Donald Trump
Apuntes de la casa negra

En el interior de la Torre Trump, en Nueva York.

Torre Trump
La Torre Trump, fotografiada por Andrew Seaman.

En el imaginario colectivo, sobre todo en el de la población occidental, Nueva York fue en la mayor parte del siglo XX el equivalente de “metrópoli” y casi se podría decir que de capital del mundo. Su carácter multicultural —por la calle se oyen fragmentos de conversaciones en chino, japonés, coreano, ruso, indio, español con todos los acentos de América Latina, tagalog... si no ese cityspeak que se hablaba en Blade Runner—, la importancia económica de Wall Street y su urbanismo la ameritaban al puesto frente a su competidor directo, un Londres que había entrado en franco declive. La concentración de rascacielos —de ladrillo, primero, y de metal y vidrio, después— no era únicamente una muestra de la nueva arquitectura: también tenía una importancia simbólica. Sólo hace falta ver las iglesias de Nueva York, cómo no se alzan, como en Europa, dominando majestuosamente su entorno, sino que han quedado encajonadas entre prosaicos edificios de oficinas. En 1936 se instaló, opuesta a la Catedral de San Patricio y mirándola de frente, casi como una provocación, la estatua de Atlas de Lee Lawrie en el Rockefeller Center, que representa al titán sujetando los cielos y que ha devenido símbolo del capitalismo laissez faire defendido por los seguidores de la escritora Ayn Rand.

Cada época se dota de sus propios símbolos. El rascacielos es, incuestionablemente, uno de los del siglo XX. Los arqueólogos creen que los antiguos egipcios consideraban los obeliscos como un símbolo de eternidad e inmortalidad porque conectaban al cielo con la tierra. Más conocido es el episodio bíblico en el que Dios castiga a los humanos por construir la Torre de Babel, confundiendo sus lenguas. La comparación es demasiado tentadora, y se ha utilizado muchísimas veces, si no fuera porque la mayoría de estos edificios no parecen construidos para durar, al menos si uno los juzga por su aspecto externo.

Nueva York no carece de pocos rascacielos célebres: antes del 11-S, las Torres Gemelas, y con anterioridad a éstas, el Edificio Chrysler y el Empire State Building. El visitante puede conocer la historia de este último en el piso 79. La visita merece la pena, aunque en ningún lugar se explican las condiciones de trabajo de los obreros que participaron en su construcción. ¿Cómo vivían, cómo comían, cómo trabajaban, de dónde eran? Absolutamente nada. Parece como si el edificio se hubiera alzado prácticamente por sí mismo, animado por una fuerza superior. De los planos de los arquitectos y los cálculos de los ingenieros a su inauguración, y si acaso alguna foto de obreros sonriendo a cámara durante su pausa para el almuerzo, con la gorra de lana o los guantes de cuero sobresaliendo del bolsillo trasero.

Alguien en The Wall Street Journal escribió que la Torre Trump combina el “instinto del mercachifle por la hipérbole con un astuto sentido de los negocios y la política”. Es difícil ser más preciso

Desde el observatorio, en el piso 86, se entiende la descripción que hizo Máximo Gorki de Manhattan como unas fauces gigantescas que devoran a la gente, y eso que entonces ni siquiera estaban construidos ni el Chrysler ni el Empire State. “En la orilla se alzan casas de veinte pisos, los ‘rascacielos’, silenciosos y oscuros”, narraba el autor de La madre. “Cuadrados, sin ninguna pretensión de belleza, obtusos, los pesados edificios elévanse al cielo sombríos y aburridos”, continuaba. Según el escritor ruso, “en cada edificio se siente la altanera jactancia de su altura, de su fealdad” y “en las ventanas no hay flores, no se ve a ningún niño… De lejos, la ciudad parece una enorme mandíbula, de dientes negros y desiguales”.

El asunto da como para un libro por sí mismo. No es el caso. Ahora es más interesante centrarse en un rascacielos que se encuentra unos metros más allá de éste, posiblemente como símbolo involuntario de nuestra época y que algunos llaman, con sorna, la casa negra por oposición al nombre de la residencia del presidente de Estados Unidos.

Il cavaliere oscuro

En la entrada y alrededor de Trump Tower hay decenas de agentes de policía, algunos fuertemente armados. Desde que Donald Trump fue elegido presidente de EE UU, agentes de los servicios secretos inspeccionan los bolsos y mochilas de los visitantes antes de entrar al edificio. Las medidas de seguridad no son tan exigentes como en un aeropuerto, pero la presencia policial es intimidante y se deja notar. No está ahí solamente para prevenir atentados: antes incluso de su victoria en 2016, grupos de manifestantes se concentraron frente al edificio para protestar contra Trump.

