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Política Cipotuda
Genealogía de la cipotudez política española
Algún día un señoro contará que hubo un tiempo en que una ardilla podía recorrer la historia del poder político en España saltando de cipote en cipote y todas reiremos.
La construcción de las reglas del juego del ejercicio del poder político en España ha sido hecha por señoros y para señoros. O dicho de otra forma, una ardilla podría recorrer la historia de la toma de decisiones políticas en España saltando de cipote en cipote. Sostener tales afirmaciones en todo su significado, más allá del eslogan, sin duda desborda este texto, sin embargo la historia está llena de detalles que –oh, qué cosas– sostienen la afirmación inicial. Si consideramos que el sistema político español se inscribe en una tradición de Estados liberal-democráticos, es en la propia genealogía de dicha tradición donde pueden hallarse las primeras pruebas inculpatorias. Resulta que hay dos señoros de relumbrón, que si por sus opiniones sobre las mujeres fuese, hoy escribirían en El Español, El Confidencial o saldrían en AR: el señoro Thomas Hobbes y el señoro Jean Jaques Rousseau, de ahora en adelante Tomi y Jaco.
Con estas cosas, suele argumentarse que “bueno, mujer, es que eran las cosas de la época”, de hecho, esta cosa siempre ha sido una cosa de la época ¿no? Pero ¿qué eran estas cosas de la época? Pues, mira, Jaco, por ejemplo, pensaba que “la educación de las mujeres siempre debe de ser relativa a los hombres: agrados, sernos de utilidad, hacernos amarlas y estimarlas, educarnos cuando somos jóvenes y cuidarnos cuando somos adultos, aconsejarnos, consolarnos, hacer nuestras vidas fáciles y agradables”. Pero ¿es que hoy la mujer no sigue haciendo todo más fácil y arreglando los desmanes machos? Desde los regalos de cumpleaños, pasando por el campo de trabajo en el que se convierte para una mujer una casa en navidad, hasta, en definitiva, intentar MANTENER EL MALDITO CONTROL, que mucho con el estereotipo de señora histérica, pero qué piel más fina tenéis los tipos duros cuando os equivocáis, rompéis cosas, os perdéis y la liáis parda. O cuando os ganamos en vuestras mierdas absurdas. En fin, ¿por dónde iba? Jaco dijo todo el rollo ese de que las mujeres tenemos que hacer las vidas de los hombres fáciles y agradables. Y, yo digo, si hay consenso académico en que las obras políticas de Rousseau fueron enormemente influyentes en la construcción y el desarrollo de sistemas e instituciones políticas cuyo devenir histórico llega y se ramifica hasta los sistemas de muchas democracias occidentales, los señoros influidos por Jaco, o que se ponían, Contrato Social en mano, a construir instituciones que materializasen eso de que el poder es del pueblo ¿pasaban por encima esos pasajes que trataban a las mujeres como un cojín o el aire acondicionado?
A primera vista, podría parecer que Jaco –"toda ley que el pueblo en persona no ratifica, es nula"– está más del lado de los derechos y libertades que Tomi –"son los hombres y las armas, no las palabras y las promesas, lo que constituye la fuerza y el poder de las leyes"–. Sin embargo, si atendemos a sus opiniones sobre el papel de las mujeres en la vida política la perspectiva sin duda que gana en matices. Como muestra Rosalba Durán, en su artículo “Mujer e Igualdad en Hobbes y Spinoza”, Tomi en su Elements of Law parte de un punto de singular importancia: en el estado de naturaleza, previo a todo pacto humano, para entendernos, mujeres y hombres son naturalmente iguales y no solo eso, Tomi además cuestiona la sujeción de los hijos e hijas al padre por naturaleza haciendo una enmienda a la totalidad: “Suponiendo de nuevo a los hombres libres de todos los pactos mutuos, y que todo hombre tiene derecho por ley natural a la propiedad sobre su propio cuerpo, el niño debe ser más bien propiedad de la madre (de cuyo cuerpo forma parte hasta el tiempo de la separación) que del padre”. Bien es cierto, que Tomi aquí golpea al naturalismo de su época en esta cuestión. Pero no merece palmadita alguna, su labor va a ser más sofisticada y más tóxica para la lucha de las mujeres por la consecución de sus derechos y libertades.
