El racismo, el trabajo y la ganancia

El racismo no solo discrimina: también segmenta el mercado laboral y abarata costes, garantizando la ganancia empresarial a costa de la población migrante y racializada.
Profesor de economía en la Universidad Complutense de Madrid, Economistas sin Fronteras
17 sep 2025 16:52

Este verano hemos asistido a episodios de racismo en comunidades como las de Torre Pacheco y Jumilla en la Región de Murcia o Pamplona en Navarra. Se trata de hitos que vienen nutriendo una escalada de la tensión social en torno a lo que las fuerzas políticas y sociales conservadoras y de extrema derecha denominan el “problema de la inmigración”. En este artículo se plantean algunas consideraciones acerca del rol que juega este racismo en la segmentación del mercado de trabajo y en el lucro del empresariado en determinados sectores de actividad. Se trata de un sistema de discriminación y opresión de sectores de la población que resulta funcional a los intereses —la ganancia— del sector privado.

El proceso de globalización, es decir, la deslocalización de actividad durante las últimas décadas desde las economías enriquecidas hacia regiones periféricas o empobrecidas, especialmente hacia Asia y en particular a China, ha permitido a grandes empresas transnacionales occidentales abaratar sus costes laborales de manera significativa y, por tanto, sostener y acrecentar su rentabilidad. Este proceso de globalización se ha concentrado especialmente en actividades de carácter industrial, una producción proclive a ser segmentada en distintas fases de fabricación, que pasan a deslocalizarse hacia otras regiones, configurando las denominadas cadenas globales de valor. Con la deslocalización de actividad también han conseguido llevar lejos los conflictos sindicales, sociales y políticos derivados de las severas condiciones de explotación laboral en aquellas actividades laborales más ingratas y por tanto más sujetas a contestación social.

Así, las cadenas globales de valor que han emergido al calor del proceso globalizador se han convertido en un instrumento a partir del cual economías como la española sustraen de manera persistente valor —renta— de las economías empobrecidas. Un estudio reciente —otro más— revela el fuerte desequilibro en las relaciones económicas que de manera sistemática mantienen las economías enriquecidas con las empobrecidas.[1] En concreto, apuntan a que, durante las últimas décadas, las economías enriquecidas han importado de las economías empobrecidas bienes y servicios que incorporan alrededor de 15 veces más horas de trabajo que las contenidas en los bienes y servicios que, a su vez, exportan a estas. Se trata sobre todo de importaciones de actividades de media y baja cualificación que se concentran principalmente en el sector agrícola y manufacturero. Debido a la diferencia salarial entre unas y otras economías, los autores calculan que para el último año de su estudio —2021— las economías enriquecidas se habrían ahorrado en torno a 17 billones de euros. Esta cantidad es lo que hubiera ingresado adicionalmente esta población trabajadora de las economías empobrecidas si tuvieran los mismos salarios —por trabajos de cualificación equivalente— que las personas que trabajan en las economías enriquecidas.

La globalización, desde este punto de vista, no deja de ser un mecanismo de segmentación laboral a escala global, una división internacional del trabajo que favorece económicamente a las empresas transnacionales y, en última instancia también, a quienes vivimos en las economías enriquecidas. Nuestras condiciones materiales (infraestructuras civiles, servicios sociales, acceso a consumo, etc.) se sustentan de manera sistémica sobre la explotación laboral en otros territorios, precisamente en aquellos de los que proviene la inmigración.

También existen otras actividades económicas que por su naturaleza no se pueden externalizar a otros países. Hablamos del sector primario agroalimentario o de multitud de servicios —servicios públicos, comercio y hostelería, construcción, etc.— cuya producción o fuentes de consumo requiere que se ubiquen en el propio territorio. La fórmula que encuentra el sector privado para rentabilizar estas actividades que no puede deslocalizar es captar población racializada con la que poder ajustar al máximo las condiciones retributivas y de trabajo y evitar, al mismo tiempo, la conflictividad laboral y social que debería venir aparejada a unas condiciones que, en ocasiones, habría que catalogar de esclavitud moderna.

