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Culturas
Macrofestivales o la romantización del hiperconsumo
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El texto que te dispones a leer nace, en primer lugar, de la autocrítica. Reflexión creadora que permite discernir los motivos desde los que actuamos, pensamos o habitamos los espacios, sean estos políticos, personales o, como es el caso, de ocio —entendiendo siempre la porosidad de todos ellos que impide analizarlos como lugares estancos—. El ocio que consumimos es político y no hay mayor ejemplo de ello que los macrofestivales o festivales con ínfulas de convertirse en macro, estadio al que aspira cualquier proyecto neoliberal. Desde la autocrítica elevamos el análisis a la crítica estructural de un modelo insostenible, precario, hiperconsumista y homogeneizador de la cultura.
Los promotores, inversores y demás beneficiarios de este modelo empresarial precisan de unas subvenciones públicas, las cuales muchos ayuntamientos dispensan gustosamente para que el nombre de su ciudad aparezca en un cartel junto a artistas de calado internacional o nacional
Como hijas de nuestra generación, acudimos a eventos sin saber muy bien los motivos que nos arrastran a ellos. ¿Es la presión social con el recién llamado FOMO —Fear Of Missing Out— como catalizador? ¿Es el sobreestímulo potenciado por las redes sociales? ¿Es la compra de una emoción previa? ¿O se trata de la romantización de espacios que se dicen contraculturales y que están en las antípodas de serlo? Las autoras de este texto empezamos a acudir a festivales allá por 2012 y no nos avergüenza decir que el ViñaRock 2024 fue la cumbre borrascosa que nos ha impulsado a escribir estas líneas. No somos inconscientes, acudimos a este último festival sabiendo de antemano lo que encontraríamos y las contradicciones a las que nos enfrentaríamos. Es importante apuntar que no buscamos señalar —o al menos no exclusivamente— a las personas que consumirán festivales esta temporada. Queremos que, al menos, se lea como una contradicción a nuestras ideas —y sí, durante las próximas líneas vamos a interpelar principalmente a los festivales, grupos y espectadoras que nos decimos anticapitalistas—.
El estado español es uno de los lugares que más festivales concentra en un lapso de meses —debido en parte a su climatología—. Aunque esos márgenes temporales se han distorsionado con el aumento cuantitativo de festivales. Toda ciudad, pueblo o pedanía parece querer su propio trozo del pastel. Un dulce adulterado mucho antes de su exposición en el escaparate del libre mercado. Los promotores, inversores y demás beneficiarios de este modelo empresarial precisan de unas subvenciones públicas, las cuales muchos ayuntamientos dispensan gustosamente para que el nombre de su ciudad aparezca en un cartel junto a artistas de calado internacional o nacional. Gran parte de la inversión viene, por tanto, de las arcas públicas, pero los beneficios son privados —ya sabemos cómo funciona el juego perverso que tratamos de combatir—. Ejemplo de ello es Benicassim, ciudad levantina que lleva albergando el Festival Internacional de Benicassim (FIB) —además de otros como el Rototom— treinta años y cuya inversión no repercute en la población local, la cual el resto del año no tiene espacios culturales.
