David Aja, quien habla de Lapham como de un narrador “excelente” cuyo dibujo en esta serie mezcla lo sintético y lo sucio. “Lo de las páginas de ocho viñetas es una locura y funciona como un reloj. Hace que te pongas a leerlo y no puedas parar. Contar una historia tan bien, tan fácil, es muy difícil, hay que tener mucho talento”, resume este ilustrador nacido en Valladolid en 1977, ganador en 2013 del Eisner al mejor dibujante por su trabajo en la serie Ojo de Halcón de Marvel, con guiones de Matt Fraction.
No es lo único que comparte con Lapham: ambos trabajaron juntos en dos números especiales de Lobezno, el mutante miembro de La Patrulla-X de misterioso pasado, garras afiladas y esqueleto indestructible.
En 2005 Marvel publicó La casa de la sangre y el dolor, con guión de Lapham y dibujos de Aja en el que fue su primer trabajo profesional en el mundo del cómic. “Nunca lo había hecho en España, básicamente porque no pagaban, así que trabajaba como ilustrador en revistas”, recuerda. Ese primer encargo profesional de un cómic le alucinó: “Flipé cuando el editor me dijo que era una historia de Lobezno en un número único escrito por Lapham, porque yo era muy fan de Balas perdidas”.
Aja cuenta que, como dibujante, le gusta proponer cosas, incluso salirse un poco del guión si es posible. “Siempre he tenido muchísima comunicación con los escritores con los que he trabajado. Y con Lapham, que fue el primero, fue así desde el primer día”, asegura sobre su forma de interacción cuando dibuja cómics.
Los dos números de Lobezno escritos por Lapham y dibujados por Aja son narraciones de género, fuera del universo habitual de los superhéroes. La casa de la sangre y el dolor es “una historia de terror”, según la define el dibujante, quien se propuso tenazmente que se publicara en blanco y negro, sin lograrlo. “Era en una granja perdida de la América profunda, esto que tanto le mola a Lapham, con un poco de body horror. Yo lo veía como un cómic antiguo de la editorial Warren, por eso pensé en el blanco y negro pero en Marvel no me dejaron. Era la primera vez que hacía un trabajo en el que no tenía el control absoluto y no pudo ser”, hace memoria Aja con un punto de resignación.
El segundo trabajo de esta pareja artística con Lobezno de protagonista fue Deuda de muerte y se publicó en 2011. Aja ya había adquirido más experiencia en Marvel, dibujando series como Puño de Hierro y Daredevil, y ese número especial fue la antesala de sus lápices en Ojo de Halcón. “Lo trabajamos durante unos dos años porque era un proyecto sin fecha de salida. Era muy pulp, con robots japoneses gigantes, ninjas, muy setentero. Lapham y yo hablamos mucho, diseñamos juntos los robots, la historia. Quedó muy guay, estoy muy contento, se nota que yo ya tenía más bagaje”, valora el dibujante.
Tras Deuda de muerte y otros trabajos alimenticios, Lapham regresó, dicho está, a sus Balas perdidas. Aja, por su parte, recibió el Eisner por sus dibujos en Ojo de Halcón y también por sus portadas para esa serie y ha seguido combinando la ilustración de cubiertas para Marvel con otras publicaciones en las que se encarga de los interiores. Uno de sus últimos títulos es Semillas, con guión de Ann Nocenti, una fábula de terror futurista con ecos de El Eternauta publicada en España por Astiberri en 2021 donde sus viñetas juegan y cuentan tanto como la propia historia.
En su primer contacto con Balas perdidas, lo que más le llamó la atención al músico malagueño Sergio Albarracín fue precisamente el dibujo de David Lapham, “tan naturalista, heredero de los clásicos americanos”, en su opinión, y también que la historia “fuera en blanco y negro, soy muy fan del blanco y negro”, reconoce.
Este artista multidisciplinar —le da igualmente a la escritura y a la ilustración— coincide con Aja al destacar la narrativa de Balas perdidas, puesto que “el dibujo es cero artificioso y siempre está al servicio de la historia”, pero también aprecia a los personajes que construyen la trama, “más interesantes muchas veces que la trama en sí misma, con mención especial a la galería de secundarios”.