Uno de los colectivos que con mayor intensidad sufre el racismo en el estado español son las personas de origen africano, y especialmente la población de origen magrebí. Se trata precisamente del colectivo poblacional sobre el que apuntábamos se está expresando el racismo de manera más cruda durante estos últimos meses. A partir de los microdatos de la última Encuesta de Población Activa (EPA) que ofrece el Instituto Nacional de Estadística (INE) podemos esbozar en qué sectores se emplean y en qué regiones se ubican. Una de cada cuatro personas empleadas de origen africano se concentra en la actividad comercial y en la hostelería, principalmente en Cataluña, y en menor medida en la Comunidad Valenciana, Andalucía, Canarias y la Comunidad de Madrid. Otro 15% se emplea en el sector de la construcción, en mayor medida en Cataluña, pero con una presencia considerable también en la Comunidad de Madrid, la Comunidad Valenciana, Andalucía y las Islas Baleares. Y alrededor de otro 15% está empleado en la agricultura, principalmente en la Región de Murcia y en Andalucía, y en menor medida en la Comunidad Valenciana. Por tanto, de manera mayoritaria se concentran en actividades ligadas a la construcción, el comercio y la hostelería en las grandes ciudades y en el litoral mediterráneo y en el trabajo del campo en la Región de Murcia y en Andalucía.

La fuerte concentración de esta población empleada en sectores cuya actividad es difícil o imposible de deslocalizar revela cómo el racismo se encuentra ligado a la segmentación de nuestro mercado de trabajo. Ante la imposibilidad de deslocalizar la actividad de estos sectores a otros territorios con bajos costes laborales, el empresariado de estos negocios aprovecha la mano de obra de origen africano para emplearla aquí en condiciones de explotación diferentes a las de la población trabajadora de origen nacional.

Por tanto, el acceso a mano de obra barata se obtiene por una doble vía, mediante la deslocalización a países empobrecidos y mediante la atracción de personas de dichos territorios. El modelo migratorio europeo ordena y regula esta mano de obra crucial para sostener la rentabilidad privada, fijando población en los países de destino de nuestra deslocalización productiva y atrayendo al mismo tiempo población migrante para ser empleada en estos sectores no deslocalizables.

Se produce, así, una fuerte segmentación del mercado de trabajo marcada por la nacionalidad, pero también por el origen y el color, pues tanto la población migrante que ya ha conseguido la nacionalidad española como su descendencia sufren un racismo que, por tanto, trasciende el estatus jurídico de nacionalidad y se asienta sobre la denominada línea de color.

Una mano de obra racializada que se absorbe en estos sectores bajo marcos laborales propios. En estos empleos, reina la informalidad y la economía sumergida y se incumplen de manera sistemática derechos laborales básicos, un régimen de explotación sometido a elevadas dosis de violencia cotidiana de distinta naturaleza e intensidad. Por tanto, la discriminación y desvalorización de esta fuerza de trabajo racializada juega un rol esencial para ajustar y degradar las condiciones laborales (ritmos de trabajo, extensión de las jornadas, flexibilidad y disponibilidad del personal, etc.) y las retribuciones en dichos sectores no deslocalizables.

Por aportar algunos datos que revelan las condiciones materiales que dan cuenta de esta segregación racial, según la Encuesta Anual de Estructura Salarial que proporciona el INE, la ganancia media anual de una persona trabajadora de nacionalidad africana es de 18.950€, frente a los 28.660€ que percibe de media anualmente una persona de nacionalidad española. Si tenemos en cuenta que el empleo de esta población se concentra en actividades estacionales y de bajo valor añadido, la percepción anual de la población trabajadora de origen africano con toda probabilidad se ubica por debajo del umbral que fija el Salario Mínimo Interprofesional (SMI).

El porcentaje de población en riesgo de pobreza o exclusión social de la población extranjera extracomunitaria —en este caso, el INE no desagrega la nacionalidad con mayor detalle— más que duplica el de la población española, abarcando al 54% de esta población en el año 2024. Esta pobreza se manifiesta en que alrededor de un tercio de este grupo poblacional no puede permitirse mantener la vivienda con una temperatura adecuada, alrededor de dos tercios no tiene capacidad de afrontar gastos imprevistos o aproximadamente la mitad no puede permitirse ir de vacaciones al menos una semana al año.