Nuestra lectura de la coyuntura actual nos acerca a posiciones en las que el capitalismo está en una fase de no retorno y cuyos estertores finales son impredecibles —la reestructuración internacional así parece confirmárnoslo— y es aquí cuando este monstruo, imaginado como indestructible, corre hacia delante para seguir enriqueciéndose a toda costa antes de toparse de bruces con los límites planetarios —o de clase—. Detrás de la mayoría de macrofestivales del estado español está el fondo de inversión estadounidense Kohlberg Kravis Roberts (KKR) con Superstruct Entertainment como satélite de sus negocios. Este fondo, a su vez, adquirió The Music Republic, promotora valenciana en origen, para la gestión de los mismos. Y sí, los que venden un cartel alternativo o de izquierdas, también tienen a estos conglomerados detrás. Es irónico que en festivales como el ViñaRock cantemos puño en alto letras anticapitalistas mientras le damos dinero a un fondo estadounidense durante el 1.º de mayo, fecha que para nada es baladí. Quizá alguna lectora piense que a lo largo de este texto insistimos demasiado en el ViñaRock. No lo hacemos por una inquina visceral; se trata del festival autoproclamado de izquierdas más antiguo de todos, con casi tres décadas de existencia. Por tanto, ha recorrido más etapas del camino del liberalismo. Consideramos que los festivales pequeños recorrerán los mismos pasos si no encuentran otro espejo —de reflejo menos distorsionado— en el que mirarse. Como apunta Nando Cruz: «Pronto estaremos delante de un escenario patrocinado por el turbio negocio de las criptomonedas o por un banco que financia la fabricación de armas, pero haremos la vista gorda en cuanto Patti Smith aparezca despeinada y berreando “People have the power”».
Concentración empresarial
Con el señalamiento anterior a fondos de inversión extranjeros, no buscamos romantizar al patrón local; la diferencia está en que a este, llegado el caso, podremos ponerle cara y perjudicar sus negocios con nuestra acción directa, aunque con buena organización siempre podrá caer hasta el magnate de Wall Street más indestructible y anónimo de todos.
La concentración del poder cultural en unas pocas empresas no es novedad, pero sí el nivel de sofisticación con que se disfraza la rentabilidad bajo discursos de diversidad y experiencia musical. Los grandes sellos como Universal Music Group o BMG, y promotoras como The Music Republic, reconvertidos en gestores de macroeventos, disputan una hegemonía cultural que —lejos de ser diversa— se ha convertido en un catálogo viviente de playlists comerciales. Estas dinámicas se pueden observar en la existencia del modelo cíclico de festival o la proliferación de franquicias como Boombastic. Si se repasan los macrofestivales que van a celebrarse esta temporada 2025, de mayo a septiembre, tendremos a los mismos grupos en la friolera de 9 o 10 carteles —tirando del hilo, son aquellos que tienen acuerdos con las majors y promotoras asociadas al fondo de inversión KKR—.
Si hay géneros que no encajan en estos formatos, han terminado reproduciendo las mismas lógicas en nichos propios. La consecuencia es que la música se convierte en una excusa con un potencial emocional al servicio del ansia de ocio. La calidad del sonido o incluso la comprensión de la letra pasan a segundo plano. Muchos escenarios siguen siendo acústicamente desastrosos y la solución suele ser una pantalla gigante, es decir, una medida que apoya lo visual de estos eventos masificados, no lo sonoro —pero eso sí, que no falten los fuegos artificiales para el aftermovie—. También llegamos a sufrir que dos conciertos se pisen entre ellos, produciendo un efecto más próximo a un mercado en hora punta que a un concierto.
La concentración del poder cultural en unas pocas empresas no es novedad, pero sí el nivel de sofisticación con que se disfraza la rentabilidad bajo discursos de diversidad y experiencia musical.
Cada vez cuesta más distinguir entre lo que se presenta como cultura alternativa y lo que responde a lógicas aspiracionales. Hemos tendido a pensar que existían al menos dos circuitos festivaleros diferenciados, relativamente independientes entre sí, sobre todo a nivel musical —nos referimos, por ejemplo, al Iruña Rock, Juergas Rock o Rabo Lagartija—. Sin embargo, es evidente que los patrocinadores tienden a coincidir y son muchos los grupos que transitan entre ambas propuestas. Con esta observación no se pretende señalar las decisiones individuales —o grupales— de los músicos, sino subrayar un problema estructural. El sistema capitalista ha demostrado una gran capacidad para absorber discursos de corte antisistema y estéticas disidentes, siempre que resulten rentables o comercializables. De este modo, lo que en determinados contextos puede tener valor político o simbólico, no garantiza, ni implica un motor real para la construcción de una contracultura.
