Culturas
Guayana francesa: abandonar tu cultura para ir al colegio

Con tan solo diez años, los indígenas de la Guayana francesa son forzados a dejar sus aldeas y sus familias para continuar el colegio en la ciudad más cercana. Un choque cultural violento que desestructura los modos vida y propicia la extinción del tejido cultural y social de los pueblos originarios de la Amazonía francesa.

Niños indígenas en un colegio en la Guayana francesa
Niños indígenas en un colegio en la Guayana francesa. Juliette Cabaço Roger Gwenvaël Delanoë

Hace falta más de un día de viaje en avión y en piragua para llegar a Taluen, aldea en el corazón de la selva amazónica guyanesa. En lo alto del río Maroni, frontera con Surinam, se encuentra el territorio Wayana, nombre del pueblo indígena que lo habita. Aquí, los niños corretean libres sumergidos en una naturaleza abundante, en aldeas donde no existen coches y donde el río es el terreno de juego principal.

Junto con cuatro otros pueblos, el número de habitantes indígenas de Guayana francesa se eleva a diez mil. Lejos, muy lejos de París, este territorio es no obstante administrativamente “Francia”, y todo habitante es ciudadano francés como los demás, haciendo de la Guayana francesa la última colonia europea en el continente americano y una de las regiones comunitarias con más paro, concretamente el 51,9%.

Antiguamente utilizada como centro penitenciario para delincuentes y presos políticos, la Guayana representa hoy en día dos puntos de gran interés económico para Francia: los recursos naturales en oro y madera, pero también el puerto espacial de Kourou, clave en la industria aeroespacial europea. Economía de la que poco se benefician los habitantes guyaneses, que de media ganan dos veces menos que los habitantes de Francia hexagonal.

En las aldeas, el wayana sigue siendo el idioma cotidiano y el francés se aprende casi exclusivamente en el colegio, donde 250 niños wayana aprenden con un programa escolar igual que el de Francia metropolitana

Aunque la mayoría de los franceses venidos del continente pueblan los barrios ricos del litoral, algunos militares, enfermeros o profesores viven en la orilla del Maroni. Sin embargo, en las aldeas, el wayana sigue siendo el idioma cotidiano y el francés se aprende casi exclusivamente en el colegio, donde 250 niños wayana aprenden con un programa escolar igual que el de Francia metropolitana. Sin sitio para las culturas, historia e idiomas indígenas en clase, los profesores necesitan mucha imaginación para adaptar una pedagogía inadecuada. “Los alumnos se aplican mucho para una enseñanza tan lejana de ellos, de quien son y de su cultura —explica Raphaël, profesor en una de las cuatro escuelas de la región—. Se habla de gramática y de matemáticas a niños que no piensan para nada de la misma manera que los europeos”.

Desarraigo con diez años

A causa de esta enseñanza inadecuada, los profesores estiman que la mayoría de los alumnos acumula un año o más de retraso comparado con los requisitos de la educación nacional. Dificultad que se suma cuando llegan a séptimo grado: en las aldeas wayana no existe escuela secundaria, lo que obliga a los niños a ir a la ciudad más cercana para poder continuar con su escolaridad obligatoria, lejos de sus familias, de sus aldeas y del modo de vida que conocen. “A la gran mayoría les da miedo ir, y tienen ra zón de tener miedo”, cuenta Raphaël, que asiste todos los años a la difícil separación. “Los padres también están aterrorizados cuando envían a sus hijos al colegio. Porque no tienen ni idea de lo que pasa en sus vidas cuando están lejos”.

