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De haberlo sabido
Amor egoísta
Cualquiera que tenga un concepto “sano” del amor podría decir que el egoísmo es una actitud incompatible con los afectos. Que el querer debe ser desinteresado, generoso, honesto, equitativo. Que amar no puede consistir en otra cosa que en poner siempre por delante el bienestar del sujeto amado, incluso en los casos en los que esto suponga tener que tomar decisiones que nos hagan sufrir a nosotras mismas. Nos sabemos de sobra los mantras: “Hay que aprender a soltar”, “dejar ir es el mayor acto de amor”... Blablabla.
Y es cierto, pero ¿quién no ha sido nunca egoísta por amor? ¿A quién no se le ha nublado el juicio y lo ha sido, precisamente por pura ingenuidad? Por ilusa. Porque a veces no es tan sencillo como eso de “engañarse a una misma”, sino que la mente humana opera por laberintos tan complejos que, en situaciones extremas, tiende a hacernos creer que la realidad es otra. Por muy evidente que sea. Y no es que no seas capaz de aceptar lo palpable, es que no lo ves. Te ciegas. Y lees y escuchas una y otra vez que no hay remedio, que no se puede hacer nada, pero tu cabeza se agarra a lo que puede y te dice: no. ¿No lo ves? No pasa nada. ¿No lo ves? Todo sigue igual que siempre.
La teoría de la psiquiatra Kübler-Ross sobre las fases del duelo es quizás una de las más populares: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Esto suele ocurrir en las pérdidas inmediatas, pero también aparecen estas reacciones cuando la pérdida es un proceso sin fecha, como las enfermedades terminales.
Cuando te dicen que alguien a quien quieres se va a morir, la mente empieza a funcionar a toda velocidad. Pero no lo hace bien, nunca lo hace bien
Y en esas ocasiones, ¿quién es capaz de mantenerse dentro de las líneas de la lógica? Cuando te dicen que alguien a quien quieres se va a morir, la mente empieza a funcionar a toda velocidad. Pero no lo hace bien, nunca lo hace bien. Porque entran a jugar otras emociones tramposas como la incertidumbre o la esperanza, para apartar la aceptación y, en definitiva, la tristeza.
Así que ahí nos encontramos, una vez más, en la negación. Y esta actitud, sin control, puede acabar haciendo que disociemos hasta tal punto que no seamos conscientes de lo que está ocurriendo hasta que nos demos de bruces con la realidad. Y que la lucidez llegue solamente en el momento en el que tenemos que tomar una decisión: si ayudar a ese ser al que amamos tanto a irse, por piedad, o dejar que se apague solo, prolongando su sufrimiento, por miedo a la pérdida. Por amor. Por egoísmo.
La eutanasia es elegir poner fin al sufrimiento de un animal y un acto de amor supremo y desinteresado, es una forma de mostrar respeto por la vida, aunque a veces lo hacemos demasiado tarde
La forma en la que queremos a los animales es una de las más puras y desinteresadas de cariño. Pero, como cualquier amor ciego e incondicional, puede nublarnos el juicio y llevarnos a tomar decisiones que no siempre son las mejores. Por amor. Por egoísmo.
La eutanasia es una de las más desgarradoras, pero de las más compasivas. Es elegir poner fin al sufrimiento de un animal y un acto de amor supremo y desinteresado. Es tener piedad. Es tener compasión. Es reconocer que su bienestar nos importa más que la necesidad de tenerlo a nuestro lado. Es una forma de mostrar respeto por la vida, es liberarlos de una agonía que no pueden entender ni controlar.
Y, aún así, a veces lo hacemos demasiado tarde. A veces alargamos esa despedida, estiramos el tiempo más de lo que debiéramos. Por amor. Por egoísmo.