Entramos ahora a analizar los motivos por los que los festivales se han convertido en el mayor ejemplo del turbocapitalismo. Con este término nos referimos a la necesidad imperiosa creada en la consumidora de digerir todos los manjares disponibles —aunque todos ellos sepan sospechosamente igual—. ¿Por qué no cesamos de proyectar el entretenimiento venidero sin haber terminado de digerir el presente? Fines de semana ocupados a meses vista, emociones desbordadas que consisten en la venta de una satisfacción a cambio de no satisfacerla nunca completamente, como ya decía Zygmunt Bauman. La consumidora adquiere entradas con meses —o incluso años— de anticipación debido a la necesidad creada por las empresas. Estos economistas cuentan con estrategias de marketing cuyo éxito está más que comprobado, como por ejemplo la subida de precios escalonada —pensar que solo te puedes permitir la entrada en los primeros diez minutos de venta genera esa necesidad de consumo que explotan sobradamente—. El turbocapitalismo es para nosotras un consumo sin fin. Va desde la venta de emociones previa, al estímulo constante durante el evento, pasando por el autoengaño en redes, hasta la compra de una nueva entrada unos días más tarde de haber finalizado el evento en cuestión. Publicitar un festival consiste en diseñar una narrativa, más concretamente una ficción audiovisual, en la que se planifica cada aspecto de la experiencia perfecta, que luego poco tiene que ver con una realidad que no sabes muy bien si has disfrutado o sobrevivido.
Hiperconsumo y explotación laboral
¿En qué momento nos pareció lógico acudir a cinco festivales anuales con 50 conciertos en cada uno? El hiperconsumo es similar al modelo de interrail tan común en el viejo continente. Llegas a casa y no sabes a ciencia cierta si tal imagen se dio en tal o cual ciudad. Con los conciertos en festivales pasa lo mismo: las imágenes se alteran, puesto que nuestra capacidad es limitada y el cansancio hace mella en nuestra memoria. Incluso, sin haber terminado el espectáculo, llega el agobio exacerbado por llegar a otro escenario. No hay descanso para reposar lo que acabamos de vivir. Hemos aceptado llegar agotadas de nuestros espacios de ocio debido a un bucle de consumo infinito.
Las empresas detrás de los festivales indirectamente —aunque no sin conocimiento— incentivan el consumo de sustancias que permiten llegar con energía a la última etapa de un tourmalet consumista. Los horarios maratonianos acarrean que muchas personas —sobre todo si su energía comienza a ser limitada— hagan trampas. Unas trampas bien conocidas por todas las personas que acuden a los festivales. De esta forma se genera un mercado en el cual no son precisamente los amigos de nuestra clase social los beneficiarios. No es espacio este para analizar los motivos por los que las drogas han sido introducidas y leídas como alternativas o disruptivas por buena parte de las personas que se dicen de izquierdas, sin hacer siquiera un mínimo de crítica a lo que su ocio genera, algo que con un consumo de otro tipo no ocurre —alimenticio, local…—. Queremos señalar aquí que la falta de descanso normalizada en estos eventos puede desembocar en un consumo que de otra forma no se daría.
Toda esta ingesta de drogas —legales o no— se traduce en la priorización de la fiesta, el rollito, el desenfreno, antes que los gustos musicales, la buena acústica o el debate cultural. Cabe analizar por qué en la música hemos integrado tener la conciencia alterada en todo momento. Las usuarias de este tipo de ocio tendemos a leer como inviable acudir a los conciertos sin ingerir alcohol, un alcohol por el que terminamos pagando más que por la misma entrada del festival. El verdadero beneficio de los festivales se concentra en la venta de cerveza, algo que sus departamentos de marketing saben. La entrada no cuesta 80 euros; termina siendo de 250.
