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Cuando Pau Ribes se convirtió a los siete años en el primer chico de España en hacer natación sincronizada, no imaginaba que, con el tiempo, sería blanco de agravios como “chupa pollas” y gestos plagados de desprecio. ¿La razón? Estaba enamorado de un deporte que, a ojos de la sociedad, era solo para chicas. “Un día encontré toda mi ropa tirada por el suelo del vestuario; y otro, me robaron los pantalones. Tuve que marcharme a casa en camiseta y calzoncillos”, recuerda a El Salto el joven de 23 años durante el entreno de natación sincronizada de su equipo. Y añade: “Por suerte, siempre he pasado de todo”.
Ribes es miembro de Panteres Grogues, el primer club deportivo LGTBI de España. Fundado en Barcelona en 1994, no solo ha trabajado para ser un lugar donde gais, transexuales, lesbianas y bisexuales puedan practicar deporte lejos de la LGTBIfobia que siempre ha imperado. También para ser un espacio donde todas las personas que no encajan en los falsos estereotipos de género puedan disfrutar de su pasión, sin importarles si no son como les dijeron que debían ser, cuenta a El Salto el presidente del club, Toni Travieso.
“La situación es mucho mejor que años atrás. Pero aún hay personas que no entienden que somos parte de la sociedad y que nosotros también podemos dar alegrías a la gente con el deporte”, lamenta Travieso al hablar de una realidad que ha marcado un antes y un después en la vida de un incontable número de deportistas.
Contra toda adversidad
Cuando Ribes tenía 16 años, las directrices de la Real Federación Española de Natación (RFEN), que sigue la normativa de la Federación Internacional de Natación (FINA), dictaban que entre las filas del equipo nacional solo podía haber mujeres. Eso significaba que mientras sus compañeras podían empezar a prepararse para intentar entrar en la selección, para él no existía ningún entrenamiento que le permitiera seguir forjándose como profesional. Tenía las puertas cerradas y su única opción para seguir con su sueño pasó a ser el equipo mixto de natación sincronizada de Panteres Grogues. “Por ser hombre, me encontré con un impedimento que no me dejaba crecer deportivamente”, dice mientras sus gritos de ánimo empujan a sus compañeros del club a azotar la superficie del agua moviendo sus piernas, brazos y manos.
Uno de ellos es Fèlix Barenys, de 20 años. Cuando dijo en su club de natación de Barcelona que era homosexual, llegaron los comentarios y actitudes desafortunadas que atentaban contra su sexualidad. Reconoce a El Salto que no fue víctima de una homofobia que le señalaba directamente diciendo “maricón de mierda”, sino de gestos que decían “tú no eres de los míos porque tu sexualidad es diferente”. Y antes de que pudiera darse cuenta, la sensación de estar apartado se había convertido en una constante. “Había compañeros que no me hablaban y algunos de mis amigos se unieron a ellos. Otro empezó a reírse de mí e iba chillando por allí que era gay”, recuerda Barenys en las Piscinas Bernat Picornell de Barcelona con la mirada perdida en un mar de recuerdos que, por mucho que duelan, prefiere llevar consigo.
La recompensa de ser uno mismo
Sentado en el suelo de las mismas piscinas, el coordinador del equipo mixto de natación sincronizada del club, Toni Gutiérrez, asegura a El Salto que Panteres Grogues “no es un gueto LGTBI, es un grupo diverso que refleja la sociedad en la que vivimos. Aquí puedes ser tu mismo. Seas como seas, no tienes nada que esconder”. Una atmósfera donde, además de aprender a mimetizarse en el agua, hizo que Barenys se atreviera a dejar de esconder las citas que tenía con otros chicos y a entender que nunca formaría el modelo de familia tradicional que le habían dicho que debía tener. “Empecé a aceptarme porque, por fin, tuve otros adultos como referentes que no eran mis padres. Que eran homosexuales, vaya”, admite Barenys al hablar de un rechazo en el cual la experiencia de Ribes está parcialmente reflejada.
Ni las críticas ni la negativa de la FINA, ni los insultos consiguieron que, durante los años que solo pudo entrenar en Panteres Grogues, dejara de enarbolar que “ningún deporte debería tener sexo”. Tampoco que pasara día sin amar el particular mundo que había construido bajo el agua hasta que la FINA acabó cambiando la normativa y, en 2015, pudo entrar en el equipo nacional. Había hecho realidad su sueño y tocó su punto álgido cuando, ese mismo año, debutó en el Mundial de Kazán junto a su ídolo y nadadora profesional, Gemma Mengual. La ovación del público anunciaba que estaba haciendo historia, que sobrepasar todos los obstáculos había valido la pena y que “pasar de todo” le había convertido en el primer y único hombre de la selección española.
“Poco a poco, iremos rompiendo barreras entre todos. Solo falta gente que tenga las narices para ‘salir del armario’ y ser uno mismo. No podemos ser robots. Cada persona es un mundo”, sostiene con una sonrisa que recuerda que hay logros que siempre pueden despertar una mágica sensación.
Un sentimiento que se mueve entre la alegría y la satisfacción y que, ahora, también hincha de gozo los pulmones de la jugadora amateur de baloncesto de 32 años, Clara Ribera. Desde el otro lado del teléfono, cuenta a El Salto que, después de escuchar en el colegio agravios como “camionera” y “marimacho” y de tener que pagar mucho más dinero que los chicos para inscribirse en algunos torneos porque “ellos siempre tenían más sponsors”, no puede evitar emocionarse al ver lo lejos que está el panorama actual del que vivió de adolescente. “La cantidad de medios de comunicación y niñas de clubes de básquet que fueron el otro día a ver el partido del Club Baloncesto Avenida y del equipo de la Universidad de Girona, no es algo que se viera antes… Significa que algo estaremos haciendo bien”, cuenta Ribera que, al mismo tiempo, asegura que eso no significa que deje de reivindicar el trato que siempre debieron tener todas las mujeres.
Un camino aún lleno de pedregales
Sobran los casos que retratan la faceta machista del deporte. Lo primero que dijeron en una entrevista en Vodafone Yu a la medallista mundial de halterofilia, Lidia Valentín, fue “tienes las manos suaves, pequeñitas…, pero si me das una hostia a rueda brazo me vistes de torero”.
Y, según condena el presidente de Panteres Grogues, “cuando la selección femenina de fútbol Sub-17 se proclamó en diciembre campeona del mundo, los medios les dedicaron dos segundos, y a los partidos del Barça y el Madrid un minuto y medio”. Ejemplos que son solo la punta del iceberg de todo lo que las mujeres han tenido que aguantar a lo largo de los años y que, hoy, hacen que para Ribera sea imposible seguir callada: “Antes aguantábamos, normalizábamos e interiorizábamos ciertos desprecios. Pensabas: ‘a lo mejor es porque estorbo’. Pero no, ¡coño!, no tengo que aguantar que nadie me trate así por practicar deporte”.
Del mismo modo que, para Gutiérrez, nadie tendría que haber soportado que en el Mundial de Kazán se impusieran a los deportistas de natación sincronizada limitaciones estéticas y de vestimenta. “A través de la música, el maquillaje y el vestuario tu representas una escena. Nos dicen que el deporte es liberador, y aún existen estas actitudes represoras. No tiene sentido”, indica indignado.
Mientras tanto, estos deportistas y muchos otros, invertirán cada gota de sudor en liquidar una mentalidad que, a lo largo de la historia, solo ha conseguido que el mundo se pierda a grandes profesionales. Ellos tienen claro que no pasarán por el mismo ostracismo.
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