El edificio, 202 imponentes metros de negro y dorado —¿no eran estos los colores asociados a las ceremonias fúnebres de los egipcios?—, fue, según leo, diseñado por su arquitecto, Der Scutt, como una pirámide invertida para destacarse de los edificios de estilo internacional que abundan en la avenida. Con 58 pisos, su aspecto externo busca intimidar, y da buena cuenta de ello que Christopher Nolan lo escogiese como sede de Wayne Enterprises para El caballero oscuro: la leyenda renace (2012). “Very nice guy and terrific actor”, dijo Trump en un post de Facebook de su reunión con Christian Bale. En su estilo. Como la propia torre.

Alguien en The Wall Street Journal escribió que la Torre Trump combina el “instinto del mercachifle por la hipérbole con un astuto sentido de los negocios y la política”. Es difícil ser más preciso. El exterior negro oculta 240 toneladas de mármol rosa y apliques dorados —y otras cosas que escapan a la vista del visitante—, incluyendo los cuatro ascensores, también dorados, que llevan a los inquilinos a sus hogares. Donald Trump y su familia cuentan con el suyo propio para subir a su apartamento situado en el ático y decorado con muebles estilo Luis XIV, reproducciones de Renoir y adornos bañados en oro de 24 quilates. Si no tienes la oportunidad de visitar Nueva York puedes hacerte una idea viendo al Biff Tannen de Regreso al futuro II (Robert Zemeckis, 1989).

Unos 200 trabajadores polacos que participaron en la construcción denunciaron a Trump por no haberles pagado el salario ni respetar las medidas de seguridad en el trabajo

La única parte accesible al público es el atrio: 1.400 metros cuadrados repartidos en cinco pisos, por lo que el espacio parece más pequeño de lo que la cifra puede dar a entender. Siendo Trump más Silvio Berlusconi, il cavaliere, que Benito Mussolini, il Duce, su construcción obedece a la necesidad de contar con un espacio designado legalmente como “público” por las autoridades de la ciudad para conseguir el permiso que le permitió añadir 20 pisos de altura a la torre. Alguien ha comparado en internet la catarata de agua del atrio con esos urinarios públicos para hombres donde el agua corre constantemente y no creo que ningún crítico pueda mejorar esa descripción.

Interior de la torre Trump
La cascada del interior de la torre Trump, algunas referencias a otros edificios del magnate, pésima comida y merchandising del presidente. Àngel Ferrero

Pero cuestiones estéticas aparte, la construcción del edificio estuvo plagada de problemas: unos 200 trabajadores polacos que participaron en la construcción denunciaron a Trump por no haberles pagado el salario ni respetar las medidas de seguridad en el trabajo. La Organización Trump respondió amenazando con deportarlos. El caso terminó con un acuerdo extrajudicial y enterrado. No menos sonada fue la destrucción de unos relieves art déco del edificio de los almacenes Bonwit Teller que ocupaban el espacio de la actual Trump Tower. A Trump no le tembló la mano a la hora de destruir los relieves, que representaban a diosas griegas y estaban considerados como parte del patrimonio artístico de la ciudad por sus residentes. Es más, despachó el tema a su manera, refiriéndose a ellas como “esas denominadas esculturas art déco, que en cualquier caso eran basura”. Antes, Trump había prometido entregar los relieves al Metropolitan Museum of Art. Cuando éste condenó el acto de destrucción, un portavoz de la Organización Trump llamado John Baron —que resultó ser el propio Trump bajo un nombre falso, como se reveló más tarde— dijo que hasta tres expertos independientes habían declarado que las esculturas carecían de todo mérito artístico. “¿Puede alguien imaginarse al museo aceptándolas si carecían de mérito artístico? La escultura arquitectónica de esta calidad es rara de encontrar y habría tenido mucho sentido incluirla en nuestra colección”.

La destrucción de las esculturas de Bonwit Teller tenía sin embargo también una función iconoclasta que seguramente el propio instigador no entendía del todo, pero sí que intuía. Trump tenía que destruir las esculturas art déco no sólo porque representaban un Nueva York que él esperaba reemplazar con sus moles carentes de gusto, sino porque el propio gesto destructor remitía, y le emparentaba, con el que hizo el hijo de Rockefeller con el célebre mural pintado por Diego Rivera en el Rockefeller Plaza, y del que sólo nos han quedado algunas fotografías.

Eres lo que comes

En el interior de la Torre Trump —el espacio “público”— no puedes sentarte sin antes pagar por algo. Hay una tienda de productos oficiales de Trump, y otra, más pequeña, de productos de campaña sólo para estadounidenses —la ley prohíbe a todos los demás adquirirlos al considerarse financiación extranjera—, que dos señoras de mediana edad con ropa deportiva de colores pastel analizan detalladamente. Ahí está la conocida gorra de béisbol roja con el lema ‘Make America Great Again’, obviamente el hit de la tienda, también disponible en patrón de camuflaje. También hay cinco establecimientos de hostelería: el Trump Bar, el Trump Ice Cream Parlor, el Trump Café, el Trump Grill y un Starbucks. En una esquina han colgado una fotografía enmarcada y firmada de Ivanka Trump diciendo que éste es su Starbucks favorito.

