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Política Cipotuda
Tània Verge con DisparaMag
Tània Verge parte de la necesidad de feministizar la política con el objetivo de democratizar unas instituciones construidas en los valores de la masculinidad hegemónica.
Tània Verge parte de la necesidad de feministizar la política con el objetivo de democratizar unas instituciones construidas en los valores de la masculinidad hegemónica. La idea es acabar con unas relaciones de poder que se sustentan en el patriarcado y que dejan a las mujeres en la subalternidad de ser consideradas “las otras”. Su punto de vista nos ayuda a definir esta “política cipotuda” que pretendemos desenmascarar.
Es doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense. En la actualidad es profesora de Ciencia Política y directora de la Unidad de Igualdad de la Universitat Pompeu Frabra (UPF, Barcelona). Ha publicado numerosos artículos sobre su área de investigación que se centra en los partidos políticos y en la interacción entre género y política.
Partiendo de la convicción de que vivimos en un sistema que sustenta sus instituciones y toda nuestra cultura política en el patriarcado y teniendo en cuenta la crisis la representación política que vive el establishment ¿qué importancia tiene la perspectiva de género para la revisión y reconstrucción de esta representatividad?El género no sólo opera en el nivel interpersonal, estableciendo jerarquías a partir de construcciones sociales de la feminidad y la masculinidad, sino que es una característica de las instituciones y de las estructuras sociales. Afirmar que una institución está “generizada” o sesgada al género significa que las construcciones sobre la masculinidad y la feminidad integran la propia lógica institucional.
El régimen de género de la política incluye un estilo de liderazgo marcadamente masculino, basado en la agresividad, una asertividad desmesurada y un carácter adversarial, junto a unos arreglos institucionales que discriminan a las mujeres.
La experiencia de los individuos en las instituciones y organizaciones varía según su género, especialmente en lo que concierne a roles, oportunidades y obstáculos que facilitan o impiden una participación efectiva. Cada espacio institucional tiene un régimen de género específico, que interactúa con aspectos de género más amplios que se están negociando y renegociando en el conjunto de la sociedad.
El régimen de género de la política incluye un estilo de liderazgo marcadamente masculino, basado en la agresividad, una asertividad desmesurada y un carácter adversarial, junto a unos arreglos institucionales que discriminan a las mujeres. No sólo los horarios de la política se ajustan a sujetos que tienen la vida familiar resuelta (porque suelen tener a otra persona, generalmente una mujer, que se ocupa de las tareas domésticas y de cuidado) sino que con tales prácticas imponen mayores renuncias a las mujeres. No sorprende pues que entre las personas que se dedican a la política, las mujeres tengan, en general, menos hijos/as que los hombres, o que haya una proporción mayor de solteras y divorciadas – tampoco es casualidad que este estatus se adquiera tras el paso por la política. Por otro lado, opera en las instituciones políticas una segregación vertical, por la cual los hombres suelen ocupar las posiciones de mayor visibilidad y reconocimiento, así como una segregación horizontal, asignándose a las mujeres aquellas áreas más relacionadas con el cuidado, nuevamente con la esfera privada (bienestar social, educación, etc.), y reservándose a los hombres las áreas a las que tradicionalmente se ha otorgado un mayor prestigio (economía, asuntos exteriores, etc.). Pero, sobre todo, prevalece en la política una norma de género muy clara: el político, por definición, es un hombre, hecho que explica que a menudo no “se encuentren” mujeres preparadas.
Cuando se rompe la norma somática que indica a qué cuerpos corresponde ocupar los puestos políticos, esto es, cuando las mujeres irrumpen en la arena política, son tratadas como invasoras de espacios, como describe la socióloga Nirmal Puwar (Space Invaders: Race, Gender and Bodies Out of Place, 2004). Una muestra de ello son los comentarios que reciben las mujeres políticas, soliéndose valorar o criticar más su vestido o peinado que su acción política. Asimismo, las críticas dirigidas a su acción política a menudo toman una virulencia especial. Los descalificativos y desprecios no son exabruptos de unos pocos políticos, tertulianos, columnistas o tuiteros maleducados sino la expresión de la cultura sexista y androcéntrica imperante en instituciones, partidos y medios de comunicación, así como en el conjunto de la sociedad. Trascienden el ataque personal e impactan en todo el colectivo de mujeres, recordándoles – recordándonos – que siguen siendo invasoras de espacios.