El hiperconsumo de alcohol, comida rápida —o en su defecto emplasticada por el Mercadona— y enseres para el camping lleva consigo otra realidad que toca abordar, la insostenibilidad ecológica de estos modelos. En el caso de que se diera una buena gestión de los residuos, algo inasumible cuanto más grande es un festival, este modelo no deja de ser la antítesis del ecologismo. Que miles de personas queramos acudir a un punto de la geografía para una experiencia artificial de unos pocos días, que se monte un festival de la nada, que no tengamos ni la mínima conciencia de la repercusión en las poblaciones locales, que compremos cosas que vayamos a tirar tras estos días —si os habéis quedado hasta el final de un festival, sabréis la cantidad de objetos de un único uso que se han quedado allí; sillas, mesas, tiendas, colchones hinchables…— son aspectos que no podemos pasar por alto.
¿Por qué muchas personas que se dicen ecologistas deciden hacer la vista gorda aquí? No hay macrofestival —con buena gestión de residuos o no— que no implique contaminación de los campos de alrededor. Es sangrante ver cómo huertas, terrenos, casas o plazas de pueblo se llenan de mierda durante los días que colonizamos estos lugares tan ajenos a nuestra realidad. Quizá aquí se palpe el clasismo ciudad-campo que rezumamos aquellas personas criadas con el sistema de valores de la urbe. Villarrobledo —pueblo que acoge el Viña— es conocido por millones de personas citadinas, a cuyas paisanas ignoramos. Al menos algunas de ellas deciden lucrarse con esta invasión, ya sea abriendo las duchas de sus casas o vendiendo latas. Otras, en cambio, muestran su rabia exhibiendo carteles contra el festival y las colonizadoras que atrae. ¿En qué momento hemos aceptado estas medidas extractivistas del territorio? Consideramos que es desde la falta de análisis de lo que nuestras acciones implican a causa de la desconexión de clase que padecemos.
En lugar de priorizar el bienestar real de las asistentes, se impone una lógica punitiva, con cuerpos cuya actuación está centrada en controlar y reprimir. La reciente noticia sobre la contratación por el ViñaRock de la empresa de seguridad Triple A, cuyos miembros han estado integrados en Desokupa —grupo parapolicial fascista— es la confirmación de lo podrido que está este sector.
¿Y las trabajadoras qué? Detrás del marketing encontramos precariedad a todos los niveles. Empezando por arriba, entre el caché de un grupo u otro puede haber miles de euros de diferencia, y las bandas emergentes muchas veces cobran en visibilidad —con una tipografía no apta para miopes en el cartel—. El panorama es poco transparente en cuanto a las cifras, pero la cuestión de los cachés es importante en tanto que no son cantidades fijas, sino que se negocian en base a la popularidad, la oferta y la demanda o la competencia empresarial, generando tarifas cada vez más abusivas que favorecen la uniformidad cultural. Ni hablemos ya de las trabajadoras de montaje, barras o limpieza. En muchos casos, las condiciones laborales no solo son precarias, directamente son ilegales. Jornadas interminables, pagos en negro o directamente nulos, contratos inexistentes y grupos de WhatsApp como única fuente de comunicación oficial es lo que viene reproduciéndose cada año. Si esto ya suena terrible y ha sido visibilizado a través de denuncias, redes sociales y testimonios de muchas trabajadoras, existe un fenómeno reciente que roza la distopía. El voluntariado, o lo que es lo mismo, la explotación de la juventud trabajadora a través de programas de participación que permiten al festival cubrir tareas esenciales ahorrándose unos cuantos sueldos. El resultado es mano de obra barata sostenida por el entusiasmo de jóvenes con escasos conocimientos de sus derechos laborales y convenios sectoriales. Podríamos hablar además del número de personas precarizadas —la mayoría de ellas migrantes— que se concentran en los alrededores de los festivales para malvender cualquier tipo de producto.