Con una larga trayectoria bajo el alias Elphomega en el territorio del hip hop y sus alrededores —suyos son discos tan abiertos de miras como Nebuloso o The F2eelance—, Albarracín sugiere un posible paralelismo entre Balas perdidas y el género de las rimas y los sampleos, al que se ha atribuido tradicionalmente la portavocía del gueto, que pasaría por la conexión entre el conjunto de personajes del cómic y los creadores o precursores de este estilo musical, en el sentido de que “ambos grupos se mueven en los márgenes, son gente sin mucho futuro a priori, con las cartas mal dadas, pero con un montón de ideas y sueños por cumplir y van a intentar alcanzarlos por muy estúpidos o disparatados que les parezcan al resto del mundo”.
Gran aficionado a los cómics, Albarracín se ha lanzado a la aventura de la edición con Bad Auteur, un proyecto para publicar sus creaciones en viñetas impresas. El primer fruto vio la luz en 2023, GASP! Una antología de suspense, horror y ciencia ficción, y es un volumen que recopila once relatos gráficos escritos por él mismo e ilustrados por una decena de dibujantes. En septiembre llegará el segundo, Paraíso pulp: distopías delirantes, con guión de Albarracín y dibujo de Coke Navarro. Asegura que el recorrido de David Lapham es un faro que le guía —“me gusta pensar que los cómics de Bad Auteur siguen el camino marcado por trabajos como este Balas perdidas que en su origen fueron autoeditados, como también el Cerebus de Dave Sim o el Bone de Jeff Smith”— y expresa un objetivo a mitad de camino entre la mirada del fan y la del artista que monta su propia empresa: “Nos contentamos si nos salen un par de tebeos la mitad de buenos que Balas perdidas”.
El largo adiós
“Sunshine and roses” es, de alguna manera, la segunda parte de Balas perdidas. Cronológicamente, cuenta los acontecimientos que suceden entre toda la primera saga y “Asesinos”, con el foco situado sobre los maletines de dinero y cocaína que Nina, Orson y Beth sustraen a la banda de Harry y las peripecias que acontecen durante su fuga, plagada de sobresaltos, disparos, reencuentros inesperados e intoxicaciones etílicas. Beth acapara mucho protagonismo en una historia en la que Lapham introduce a dos nuevos personajes. Uno es Annie, la madre de Beth, con la que apenas tiene relación; y el otro es Kretchmeyer, un implacable asesino cuyas primeras víctimas fueron su propio padre y su madrastra cuando él tenía 18 años. Ambos, además, viven un disparatado romance forjado por las circunstancias.

Algunos pasajes de “Sunshine and roses” evocan claramente momentos y situaciones de la serie de televisión Los Soprano, algo que no sucedía previamente. Es curioso que Balas perdidas no haya sido adaptada a la pantalla, ni en película ni por capítulos, una circunstancia “sorprendente” a juicio de McCausland y Salgado, ya que “la línea clara y contrastada de Lapham, la secuencialidad tan rigurosa de sus viñetas y su rollo noir dan mucho juego audiovisual”. La razón para esa ausencia puede hallarse en que los Lapham no son partidarios de ello, a pesar de que tal vez les reportaría unos ingresos importantes. También es cierto que se trata de una obra poco recordada y muy desconocida por el público general, recluida en el marco de las creaciones de culto, sea eso lo que sea, y quizá por ello no resulte muy atractiva para las productoras.
Tratando de localizar las causas del olvido en que ha caído, McCausland y Salgado señalan que Balas perdidas se enmarca a nivel argumental y gráfico en una época que hoy ya queda lejos, la del cómic independiente norteamericano de los años 90, pero también apuntan que adolece de algunos tics que lo pueden hacer parecer anticuado, como “la crudeza un tanto impostada a veces, o las relaciones entre hombres y mujeres, que tienden mucho a las asignaciones del noir clásico pese a su pátina de (pos)modernidad”. Para Emilio Bernárdez, existe también otro motivo cultural de tipo estructural que podría explicarlo. “El mundo del cómic —también las series de televisión o el cine— está saturado de comercialidad y se le presta menos atención a lo que requiere poner un poco de caletre. Se necesita que todo deslumbre, sea espectacular, y lo que no es así pasa bajo la vista de lectores y compradores”, lamenta el veterano editor de La Cúpula a modo de conclusión.
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