Incorporar la perspectiva de género al análisis de las instituciones políticas implica identificar todas estas normas no escritas y prácticas sesgadas al género o aparentemente neutrales al género pero que producen efectos negativos para las mujeres. No se puede actuar si el ‘problema no tiene nombre’. Esta identificación permite problematizar la configuración y modus operandi patriarcal actual de las instituciones, incluyendo los usos del tiempo, y plantear una revisión profunda de las mismas. Esto implica partir de la definición de las instituciones como espacios de distribución del poder, con capacidad para (re)producir desigualdades pero también para contestarlas y subvertirlas.
Durante siglos los hombres han legislado sobre las corporalidades e identidades femeninas, homogeneizándolas y despojándolas de su propia subjetividad ¿cómo crees que puede estar afectando eso a las propias formas de hacer política de las mujeres?
Dado que el género construye jerarquías y oposición, las mujeres siempre son vistas como las ‘otras’. Mientras los hombres sean considerados “el modelo estándar”, existe la tentación de actuar siguiendo los parámetros de la masculinidad hegemónica. Pero la política es uno de los ámbitos donde se hacen más visibles las tensiones irresolubles a las que se enfrentan las mujeres. Por ejemplo, la norma de dedicación exclusiva que predomina en los partidos genera frustración en las mujeres ya que afrontan el dilema de escoger entre su vida personal y su actividad política. Subyacente a esta elección dolorosa, hallamos el “sentimiento de culpa” por dedicar horas de trabajo en el partido a expensas del tiempo familiar, una experiencia generalmente inaudita para un sujeto masculino. La mayoría de las mujeres se enfrentarán, pues, a la doble carga de violar ciertas normas, con independencia de cuál sea su elección. Si dedican más tiempo al partido, estarán violando las normas sociales relativas a las responsabilidades de las mujeres en las tareas de cuidado; si dedican más tiempo a sus familias, violarán la norma partidista de dedicación intensiva. Otro ejemplo tiene que ver con la ambición. La ambición no es una cualidad apreciada en las mujeres mientras que se presume una característica positiva en los hombres. Es decir, la ambición se le presupone a un hombre que se dedica a la política, o se ve como algo inherente a la actividad política. En cambio, una mujer que se muestre o sea percibida como ambiciosa está rompiendo la norma de género que reserva a las mujeres la modestia y, por lo tanto, también será penalizada. Y si no se muestra ambiciosa, recaerá en ella la responsabilidad de no haber hecho avanzar su carrera política. De nuevo, las reglas del juego están viciadas de origen.
A raíz de la cuestión catalana, venimos observando una capacidad nula de negociación por parte del gobierno del Partido Popular que demuestra una falta de voluntad total para empatizar, desde una perspectiva totalmente patriarcal del poder, ¿crees que esta manera de entender el conflicto político es reversible?
No me parece que sea reducible a la concepción del poder del PP sino a la del estado español. En este sentido, podría definirse como patriarcal porque concibe su propia existencia a partir de la dominación o poder sobre las minorías nacionales. Así lo ha expresado también Rubalcaba, ex secretario general del PSOE, al afirmar que reconocer el derecho a decidir de Catalunya implicaría colgarle el cartel de ‘frágil’ a España.
