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Movimientos sociales
La Colombia invisible está en la calle
Silencio casi global sobre la movilización de 100.000 indígenas y de decenas de miles de campesinos en Colombia. El Estado mantiene la doctrina del ‘enemigo interno’ cuando el denominado postacuerdo está sacando a la luz la violencia estructural.
A veces da la sensación de que lo que ocurre en Colombia es la confirmación del ‘Olvido que seremos’, el título de Héctor Abad Faciolince. Nadie habla ya de este país que durante el breve instante permitido por el ombliguismo eurooccidental aparecía en las noticias como un lugar donde se estaba poniendo el punto final a una guerra.
Los que conocemos Colombia y los colombianos comprometidos con la paz, que no representan a la mayoría del país, sabíamos que ese punto y final tenía peligrosas semejantes a unos puntos suspensivos, pero lo que era difícil de imaginar era el apagón mediático internacional –el nacional es parte del paquete de la violencia estructural- sobre lo que allá acontece.
Obviemos los líderes y lideresas asesinados en lo que va de año (que dependiendo de las cuentas pueden ir de los 90 casos a los 130); obviemos que el boicot continuado del Centro Democrático de Álvaro Uribe y de parte de los congresistas supuestamente leales al Gobierno está a punto de arruinar la médula espinal del acuerdo entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC (la Justicia Especial de Paz-JEP); obviemos la masacre cometida a principio de octubre por la policía antinarcóticos (al menos 7 campesinos asesinados a sangre fría y decenas heridos de diferente consideración); obviemos el avance brutal del narco paramilitarismo en diferentes zonas del país; obviemos el difícil, amenazado e imprescindible cese al fuego bilateral y temporal que arrancó el 1 de octubre entre las fuerzas militares y la guerrilla del ELN; obviemos casi todo…
Pero es difícil no ver el paro campesino que está en marcha desde el 25 de octubre y más difícil aún es ignorar a los 100.000 indígenas que están movilizados en la Minga Nacional por La Vida y que tienen bloqueado buena parte del país exigiendo que el Gobierno cumpla con los 1.300 acuerdos firmados con diferentes nacionalidades en los territorios y que, hasta el día de hoy, se han quedado en el papel y en el olvido (que somos).
La Minga indígena ya suma medio centenar de heridos y varios líderes judicializados en ese vasto terreno de la invisibilidad del que sólo le es permitido salir cuando retienen a agentes de la policía o del Ejército. Entonces… los ‘indígenas’ vuelven a ser los 'bárbaros' que están en contra de una ‘civilización’ que responde a bala –tal y como constata Naciones Unidas- la protesta social de los que sólo exigen que se honre lo firmado. Las protestas campesina e indígena muestran un país en el que la paz, la tan vendida paz que le valió un premio Oscar –perdón, un Nobel- al desorientado presidente de la República, Juan Manuel Santos, está temblando ante las amenazas previsibles y la inacción (y, a veces, la acción) del Estado.
Las protestas harían ver –si se mostraran en su verdadera dimensión- la violencia estructural que el llamado conflicto armado ha invisibilizado durante décadas. Porque la guerra ha funcionado como disculpa para casi todo, hasta para criminalizar toda protesta social y para darle aliento a la Doctrina de la Seguridad Nacional, regada por el continente por Estados Unidos hace cuatro décadas y que en Colombia sigue traduciéndose en que las fuerzas militares no protegen fronteras sino que luchan contra el “enemigo interno”.
Ese “enemigo interno” ya no es (aunque todavía lo sea) el comunismo. Ahora, fundamentalmente, el enemigo interno son las comunidades que defienden el territorio ante la arremetida de redes de narcotráfico o de megaproyectos económicos relacionados con el extractivismo; el enemigo interno son los afro, los indígenas, los campesinos que exigen decidir y gobernar los territorios que habitan y que han habitado sin ayuda de nadie: más bien lo han hecho con la amenaza de todos.
La Colombia invisible está en la calle pero no todo el que esté en la calle es tratado igual. Edwin Cruz, en su estudio sobre la protesta social en Colombia, destaca que “el movimiento estudiantil, cuyos repertorios de acción colectiva acuden a lo simbólico, lo expresivo y lo lúdico mediante los conocidos ‘abrazatones’, ‘besatones’ y carnavales de protesta, es objeto de una menor represión en comparación con protestas que recurren mayoritariamente a los bloqueos de vías principales, como los paros cafetero y campesino [o indígena, ahora]. Del mismo modo, es factible que la represión se produzca a mayor escala y con mayor frecuencia en el campo, donde el aislamiento y las condiciones de la comunicación aportan oportunidades para un manejo represivo de la protesta, que en la ciudad, donde la información fluye con mayor rapidez, y más si se trata de la capital en un país centralista como Colombia”.
La protesta social va a ir en aumento en Colombia, tal y como ha anunciado la Fundación Ideas para la Paz, y el Estado –y los medios de comunicación del sistema- tendrá que cambiar su forma de relacionarse con los movimientos si realmente hay alguna voluntad de paz. Indígenas, campesinos, cocaleros o afros no son enemigos internos, son colombianos y colombianas abandonados a su suerte por esta República que nació cargada con las peores formas del poder colonial español.
El poeta Juan Manuel Roca sacaba del baúl un texto escrito durante otra Minga indígena –todas masivas, todas enfrentadas con las armas por el Estado- y recordaba que “la verdad, frente al generalizado aturdimiento intelectual de buena parte del pueblo colombiano, [es que] ellos [los pueblos indígenas] viven dando a cada tanto, tras el permanente exterminio de muchos de sus líderes, una lección de dignidad”. El problema es que la dignidad simbólica no soluciona los problemas reales de unos pueblos que habitan las cartografías de los nuevos-viejos conflictos económicos y armados que han sucedido tras la salida de los guerrilleros y guerrilleras de las FARC de los territorios.
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