Su tarea va a ser la de, por un lado, reconocer que en el estado de naturaleza hombres y mujeres son iguales, y, por otro, justificar el carácter convencional y consentido de la cesión que hacen las mujeres de sus derechos en favor de los hombres. En efecto, como se pone de manifiesto en la monumental Enciclopedia Histórica y Política de las Mujeres (Europa y América), dirigida por Christine Fauré, “Hobbes no rechaza el patriarcado, sino que logra justificarlo en términos de pacto”. Para Tomi una persona no puede ser superior a otra si no es por medio del consentimiento. Incluso en la conquista por la que se alcanza un dominio despótico, dicho dominio es fruto de un pacto y del consentimiento del vencido (de la vencida, en este caso) ante el vencedor, a fin de salvar su vida. Para más señas, además, Tomi establece que este pacto puede ser manifestado “bien sea por palabras expresas o por otros signos suficientes de la voluntad”. Lo que sin lugar a dudas recuerda a algunos de los argumentos habituales de los que se sirven los abogados defensores de violadores para justificar que había consentimiento. Tu polla ahí, Tomi. En particular, resulta revelador, cómo, en un momento de su De Cive, Hobbes pone el ejemplo de las amazonas –“(...) la diferencia de fuerzas no es tan grande como para que el hombre pueda dominar a la mujer sin lucha. Ni existe costumbre alguna que lo contradiga; porque ciertas mujeres, las amazonas, pelearon contra sus enemigos y dispusieron de la prole a su arbitrio; e incluso hoy en muchos lugares hay mujeres que tienen el poder supremo.”– en lo que podría ser un primer prototipo del, ya clásico del cuñadismo, “y los hombres maltratados, ¿qué?”.
Pero si buscamos acercarnos más a la realidad española y dejar atrás las alturas de la genealogía teórica de nuestros sistemas democráticos, las Cortes de Cádiz constituyen una parada obligatoria. La Constitución de 1812 recibió sobrenombre de mujer –la Pepa–, pero eso no esconde ningún tipo de trato de favor para las mujeres. Bueno, sí, los señoros dirán que era bastante para la época, pero como estamos viendo, siempre es bastante para la época, ¿verdad? Si acudimos a los diarios de sesiones de los trabajos constitucionales de Cádiz encontraremos que el 6 de septiembre de 1811, el diputado liberal Muñoz Torrero –Torri, para los colegas– toma la palabra para efectuar su distinción entre derechos civiles y políticos, argumentando que si la justicia exige que todos los individuos de la nación gocen de los primeros, es el bien general el que debe determinar el ejercicio de los derechos políticos. El concepto de bien general de Torri era peculiar; en respuesta a las cuestiones de los diputados de las colonias en torno a la esclavitud confesó: “si llevamos demasiado lejos estos principios de lo que se dice rigurosa justicia, sería forzoso conceder a las mujeres con los derechos civiles los políticos, y admitirlas en las juntas electorales y en las Cortes mismas”. Unos días después, en el debate sobre el artículo 29, el 15 de septiembre de 1811, el diputado Evaristo Pérez de Castro declaró: “En el sentir de la comisión todas las familias de la Península son ciudadanas, así como los son todas las de los españoles, americanos y las de los indios, pues aunque en unas y otras, las mujeres, los menores de edad, los criados, etcétera, no sean ciudadanos, unos llegan a serlo con el tiempo, y todos pertenecen a familias ciudadanas”. Esa es la ferralla machista, oculta tras el ornamento liberal, con el que se han ido construyendo nuestras instituciones.
Por otro lado, era clara la voluntad de las Cortes de Cádiz de crear un sistema público de enseñanza homogéneo. En este sentido, el 9 de septiembre de 1813 se dictaminó como principio general de enseñanza que la instrucción debía ser universal y, ya, en los últimos estertores del periodo constitucional de Cádiz, el 7 de marzo de 1814, con Fernando VII ya reestablecido en el trono por Napoleón y, casualmente, el mismo día en el que se le expedía el pasaporte para poder regresar a España, fue cuando la Comisión de Instrucción Pública presentó su Dictamen y Proyecto de Decreto sobre el arreglo general de la Enseñanza Pública por todo lo alto y con la polla fuera: “pero la Comisión ha considerado al mismo tiempo que su plan se reducía a la parte literaria de la educación, y no a la moral, principal objeto de la que debe darse a las mujeres. Tampoco pudo desentenderse de que este plan solo abraza la educación pública, y que cabalmente la que debe darse a las mujeres ha de ser doméstica y privada en cuanto sea posible, pues que así lo exige el destino que tiene este sexo en la sociedad, la cual se interesa principalmente en que haya buenas madres de familia”. ¿Viva la Pepa?