El racismo institucional, vinculado al estatus jurídico-legal que se otorga a este segmento de población, construye jurídicamente esta mano de obra precarizada. La inseguridad jurídica de los “sin papeles” o los condicionantes asociados a obtener y mantener el permiso de residencia temporal obligan a esta población a aceptar cualquier trabajo y bajo cualquier condición y, en muchos casos, a vivir de forma casi clandestina, lo que coarta su voluntad de protesta social en respuesta a las condiciones de vida a las que se les somete.

El racismo social —es decir, el entramado de discursos y comportamientos sociales que discriminan y ejercen violencia sobre esta población— refuerza esta segregación racial y es cómplice con sus causas y con sus causantes. A menudo este racismo social se parapeta en la construcción de un “otro” (el “moro”) homogéneo, al que se le otorga una identidad y cultura predefinida que encarna una serie de males sociales (violencia, insalubridad, comportamientos incivilizados, etc.), legitimando así un trato de excepción y atribuyendo la responsabilidad de situaciones que se consideran socialmente perjudiciales a las propias condiciones innatas de ese “otro”. Esta construcción social del “moro”, que se sostiene sobre estos fundamentos intencionalmente falsos, opera en cambio como una verdad social y política toda vez que es deglutida por cada vez mayores capas de la población.

La respuesta a esta cuestión, que desde estos parámetros se identifica como un problema social, suele ubicarse en la falta de voluntad de integrarse de la población racializada, y la causa de esta falta de integración se atribuye, como se apuntaba, a la propia condición natural de estas personas, derivando todo ello en un choque de civilizaciones insalvable.

Sin embargo, estos discursos excluyen, entre tantas otras cosas, la mirada material en que vive esta población, a la que hemos hecho referencia en párrafos anteriores. El racismo social esencializa rasgos supuestamente culturales que en realidad tienen que ver con formas de vida y comportamientos ligados a las condiciones de pobreza y exclusión social. Desde sus propias coordenadas discursivas, abogan por fomentar una integración o facilitar una “adaptación” a determinados patrones de vida occidentales, pero al mismo tiempo contribuyen a negarles unas condiciones materiales mínimas (de renta, de habitabilidad, etc.) sobre las que dicha integración socioeconómica pudiera darse.

La consecuencia es clara: procesos de “ghetización” económica, social, espacial y cultural que cumplen la función de reforzar y reproducir en el tiempo esta segregación racial, condenando también a la descendencia de la población migrante, ya de nacionalidad española pero igualmente racializada, que hereda las condiciones de discriminación y sobreexplotación.

Las fantasías securitarias de la extrema derecha ante los miedos sociales que artificiosamente construyen determinados estratos empresariales, políticos y mediáticos no resuelve materialmente ningún problema. Sí facilitan, en cambio, la necesidad de desvalorizar, subordinar y apaciguar a los estratos de población racializada para que se adecúen a las expectativas de rentabilidad en determinados sectores de actividad. El racismo, en definitiva, es un eje de opresión fundamental para gestionar las relaciones de clase en favor de los intereses empresariales, y en ese marco también debe articularse una respuesta que revele los procesos y mecanismos que generan estas condiciones materiales para la población racializada y sitúe como antagonistas a quienes se benefician económicamente de este orden social.


[1] Hickel, J., Hanbury, M., y Barbour, F. (2024). Unequal exchange of labour in the world economy, Nature communications.



      

Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor y ésta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.


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Economistas sin Fronteras Somos una Organización no Gubernamental de Desarrollo (ONGD), fundada en 1997 por un grupo de profesores y catedráticos universitarios, activamente comprometidos y preocupados por la desigualdad y la pobreza. Nuestro objetivo principal es contribuir a generar cambios en las estructuras económicas y sociales que permitan que sean justas y solidarias.
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