La cadena de explotación no termina en las trabajadoras; muchos festivales han sido denunciados recientemente por la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) por la vulneración de derechos dentro de sus recintos. Un ejemplo es la normalización del pago con tokens, recargables a través de la pulsera del evento. Este método ha sido impuesto bajo el discurso de la eficiencia, la seguridad y la reducción de tiempos de espera. Se ha tornado en una estrategia opaca de control económico con múltiplos poco prácticos que obligan a gastar más de lo deseado y dificultan la devolución del saldo sobrante, estableciendo plazos de reembolso inferiores a los plazos legales. La Ley General de Defensa de los Consumidores y Usuarios establece que los empresarios están obligados a aceptar pagos en la moneda de curso legal del estado. Por otra parte, el entramado está diseñado para generar ansiedad, urgencia y decisiones impulsivas.
A todo esto se suma una cuestión especialmente sensible, la seguridad ejercida como una forma de vigilancia intensiva y agresiva. En lugar de priorizar el bienestar real de las asistentes, se impone una lógica punitiva, con cuerpos cuya actuación está centrada en controlar y reprimir. La reciente noticia sobre la contratación por el ViñaRock de la empresa de seguridad Triple A, cuyos miembros han estado integrados en Desokupa —grupo parapolicial fascista— es la confirmación de lo podrido que está este sector. Al mismo tiempo, las medidas contra cualquier tipo de agresión son insuficientes, simbólicas o inoperantes. La ausencia de protocolos y profesionales formados para actuar ante este tipo de situaciones deja, especialmente a disidencias y mujeres, en una posición de vulnerabilidad permanente —pero tranquila, que la empatía viene en la funda, justo al lado del arma reglamentaria que grita espacio seguro—. Lejos de cuestionar esta realidad, la respuesta organizativa pasa por mercantilizar aún más la experiencia. Se ofertan pases privilegiados, zonas exclusivas y servicios premium, es decir, la experiencia solo mejora si puedes pagar más. Así, el clasismo se cuela hasta en el color de la pulsera que llevas, transformando lo que debería ser un espacio cultural en un parque de atracciones.
La energía juvenil entremezclada con la romantización del sufrimiento en estos lugares produce imágenes absurdas que en otros entornos no aceptaríamos. Tener que cagar entre rastrojos —dejando el papel allí—, pagar por agua embotellada con una inflación que solo se equipara a la de los aeropuertos o no ducharnos en todos esos días, ante la dificultad que en ocasiones implica hacerlo, son prácticas habituales. La falta de higiene de estos barracones de concentración es una constante. No estamos pidiendo velas aromáticas o sensaciones florales, tan solo unos mínimos que atiendan a las necesidades fisiológicas. Baños equiparables al número de personas que acuden a los eventos, limpieza de los mismos, agua potable gratuita, sombras pertinentes y una buena gestión de residuos. Para sorpresa de nadie, este modelo empresarial no se preocupa por las personas que lo sostienen ni por la sostenibilidad en sí.
Si no quedaba claro el dudoso impacto cultural que genera este formato —que enriquece a pequeños propietarios, fondos de inversión e instituciones públicas—, sostener que genera algún tipo de arraigo es como afirmar que un centro comercial fomenta la cultura local. No hay arraigo posible cuando el modelo consiste en aterrizar, expoliar, facturar y largarse. Y menos cuando la programación musical tiene cero relación con el contexto donde se ubica el evento. En muchos casos, no hay ni una banda local en todo el cartel y la presencia de mujeres y disidencias es mínima, como ya denuncia la Asociación Valor Manchego en su crítica al Viña. Hemos visto cómo los ayuntamientos priorizan desembolsar subvenciones millonarias a estas máquinas de rentabilidad instantánea antes que financiar la creación de un tejido cultural sostenido en el tiempo. Las administraciones por el camino se cuelgan medallas o se enorgullecen de tener alguna mención en prensa y contentar tan solo a turistas y hosteleros —no así a currantas de la hostelería—. Lo que permanece después de la saturación de calles, la privatización temporal del espacio público, los residuos y la contaminación acústica es la organización vecinal que se desoye sistemáticamente.
