Semmelweis, el salvador de madres ignorado por los médicos

A mediados del siglo XIX, un facultativo de Viena descubrió cómo reducir la mortalidad posterior al parto. La élite científica europea lo despreció.
Las manos de la muerte
Belén Moreno Las manos de la muerte.
12 ago 2021 19:30

Cuando María entró en la Clínica Primera de la Maternidad del Hospital de Viena, intentó tranquilizarse. No estaba nerviosa por el parto en sí mismo. Era su tercer parto y tenía facilidad para controlar el dolor. El problema era el lugar. La Clínica Primera, de las dos que había, tenía muy mala fama entre las mujeres vienesas. No era nada raro entrar para dar a luz y no salir jamás. Muchas de sus amigas habían desarrollado estratagemas, como parir en la calle ‘involuntariamente’ para poder cobrar las ayudas públicas correspondientes sin llegar a entrar en la clínica, o dilataban el parto para conseguir ser atendidas en el segundo pabellón. La propia María había enfermado en la clínica tras dar vida por segunda vez, pero afortunadamente se repuso en unos días.

El parto fue rápido. Tras un par de horas ingresada, una preciosa niña salió de su interior. No obstante, al día siguiente se empezó a sentir mal, y por la tarde la fiebre se le disparó. Cuatro días después, María y su niña, que había desarrollado síntomas similares, eran enterradas en un cementerio de la capital austriaca. Era enero de 1866.

Ningún médico del hospital sabía a ciencia cierta qué le había ocurrido. Quien sí hubiera podido salvar a María era Ignaz Semmelweis, un especialista que había trabajado en el hospital vienés años atrás. Pero Semmelweis también había muerto. El verano anterior había fallecido en un sanatorio para enfermos mentales, presumiblemente tras la infección de las heridas causadas por los golpes de los guardias.

El misterio de la fiebre puerperal

A mediados del siglo XIX las diferencias en cuanto a mortalidad entre las dos clínicas de la maternidad eran llamativas. En la primera, la tasa rondaba el 10% de las mujeres, mientras que en la segunda los fallecimientos eran seis puntos más bajos. Nadie tenía explicación, y las hipótesis que se manejaban iban desde un mayor hacinamiento a las diferencias en las prácticas religiosas entre ambos centros.

En julio de 1846, Semmelweis, un joven médico de Budapest, fue contratado en la Clínica Primera. Intrigado por la altísima mortalidad, trató de examinar las causas que hasta entonces se manejaban, que le resultaron muy poco convincentes. El origen del problema debía de estar en la principal disparidad entre ambos lugares: mientras que el primer pabellón estaba dedicado a la enseñanza de estudiantes de medicina, el segundo se dedicaba a la preparación de matronas. ¿Sería, como algunos colegas argumentaban, que los estudiantes eran más bruscos durante la atención al parto? A Semmelweis tampoco le convencía la explicación.

Las teorías de Semmelweis se encontraron con un rechazo mayoritario por parte de la élite médica vienesa, incluidos sus superiores en el hospital

El médico vio la luz cuando un amigo médico falleció tras cortarse un dedo durante una autopsia. El análisis post mortem era similar al de las parturientas fallecidas. En el hospital, los estudiantes estaban en contacto cotidiano con cadáveres, mientras que las matronas no. Por lo tanto, concluyó Semmelweis, eran los estudiantes quienes infectaban a las mujeres al atenderlas.

La teoría era puramente observacional, ya que aún no se había desarrollado la teoría de la infección por gérmenes. Semmelweis cambió la política de higiene. Entre autopsias y atención obstétrica, los estudiantes debían lavarse las manos cuidadosamente con hipoclorito cálcico. El éxito fue absoluto. La tasa de mortalidad se redujo radicalmente, llegando a cero cuatro meses después de la implantación del nuevo protocolo.

La frustración del héroe

Quien esté leyendo estas líneas pensará que aquí se acaba la historia y que posiblemente las ideas del médico húngaro se extendieron velozmente por todo el planeta, salvando a miles de mujeres de una muerte precoz, quizá con Semmelweis recogiendo prestigiosos premios a diestro y siniestro.

Nada más lejos de la realidad. Las teorías de Semmelweis se encontraron con un rechazo mayoritario por parte de la élite médica vienesa, incluidos sus superiores en el hospital. Consideraban ultrajante la hipótesis de que era la propia práctica médica la causante de tanta enfermedad y muerte. Harto de ellos, el húngaro regresó a Budapest. En el pequeño hospital St. Rochus de nuevo logró eliminar virtualmente la enfermedad: entre 1851 y 1855 solo fallecieron ocho pacientes de 933 partos. Sin embargo, el establishment médico de la ciudad también se negaba a asumir sus puntos de vista.

Semmelweis y sus escasos seguidores médicos insistieron, sin éxito, durante años con cartas y trabajos en diversas publicaciones europeas especializadas. La cerrazón a la que hacía frente el doctor húngaro le fue haciendo mella y, desesperado, fue elevando el tono, lo que tampoco facilitaba una mayor receptividad de su gremio, como se refleja en este fragmento de su Carta abierta a todos los profesores de obstetricia:

“Llamo asesinos a todos los que se oponen a las normas que he prescrito para evitar la fiebre puerperal. Contra ellos, me levanto como resuelto adversario, ¡tal como debe uno alzarse contra los partidarios de un crimen! Para mí no hay otra forma de tratarles que como asesinos. ¡Y todos los que tengan el corazón en su sitio pensarán como yo! No es necesario cerrar las salas de maternidad para que cesen los desastres que deploramos, sino que conviene echar a los tocólogos, ya que son ellos los que se comportan como auténticas epidemias...”

Mientras las medidas para limitar la mortalidad por fiebre puerperal seguían sin implantarse a nivel general, la frustración de Semmelweis fue deteriorando su salud mental, adoptando cada vez más comportamientos sociales embarazosos e irritantes. Convencido mediante engaños para que ingresase en una institución psiquiátrica, dos semanas después, el 13 de agosto de 1865, el médico fallecía. Hoy, frente a la clínica de mujeres de Währing de Viena, se alza una estatua del doctor húngaro. En ella se lee: “Ignaz Semmelweis, el salvador de madres”.

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