Puestos a hacer el turista, y porque a uno le acaba doliendo la vista de tanto dorado y mármol rosa como salido de una película porno de los ochenta, entro en el Trump Grill y tomo asiento después de pasar por delante del Trump Bar, donde unos parroquianos toman cócteles bajo la inquisidora mirada del retrato de Fred Trump, el padre del magnate. Todos los camareros son latinos. Decido pedirme en una ensalada césar y una hamburguesa Trump, acompañada de una botella de agua mineral Trump. ¿Hay algo en la Torre Trump que no lleve su nombre? Como un martilleo incesante: Trump, Trump, Trump… Como las críticas advertían, la comida es... mediocre. Pero tras pasar un rato observando a los comensales, uno entiende el poder de atracción del personaje para muchos estadounidenses.

Cuando sus empresas se arruinaron a comienzos de los noventa, Trump decidió, en un giro genuinamente posmoderno, registrar su apellido utilizando la fama que aún retenía como promotor inmobiliario y utilizarlo como marca para vender cualquier cosa: desde ropa a colonia o cosméticos. La idea es que cualquier hijo de vecino pueda sentirse como un millonario pagando 30 dólares por rociarse con agua perfumada o comerse una ensalada y una hamburguesa sin sabor aquí, en la Torre Trump. Se paga por el nombre, que aporta la “experiencia”. Por supuesto, cuando uno abandona el edificio se siente igual que como entró. Si acaso, engañado y con dolor de estómago.

“Es fácil caricaturizar el estilo de Trump […] sin embargo, de obviar ese estilo se corre el riesgo de ignorar el atractivo de esa vulgaridad que lo distingue”, escribía en su blog hace unos años el arqueólogo estadounidense Paul Mullins. “El estilo es vulgar en el sentido que es una transgresión estridente de estándares estéticos, sociales y materiales de lo que constituye ‘el buen gusto’”, opina Mullins, para quien “el ‘buen gusto’ es algo ciertamente dispensado por ideólogos y comerciantes del estilo” mientras “lo vulgar es algo sentido”. Así, “más que ver su ático como una transgresión de la moderación estilística del buen gusto, Trump explicó una vez en El aprendiz a los concursantes que lo visitaban que ‘algunas personas lo consideran el mejor apartamento del mundo, yo nunca jamás lo diría, pero desde luego es un apartamento bonito.”

La estética trumpiana es “absolutamente popular en su accesibilidad material y visual: sus hogares opulentamente decorados indican riqueza sin remordimientos, y posiblemente sin ni siquiera darse cuenta de su privilegio, estableciendo implícitamente que la riqueza es una confirmación de su éxito sin más”. En este contexto, incluso su mujer Melania “se presenta a menudo como un accesorio”.

En la entrada a su blog, Paul Mullins observa que “no es esencial precisar lo que constituye lo vulgar, es más importante reconocer que se utiliza constantemente una noción ambigua de gusto y estilo para emitir juicios sobre gente que se aleja del estilo mayoritario”. Irónicamente, continúa, “parte del atractivo de Trump puede descansar en su imagen como un individuo ‘vulgar’” que no tiene que dar cuenta a nadie, y “si su vulgaridad puede resultar repulsiva a los americanos que se inclinan a ideas de izquierdas, es, a la inversa, atractiva para muchos de sus vecinos que se sienten juzgados y excluidos”.

“Por supuesto, hay un complicado y profundo análisis de clase, racial y social sobre cómo Trump logró ascender a la presidencia, y la construcción de Trump en los medios de comunicación y el discurso popular merece un análisis más sostenido”, concede Mullins. Pero, añade, “no hay una dimensión arqueológica para comprender a Trump como algo material: el estilo material de Trump ha tenido éxito a la hora de dar forma a una manera de desafiar los estándares estilísticos dominantes, ignorando las prácticas políticas convencionales y permaneciendo fiel a sí mismo que atesora un enorme atractivo para muchos americanos.”

Cuando salía de la Torre Trump, unos metros más allá, unos minutos después, en Times Square, se anunciaba la candidatura de Joe Biden a las primarias demócratas. Si te disgustó la victoria de Trump en 2016 prepárate para lo peor, porque en 2020, si el Partido Demócrata no acierta con un contrincante capaz de tumbarlo, podría volver a ganar. Y habría Trump hasta el año 2024.

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