En Madrid, la Federación Regional de Asociaciones Vecinales (FRAVM) ha puesto en marcha un documento en el que trata estas cuestiones, a la par que alerta de dinámicas más problemáticas como la eventificación y la gentrificación de los barrios —la eventificación se traduce en la sustitución de la figura de residente por la del asistente desvinculado del contexto urbano—. También favorece lo que se conoce como gentrificación transnacional, derivada de las pretensiones globalistas, en las que los carteles tienen cada vez más presencia de escenas musicales internacionales que situadas territorialmente. Todo esto agrava la actual crisis habitacional, sustituyendo alquileres de vivienda habitual por alquileres temporales con precios inflados por la eventualidad. Lugares comunes se diluyen en favor de espacios socialmente homogéneos, pero lo verdaderamente desolador es que todas estas dinámicas remiten a un modelo de organización del espacio urbano que nunca es para quien lo habita.
Estos impactos urbanos han sido muy poco investigados en sus posibles repercusiones a largo plazo, pero ya son palpables desde el tejido asociativo. En plena crisis de la vivienda, resulta urgente entender que estos espacios hiperdiseñados son una amenaza que compite por el mismo suelo por el que peleamos. Aterricemos esta urgencia para no pecar de alarmistas. Medusa Sunbeach y Arenal Sound en la costa levantina —territorio récord en número de macrofestivales— han servido como palanca para reactivar megaproyectos urbanísticos congelados tras la crisis de 2008. Idealizaciones de terrenos vacíos, solares abandonados o directamente zonas protegidas están contribuyendo al cambio de perfiles turísticos, generando nuevas formas de promoción urbanística. Así, PAI Bega-Port en Cullera y PAI Sant Gregori en Burriana, ambos en 2025, han vuelto a ponerse en marcha con el respaldo político de PSPV, PP y Vox. Todos felices de ver cómo el ocio cultural vuelve a hacer rentable el suelo con fines especulativos. En esencia, estamos viviendo cómo el capital privado rediseña el mapa urbano con música de fondo.
¿Y por qué hay tan poca información crítica sobre los festivales? Más allá de ejemplos notables como el libro de Nando Cruz, Macrofestivales: el agujero negro de la música, el silencio de la prensa es una constante. Quizá se comprenda si se destapa el funcionamiento del modelo empresarial de los medios de comunicación. No descubrimos la pólvora si decimos que detrás de los festivales y de los medios de comunicación llegan a estar las mismas empresas. Es más, Radio3 o Los 40 Principales, que a su vez forman parte de un conglomerado más grande —ya sea estatal o privado—, son caras visibles de algunos eventos. Lo curioso del funcionamiento empresarial de los medios de comunicación es que tienen como máxima no morder la mano que te puede llegar a dar de comer —no solo la que actualmente te da comer—. Si un medio critica a un festival patrocinado por una marca cervecera, esta no se anunciará más adelante en las páginas o en las ondas del medio en cuestión, por tanto no se criticará en ningún momento. La libertad de prensa en los supuestos estados democráticos es falsa; el capitalismo dirige las plumas de las redacciones. Sin contar, por supuesto, con el amiguismo existente entre empresarios de medios y marcas que ata las manos de la periodista bienintencionada dispuesta a denunciar esto. El verdadero amo de los artículos de opinión es el capital privado y solo desde una libertad de acción o férreas convicciones políticas se puede señalar su hacer. Además, existen otros factores como la agenda setting, fórmula que siguen los grandes medios para decidir, en connivencia con el capital, qué es noticia y qué no, así como cuánto espacio se le da en los medios, lo que se traduce en las preocupaciones de la opinión pública. Un caso paradigmático de nuestros tiempos es la alarma por la okupación en contraposición con los desahucios, debido al tiempo que ocupa el primero en los noticiarios, pese a que del segundo hay infinidad de casos más. Tenemos miedo del okupa y no del banquero o del policía que ejecuta el desahucio por la intervención de la agenda setting, es decir, del capitalismo en última instancia.