Para los niños wayana, el colegio se encuentra en Maripasoula, a dos horas de piragua y en pleno territorio bushinengué o noir-marron, pueblo de origen africano descendiente de esclavos que se fugaron a la selva. El viaje es demasiado caro y largo para hacerlo todos los días. Los alumnos son acogidos por familias que buscan ganar dinero extra, pero rara vez se ocupan decentemente de los jóvenes. La otra opción es un internado en condiciones insalubres donde robos, crisis de ansiedad y violaciones son recurrentes. Como mucho, los niños ven a sus familias una vez al mes. Una separación difícil, sobre todo cuando se tiene en cuenta la edad con la que llegan a la ciudad.

buscadores de oro

Al haberse saltado una clase, Stéphane Aloïke llegó a Maripasoula con nueve años. “Hasta el final de primaria tenía buenas notas, pero a partir de la secundaria no tenía a nadie que me dijese que estudiara”. Con su cadena de oro, unos labios tatuados en el cuello y sus pantalones pitillo, Stéphane lleva el look preferido de los adolescentes que vuelven de Maripasoula. Ahora, con 16 años, recuerda cómo empezó a torcerse su vida: “Había niños mayores que fumaban y que no iban al colegio. Nos decían ‘ven al chino, si vas al cole te vas a aburrir’, y nos hacían ir del otro lado a comprar ron, cerveza... Y volvíamos tarde, con las chicas”.

Del otro lado del río Maroni, delante de Maripasoula, se encuentra New Albina. Una ciudad que se ha desarrollado junto con la llegada de los buscadores ilegales de oro y donde aterrizan muchos brasileños, dominicanos y venezolanos en busca de trabajo. Es aquí donde se encuentran los ‘chinos’, tiendas que se aprovechan del coste de vida muy alto en la otra orilla, donde casi todo es importado de Francia. “Vamos allí por qué es más barato”, explica Stéphane. “Hay restaurantes, putas, de todo, vamos. Y todo esto se me metió en la cabeza y ya no quise ir más al cole. Hice tonterías como transportar buscadores de oro en piragua para ganar un poco de dinero. A veces me arrepiento y me digo: ‘¿Qué has hecho con tu vida?’”.

Son muchos los jóvenes que dejan el colegio después de historias similares a la de Stéphane. Algunos son incluso reclutados por redes mafiosas y acaban siendo ‘mulas’ para pasar cocaína a Francia. Según nos cuentan, unos diez wayanas se arriesgan cada año.

De la selva a la capital

Para los que llegan hasta el bachillerato, los adolescentes tienen que tomar la dirección de la capital, Cayenne, gran ciudad situada en el litoral de la Guayana. Aún más lejos de sus familias, los niños dependen entonces exclusivamente de familias de acogida, en las que, una vez más, no son siempre bien tratados. Malnutrición, soledad, falta de sitio, de agua… Muchos adolescentes van de una familia a otra sin encontrar condiciones de vida aceptables. Y a estos problemas de alojamiento se suman los de dinero.

“Tenía miedo porque estaba lejos de mi familia y no sabía cómo funcionan los servicios sociales. Si no, hubiese ido a pedir ayuda”, cuenta Musedou Simanku, 22 años. Por culpa de algunos papeles que no estaban en regla, su familia dejó de ganar la bolsa que pagaba los estudios del joven wayana. Para muchas familias indígenas, la administración francesa es una verdadera pesadilla: no tiene en cuenta la diferencia de idioma, la falta de infraestructuras o la realidad de una frontera que solo existe sobre papel. En el caso de Musedou, llegó un momento en el que no podía comer todos los días. “No tenía nada y no quería robar como hacen algunos. Así que decidí volver a mi aldea”. Pero sin bachillerato.

Después de varios años lejos de sus familias, los adolescentes wayana se han alejado de una sociedad tradicional que ya no les corresponde, y muchas veces no han obtenido ningún diploma

Después de varios años lejos de sus familias, los adolescentes wayana se han alejado de una sociedad tradicional que ya no les corresponde, y muchas veces no han obtenido ningún diploma. La vuelta a casa es entonces extremadamente difícil, sobre todo para las niñas para las cuales el futuro se resume en la maternidad, la cocina y algunas actividades tradicionales. “Son chicas que se vuelven infelices, cuenta Pauline Mataliuku Aloïke sujetando a su hija Anaëlle. Para ellas, su vida se ha convertido en un fracaso y con el tiempo se piensan que son inútiles. Se deprimen. Hay muchas que se han muerto así. Están tristes y se suicidan. Pasa a menudo”. Con 21 años, Pauline es madre desde hace seis meses, una situación no deseada. Al ver por lo que pasan las demás en su situación, la joven ha decidido salir adelante montando un negocio de turismo.