Dominación es imponer a través del Tribunal Constitucional un Estatuto de Autonomía contra la voluntad del Parlament de Catalunya y de la ciudadanía. Dominación es rechazar cualquier propuesta para profundizar en el autogobierno, ejercer un control financiero injustificado, invadir competencias con leyes de bases u otros mecanismos recentralizadores y recurrir sistemáticamente al Tribunal Constitucional (y suspender) las leyes del Parlament. Dominación es invitar a presentar una propuesta de referéndum en una asamblea legislativa española que, previo al debate, ya ha determinado el resultado. Dominación es responder a la convocatoria de un referéndum con una grave vulneración de derechos fundamentales y una desenfrenada represión política (artículo 155, presión a empresas), policial (uso de la fuerza contra la gente, identificaciones, registros y detenciones arbitrarias) y judicial ('causa general' contra el independentismo). Se ha estirado tanto el llamado ‘estado de derecho’ que no puede ni cruzar la frontera sin derrumbarse, como demuestra la retirada de la euroorden para la extradición del president y los consellers de la Generalitat exiliados en Bruselas. Dominación es convertir en cuestión de estado la no investidura del candidato más votado en unas elecciones ilegítimamente convocadas.
No hay solución posible al conflicto político cuando prácticamente todos los partidos de ámbito estatal comparten una definición orgánica de la nación española y están dispuestos a promover, apoyar o ignorar los abusos cometidos en nombre de la ley contra una parte de la ciudadanía de su propio estado y que crean, abonan o son tibios ante la deshumanización de quien no encaja en esta definición orgánica de la nación y es considerado por ello el ‘enemigo’ que solo merece la derrota y la humillación. Por su parte, los partidos que supuestamente defienden una España plurinacional han ignorado o han sido tibios ante toda la represión desatada contra el movimiento independentista. La equidistancia del 'ni DUI ni 155' implica tristemente un acomodo a la política de la dominación, un acomodo que incluso ha conducido a reventar la propia organización territorial del partido en Catalunya.
Una concepción del poder como dominación o ‘poder sobre’ es incapaz de aceptar la diferencia como un hecho positivo, de reconocer la soberanía de otros sujetos políticos y, por tanto, de respetar el derecho de autodeterminación de los pueblos.
No, no veo que el conflicto político sea reversible.
Nos llama la atención la infrarrepresentación femenina que hay en la política local, que a priori se supone más accesible, en comparación con la política estatal ¿a qué tipo de dinámicas crees que responde esta circunstancia?
La infrarrepresentación se produce especialmente a nivel de alcaldesas más que en el nivel de concejalas, ya que las cuotas electorales de género solo establecen una proporción mínima (40%) y máxima (60%) para cada uno de los dos sexos en las listas electorales, a cumplirse sobre el conjunto de la lista y en cada tramo de cinco posiciones.
Quien ocupa la primera posición en las listas electorales municipales suele ser la persona que el partido ha elegido como alcaldable. Las posiciones en las listas no solo reflejan la prominencia de los candidatos dentro de la jerarquía de los partidos, sino que los candidatos mejor clasificados en las listas electorales suelen obtener puestos de alto rango en los órganos ejecutivos de los partidos. Por lo tanto, el dominio masculino de las posiciones superiores de las listas es decisivo para asegurar tanto la elección de candidatos hombres como para mantener el poder posicional de los hombres dentro de los partidos, lo que establece un circuito de retroalimentación positiva para los hombres pero un círculo vicioso para las mujeres. Es en el nivel local donde los estudios especializados documentan fundamentalmente la existencia de los ‘male power monopolies’ y las ‘old boy networks’, unos espacios y redes informales basados en el ‘capital homosocial masculino’, un tipo de capital social generado entre hombres y en beneficio mayoritariamente de otros hombres a través de recursos expresivos (confianza, afinidad, etc.) e instrumentales (acceso a las oportunidades de reclutamiento, promoción, etc.).
Algunos países han empezado a adoptar ya las denominadas cuotas cremallera, aplicándose a nivel vertical (alternancia estricta de principio a fin de la lista de mujeres y hombres) y horizontal (la mitad de las listas deben estar encabezadas por mujeres y la otra mitad por hombres). Son el único tipo de cuota que no ofrece margen alguno para la discriminación estratégica que siguen aplicando los partidos en favor de los hombres y en contra de las mujeres.