De nuevo, podría argüirse el sesgo cultural de la época. Y sí, está muy bien eso, pero si varios estudiosos influyentes deslizan durante siglos el mismo tipo de opiniones sobre el papel de la mujer en la política, si nuevas generaciones de intelectuales que van desarrollando nuevas ideas a partir de aquellas comparten esas visiones, si las élites políticas que van construyendo las instituciones de un Estado están atravesadas de forma significativa por esas opiniones, ¿no sería un tanto iluso pensar que de ningún modo eso va a tener un efecto sobre esas instituciones, sobre las prácticas, usos y procesos políticos que se desarrollan en ellas y sobre la cultura de todo un pueblo? Quizás no estemos en disposición de contestar a esa pregunta, pero si que sería una tremenda irresponsabilidad no hacérsela o dejar de hacérsela. Porque, sin ir más lejos, no son tan distintas las sesiones de las Cortes de Cádiz, e incluso, algún pasaje de nuestro Tomi, a alguna sesión de barra de bar y palillo comentando el último caso de violación o a algunas aventuras discursivas de, por ejemplo, Rafael Hernando, paradigma del homo politicus cipotudensis.
Pero, sorteemos el sesgo de época. Avancemos. En abril de 1924 el dictador Miguel Primo de Rivera promulga un decreto en el que se otorga el derecho de voto a la mujer, para ganarse esa importante porción de votos. No obstante, por ejemplo, ni la mujer casada ni la que se dedicaba a la prostitución tenían este derecho, en lo que sin duda constituye una equivalencia reveladora. En 1931, la Constitución de la Segunda República, si que iba a hablar de “ciudadanos de uno y otro sexo”, al tiempo que establecería que “el matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos”. No en vano, el sufragio femenino tanto pasivo como activo fue consagrado. Este logro no fue resultado de una gran potencia del movimiento sufragista en España, sino por influjo ideológico externo. Puede que sea un tanto irrespetuoso, pero puede decirse que el sufragio femenino llegó a España porque era la moda en muchos de los países europeos, con excepciones como Francia o Suiza. Es revelador, también, que las élites políticas progresistas tenían serias reticencias respecto a la cultura tradicional, católica y conservadora de la mujer en España. Clara Campoamor, en contra de su propio partido, el Partido Radical, no dudó en propinar las primeras collejas discursivas a una cipotudez incipiente a la que –parece– siempre se ha sentido atraída cierta progresía española: “Señores diputados… Yo no creo, no puedo creer, que la mujer sea un peligro para la República, porque yo he visto a la mujer reaccionar frente a la Dictadura y con la República. Lo que pudiera ser un peligro es que la mujer pensara que la Dictadura la quiso atraer y que la República la rechaza, porque, aunque lo que la Dictadura le concedió fue igualdad en la nada, como me he complacido yo siempre en decir, lo cierto es que, dentro de su sistema absurdo e ilegal, llamaba a la mujer a unos pretendidos derechos”.
Lo cierto es que el desprecio hacia ciertos grupos oprimidos por parte de las fuerzas que dicen querer liberarlos es un fenómeno no tan extraño. La teoría de la alienación y de la falsa conciencia viene a ser una forma de decir que las mujeres se atarían más fuerte a sí mismas con sus propias cadenas, en lo que puede ser parte del germen de otro clásico del machismo hispano, el “no me extraña que os violen”. Es paradójico que fuese una mujer, Victoria Kent, la que defendiese que primero había que consolidar la República antes de que las mujeres pudiesen votar, ya que no podían ser verdaderamente libres por la influencia que ejercían sobre ellas la Iglesia y sus maridos. Lo problemático de este razonamiento es que, siguiéndolo, en tanto haya violadores en las calles, mejor que la mujer esté enclaustrada en casa (suponiendo que no conviva con uno de ellos, claro...). Una no puede evitar dudar sobre si la falsa conciencia (de existir algo así) es más la de las mujeres de las que habla Kent, o la de la misma Kent. La República, después de todo, fracasó en algunas de las más importantes metas que se había propuesto y terminó con un golpe de Estado militar fallido que desembocó en una guerra civil que, comportamiento de Europa vergonzoso mediante, nos condenó a cuatro décadas de régimen franquista.