El suicidio como escapatoria

Tradicionalmente, los niños wayana aprenden las diferentes técnicas de vida en la selva por mimetismo, observando a sus padres trabajar. Y es durante su adolescencia cuando se supone que aprenden a perfeccionar dichas técnicas. Pero hoy en día, en esa etapa los niños ya no están en las aldeas, lo que hace que la transmisión de padre a hijo se debilite, como explica Aïmawale Opoya, habitante de la aldea de Taluen y padre de cuatro hijos. “Los jóvenes se van demasiado pronto, con diez u once años, y no tienen tiempo de aprender con los padres la pesca, la caza, el artesanado… Y, desgraciadamente, muchos fracasan en la escuela y cuando vuelven vagan perdidos entre dos mundos, lo que muchas veces acaba en suicidio”. Ninguna familia escapa al drama.

Jóvenes y adultos lo ven como la única solución para escapar a su angustia. Un gesto que se ha vuelto tan recurrente que habitantes y autoridades hablan de verdaderas epidemias de suicidios. En la aldea de Taluen, niños de seis años explican espontáneamente cómo hacer para ahorcarse. Y los wayana no son los únicos afectados por estas epidemias. Los indígenas teko y wayãpi, que viven en el río Oyapock, frontera con Brasil, se enfrentan a problemas similares, con niños forzados a vivir solos en la ciudad para poder continuar su escolaridad.

¿Un colegio más cerca?

En Taluen, los padres piden un colegio en la aldea que podría acoger a todos los alumnos wayana para que así puedan continuar su escolaridad más cerca de casa. Rodolphe Alexandre, presidente de la Colectividad Territorial de Guayana (CTG) se ha comprometido personalmente a que se construya este nuevo colegio, pero por ahora no se ha dado ninguna fecha ni se conoce el montante de los fondos desbloqueados para el proyecto. Los miembros de la CTG a cargo de este caso no han querido contestar a nuestras preguntas.

El rector de la Academia de Guayana, por su parte, no tiene problema en revelar la gravedad de la situación. “Es verdaderamente muy urgente que se construya este colegio —asegura Alain Ayong Le Kama en un tono grave—. Hay niños de once años que no pueden volver a casa”.

¿Un nuevo colegio sería entonces la solución a todo? Muchos wayana advierten de que la construcción de un nuevo centro no hará milagros. Se puede coger el ejemplo de la aldea Camopi, en el río Oyapock, en la que los niños se enfrentaban a los mismos problemas. En 2012, consiguieron inaugurar un colegio en la aldea, pero el fracaso escolar sigue siendo frecuente: en 2017, solo el 22% pasaron al bachillerato. Aun habiendo un colegio más cerca de sus familias, sigue quedando el problema de una escuela y de una educación inadaptada. Algo que no cambiará mientras siga habiendo un Rectorado y un Ministerio hostil a la enseñanza bilingüe y a la transmisión de los conocimientos tradicionales.

Las armas de las que disponen los pueblos indígenas de Guayana francesa para defenderse son pocas. Al no haber firmado el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) relativo a los pueblos indígenas, ni la Carta europea de las lenguas minoritarias o regionales, el Estado francés no reconoce legalmente ningún otro pueblo que el francés. Ya sea en Catalunya, Bretaña o en la Amazonia, toda iniciativa para dar sitio a las culturas e idiomas locales puede ser percibida como un peligro para la unidad nacional.

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