Hay que crear un lobby feminista, que trabaje dentro y fuera de las instituciones de manera combinada con el objetivo no solo de feminizar la política, en cuanto a la composición de las instituciones, sino también de feministizarla.
¿Cuáles son, a grandes rasgos, los desafíos del feminismo (y de las mujeres feministas, claro) a la hora de tomar las instituciones?
En primer lugar, se trata de hacer un buen diagnóstico. Los diagnósticos son empoderantes si se hacen de manera colectiva. Es decir, es cuando comprendes que lo que le pasa a una es un problema común de todas que se identifica que ‘lo personal es político’. Para provocar cambios, en segundo lugar, hace falta generar alianzas, tanto dentro como fuera de las instituciones. Por un lado, una parte del movimiento feminista ha sido tradicionalmente reacio a participar en o a colaborar con la política institucional y los partidos. En segundo lugar, las mujeres presentan una rotación mucho más alta en las instituciones, tanto porque son renovadas en mayor medida que los hombres como porque buscan en menor medida perpetuarse en las instituciones por entender la participación en la política institucional como una fase de su vida, no como una carrera profesional. Los arreglos institucionales ciegos al género o directamente sesgados al género tienen, sin duda, un papel relevante en ambas explicaciones. En tercer lugar, las ‘carteras’ (ministerios, consejerías, etc. en las instituciones o secretarías en los partidos) relacionados con las áreas de intervención más vinculadas a la igualdad de género suelen ser las menos dotadas de recursos y las que proporcionan un menor capital político para la consolidación de las carreras políticas y las promociones. Hay que crear un lobby feminista, que trabaje dentro y fuera de las instituciones de manera combinada con el objetivo no solo de feminizar la política, en cuanto a la composición de las instituciones, sino también de feministizarla. Esto implica abandonar unas formas de hacer política y un funcionamiento de las instituciones basadas en la experiencia vital de los hombres y en los valores de la masculinidad hegemónica. Implica también romper con la división entre esfera pública y esfera privada sobre la que se sustenta conceptualmente tanto el Estado como la ciudadanía para poner en el centro de la acción pública la vida de las personas. Como plantea Anne Phillips, la política de la presencia (vía la feminización) puede que sea una medida reformista, pero es sobre todo una condición necesaria para que las leyes y las políticas públicas actúen en favor de la transformación social y la erradicación de las relaciones de poder de género, es decir, del patriarcado (feministización de la acción política).
¿Es esta feministización entonces el equivalente a más democracia?
Se han denominado ‘democracias’ aquellos sistemas políticos que, como mucho, eran gobiernos representativos con electos y elegibles de entre el 50% de la población, cuando las mujeres estaban excluidas del derecho al sufragio. Y seguimos llamando ‘democracias’, una vez el sufragio es universal – aunque no lo sea del todo por excluir a la población de origen inmigrante – a pesar de que las mujeres seguimos siendo ciudadanas de segunda categoría. Tenemos formalmente garantizado el derecho a la integridad física, pero el terrorismo machista nos sigue golpeando y matando a niveles de feminicidio. Tenemos formalmente garantizado el derecho al sufragio pasivo, pero donde no se aplican cuotas, como en los cargos de designación, los hombres ocupan la mayor parte de los puestos. Tenemos formalmente garantizado el derecho a la no discriminación, pero nuestros salarios y pensiones son sustantivamente más bajos que los de los hombres, se nos borra del lenguaje, se nos invisibiliza o se nos presenta como objetos sexuales en los medios de comunicación y la publicidad. Muchos de los derechos sociales no son derechos inalienables de las personas ni son iguales para todas ellas, con el nivel más alto de protección vinculado al trabajo remunerado a tiempo completo a lo largo de toda una vida. Así, los derechos sociales siguen inspirándose en un modelo de trabajador que no solicitará el permiso de maternidad ni otros permisos para el cuidado de personas dependientes, básicamente porque tiene la vida familiar resuelta. No es que la feministización sea equivalente a más democracia, es que sin ella es una broma hablar de democracia.
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