Durante el franquismo, como se podrá imaginar, el papel de la mujer en la vida política queda reducido a lo que realmente ha sido la verdadera tradición española en este sentido: buena esposa, buena madre, buena ama de casa y buena católica. En definitiva y en lo que a la vida política respecta, la mujer era considerada una menor de edad, lo que contrasta con la toma de conciencia y la actividad de estas –en ambos bandos– durante la guerra civil. El proyecto franquista además, sobre todo en sus primeros años, emprendió una terrible represión contra todo lo que oliera a republicano o socialista y, en este sentido, la mujer iba a ser objeto de un programa destinado a eliminar de su cerebro cualquier rastro de conciencia, no ya feminista, sino que no afirmase la concepción tradicional de la mujer como madre y esposa. La revista Consigna, aparato propagandístico de la Sección Femenina de la Falange, publicaba una frase que resume bien el programa patriarcal de Franco: “el niño mirará al mundo, la niña mirará al hogar”. En el magnífico reportaje sobre la represión franquista a la mujer de Marta Borrás se expone cómo la represión fue, si cabe, más dura contra la mujer que contra los hombres acusados por comunistas o republicanos. El doctor Vallejo Nágera, que elaboró un plan eugenésico para acabar con lo que el llamaba el “gen rojo”, recomendó la segregación de las madres rojas de sus hijos para “evitar el contagio”.“Esta opresión se unió a una específica, ejercida sobre todo en las zonas rurales, que consistía en raparles el pelo y obligarlas a ingerir aceite de ricino que les provocaba diarreas constantes al tiempo que eran paseadas por las principales calles de las ciudades “liberadas” por el bando nacional”, expone Borrás, y prosigue, “el objetivo era vejar a la mujer que había transgredido los límites de la feminidad tradicional, (…) esta humillación quería provocar que la vergüenza a la que habían sido sometidas delante de sus vecinos les forzara a regresar al hogar y al ámbito familiar, de donde nunca deberían haber salido”. El punto de vista es más que interesante, porque incluso en 2017 las mujeres que transgreden los límites de la feminidad hegemónica (los cuales no dejan de ampliarse, con rentables resultados, a la Primo de Rivera) sufren algún tipo de vejación, si bien esta, en una dinámica también propia del neoliberalismo, se ha externalizado y privatizado.
Poco a poco y, como casi siempre en España, por presión externa, el régimen franquista fue abriéndose e impulsando un desarrollismo económico que buscaba, al menos en esta parcela, homologar el país a la realidad europea. Así, la mujer europea entendida al modo español –andando en el tiempo, las suecas de Paco Martínez Soria– se convertía en el modelo de mujer moderna. Pero la caracterización de la mujer europea era, una vez más, puramente masculina. La mujer europea era para la sociedad patriarcal española, básicamente, una mujer sexualizada en un ambiente atravesado de la moralina católica castradora. El estereotipo de la mujer europea funcionó como redisciplinador de la mujer española y probablemente fraguó el clásico “señora en la calle, puta en la cama”. Finalmente, el señor de la voz de pito la espichó y llegó nuestro adorado régimen del 78. Franco ya había nombrado sucesor a otro señoro: Juan Carlos de Borbón, Juancar para los amigos.
Hablar de la concepción de la mujer en Juancar y en toda la Cultura de la Transición daría para una enciclopedia. Lo cierto es que el llamado por unos régimen del 78 y por otros “la democracia” tampoco puede decirse que sea modélico en cuanto a la consideración de la mujer, pese a la mejora respecto al periodo franquista. Comenzando por que la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas, constituida en febrero de 1978 y que nombraría la ponencia encargada de elaborar el proyecto constitucional, estaba compuesta por 35 hombres y una sola mujer; pasando por la absoluta ausencia de la perspectiva de género o del reconocimiento de las mujeres como colectivo necesitado de una especial protección de sus derechos; hasta llegar, más allá del ámbito de lo formal y lo jurídico, a una esfera más cultural, que aún hoy sigue consintiendo y brindando escenas vergonzosas como pueden ser las diferencias en la forma de presentar a mujeres políticas y hombres políticos en medios o revistas de entretenimiento, los chascarrillos machistas y cuñaos que en ocasiones se escupen ¡desde las mismas tribunas! de nuestras instituciones (desde los viejos de siempre hasta algunos de los nuevos señoros políticos) hasta, por qué no decirlo, las dinámicas ultracompetitivas y, echando un ojo a los sondeos, ultradestructivas de muchos de los procesos internos de la llamada nueva política. Vuestra polla ahí.
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