Repensar el ocio
Es momento de aportar una parte propositiva. Queremos repensar colectivamente nuestras formas de ocio y consumo, aunque no hayamos dejado títere con cabeza en las líneas anteriores —la pasión nos mueve—. No tenemos fórmulas mágicas, pero sí pistas o ejemplos a seguir. No encontraréis aquí nombres de festivales que están siguiendo líneas que rompen —en la medida de sus posibilidades— con lo anteriormente descrito. No los citaremos precisamente para no ayudar a su masificación. Existen ejemplos de festivales que no anuncian la fecha exacta hasta pocas semanas antes del evento. De esta forma aseguran que muchas personas no tengan disponibilidad cuando lo hagan —evitando así también la adquisición de entradas anticipadas— y solo acudan aquellas que de verdad quieran, a riesgo de que algunas, por motivos laborales, entre otros, no puedan asistir. Existen ejemplos de modelos poco publicitados para que precisamente no se escape de lo local o del respeto a sus habitantes. Es decir, casos que rompen con el modelo expositivo/empresarial de las redes sociales. Existen a su vez modelos autoorganizados y que consecuentemente no tienen lucro privado. Ejemplos de coordinación de cientos de personas que invierten el escaso beneficio que pueda haber en los grupos de música —locales muchas veces— o en la infraestructura para el año siguiente. Existen ejemplos de modelos que rompen con las dinámicas de concentración e hiperconsumo, algo que también es interesante indagar, pero no nos queremos conformar con pequeñas parcelas de ocio alternativo.
No queremos cerrar esta pieza sin analizar por qué hemos aceptado que nuestro consumo musical se centre en festivales y no en formas que otrora funcionaban como salas o conciertos al aire libre gratuitos con beneficio incluido para las vecinas de la población local en cuestión. También apelamos a una forma de habitar los espacios de ocio en línea con el decrecimiento. Si el festival —o lo que sea— se ha descontrolado, quizá no sea nuestro lugar y, aunque en ocasiones sea un grito al vacío, podemos intentar no contribuir a la expansión de un eco que sabemos nocivo. Las personas que se dicen de izquierdas, cuyos hábitos son ultracapitalistas y no se significan políticamente más allá de lo estético —desafortunadamente demasiadas— no consiguen encontrar otra forma de habitar los espacios de ocio o cualquier espacio en general. Solo mediante la implicación —reconfortante también aunque cueste verlo desde fuera— podremos romper con el hiperconsumo hedonista de nuestra clase. Potenciemos los espacios con conciencia, entre nosotras, contribuyendo a su existencia y no solo consumiendo en ellos. Planteémonos porque queremos estar en todos los lugares al mismo tiempo. Aceptemos que, si el día de mañana queremos cambiarlo todo, los gestos individuales cotidianos importan.
Reflexionemos sobre habitar y aportar en nuestros lugares de origen, rompiendo con la idea de viajar constantemente al evento repetitivo de turno con la extracción y el perjuicio que estamos incentivando. Dejemos de idealizar al artista y sostener tan alegremente un modelo cultural que expulsa a la clase trabajadora —al menos la que es consciente de serlo—. Imaginar otro arte es difícil, pero quizá podamos empezar por asumir que no gana relatos, ni para desahucios; no se le puede exigir tal cosa. Lo que sí es deseable es que vuelva a ser un arma en nuestras manos que ayude a propagar —o agitar— nuestras ideas. Organicémonos y luchemos por un mundo nuevo. Salud y acierto.