Historia
“Romantizar” al narrador: Los riesgos de hacer historia oral en tiempos reaccionarios
Recuerdo cuando estaba realizando mi master en “Resolución de conflictos” en la Universidad de Londres en 2011 y un día me metí en la web de un periódico español cuyo titular decía: “La organización terrorista ETA declara el cese definitivo de la violencia”. En ese momento no sabía muy bien lo que era una tesis doctoral (o un PhD en jerga anglosajona), y mis conocimientos sobre ETA se limitaban a describirla como una especie de “bicho raro”. Por un lado, ETA era el ejemplo perfecto de cómo una serie de violencias arbitrarias la habían llevado a quedarse semi aislada dentro su propio feudo, la sociedad vasca. Por el otro, para aquellos millenials cuya crisis de 2008 nos invitaba a un exilio involuntario, ETA y su base social, la Izquierda Abertzale, representaban el único movimiento político que confrontaba de una forma directa (y sangrienta) contra un Estado que no había hecho sus deberes en términos de justicia transicional.
Cuando comencé mi tesis doctoral con una prestigiosa hispanista, recuerdo que no sabía bien qué es lo que realmente quería investigar sobre el conflicto vasco. Me llamaban mucho la atención las negociaciones que habían tenido lugar entre ETA y diferentes gobiernos españoles, unos momentos históricos poco publicitados (recordemos el famoso mantra de que “un gobierno democrático no negocia con terroristas…”). Sin embargo, mi directora de tesis me sugirió algo aparentemente sencillo que me dejó totalmente boquiabierto: “¿Por qué no vas al País Vasco y entrevistas a antiguos militantes de ETA? Te recomiendo que uses la metodología de la historia oral”.
La historia también es lo que vivimos los historiadores
Cuando comencé el doctorado en una ciudad tan vergonzosamente cara como Londres, el plazo de becas ya se había acabado. No tenía dinero para ir al País Vasco y hacer un trabajo de campo “en condiciones” que me permitiera “zambullirme” primero en la cultura vasca, y establecer después una red de contactos que me permitiera finalmente acceder a esas fuentes de información tan privilegiadas. Abusando de la confianza de algún primo lejano que vivía por el norte, o encontrando la caridad en amigos de amigos, pude hacer dos viajes al País Vasco y realizar una serie de entrevistas que finalmente fueron el corpus de mi tesis doctoral.
Cada encuentro me dejaba “más tocado” que el anterior. En la gran mayoría de las entrevistas, no tenía la sensación de tener en frente de mi a una persona dogmática o autoritaria, como la gran mayoría de los medios de comunicación habían descrito a ETA y sus militantes a lo largo de su historia. “Ten en cuenta que mañana vas a entrevistar a un asesino”, recuerdo que me dijo el hermano de la persona que me alojaba en un piso en Plentzia la noche antes de ir a entrevistar a un “militante histórico” de la organización. En ese momento entendí que historizar a ETA a través de las historias de vida de sus militantes no solo implicaba tomar distancia con lo que tenía enfrente, sino que las emociones que percibía a mi alrededor también formaban parte del proceso de investigación.
En otras palabras, la historia también es lo que vivimos los historiadores. El proceso de publicación de mi tesis doctoral en 2020 coincidió con una de las olas reaccionarias más grandes de la historia reciente (solo comparada, posiblemente, al surgimiento de los fascismos en los años treinta del siglo XX). Mis ganas de dar a conocer el libro tanto al mundo académico como al público en general poco a poco se fueron difuminando. No solo porque la pandemia del Covid-19 dificultaba cada vez más los encuentros sociales, sino porque nadie (o prácticamente nadie…) estaba preparado en ese momento para lo que tenía que explicar. “La gente de la universidad me dice que ETA causó aquí mucho dolor y no quieren hacer nada que tenga que ver con historias de vida…”, comentó una amiga cuando le planteé presentar mi libro en una universidad del norte de España.
En el microcosmos académico la historia contemporánea de España terminaba en 1975
Sin embargo, uno de los pocos lugares donde encontré cierto interés sobre mi tesis doctoral fue Cataluña. Tenía sentido. Por un lado, era una región que había experimentado la violencia terrorista (el caso que más conmocionó a la sociedad catalana fue el asesinato del político Ernest Lluch en 2000), pero a la vez parte del nacionalismo catalán tenía cierta curiosidad por una ETA que como mínimo veían como un “bicho raro”, en el sentido que he dado al principio del artículo, un animal político difícil de identificar.
Tras varias presentaciones del libro en Barcelona, tuvo lugar una especie de encuentro (un taller) donde compartí la investigación con diversos colegas, desde doctorandos hasta catedráticos. Curiosamente, al hablar con los jóvenes investigadores, percibí que la gran mayoría de ellos realizaban su doctorado sobre el periodo de la guerra civil o como mucho extendían su línea temporal hasta la dictadura.En el microcosmos académico la historia contemporánea de España terminaba en 1975. En el imaginario académico, la transición española propicia un periodo de apertura y prosperidad que solo sería oscurecido en 2008, con una crisis que se entrelaza demasiado con el presente y que por lo tanto enturbiaba el juicio objetivo y distante del historiador. Esta visión puede sonar exagerada, pero seguro que en más de un departamento de historia lanzan una mueca al leerla.
Para buena parte de la generación de la transición cuyo leitmotiv fue el antifranquismo, a partir de 1975 ETA se había convertido en una organización fascista que asesinaba a gente inocente de forma indiscriminada
En ese contexto, donde la “historia oficial” sobre ETA la representaba como un “sinsentido” desde la muerte del dictador en 1975, traté de abordar mi ponencia desde la tesitura de cómo un historiador tiene que abordar ciertas temáticas cuya aproximación moral no se puede limitar a un binomio (por ejemplo, fascistas vs antifascistas, o demócratas vs terroristas). Una vez terminada mi intervención, uno de los catedráticos me hizo una pregunta que no solo me sorprendió, sino que tuve que pedirle que me la repitiera hasta dos veces hasta poder entenderla: “¿Te hubieses comportado igual durante las entrevistas si, en lugar de entrevistar a un ex militante de ETA, hubieses recopilado testimonios de una organización fascista?”. Recuerdo que cuando este reconocido historiador realizó la pregunta, a la persona que estaba a mi lado acompañándome (un investigador algo más experimentado que yo) se le escapó una breve y contenida carcajada.
Atónito y un poco nervioso, mi respuesta fue breve y concisa: “obviamente, no”. ¿Pero que había detrás de esa pregunta y por qué a mí me costó tanto responderla? Primero, un concepto tan manoseado como el de fascismo utilizado más para insultar que para analizar desde que apareció en los años treinta del siglo pasado. Para buena parte de la generación de la transición cuyo leitmotiv fue el antifranquismo, a partir de 1975 ETA se había convertido en una organización fascista que asesinaba a gente inocente de forma indiscriminada. Sin embargo, esos mismos historiadores saben mejor que yo que la “implantación del terror” no es algo que venga conectado exclusivamente con las derechas. Desde Robespierre a finales del siglo XVII, pasando por los regímenes comunistas en Europa del este, Asía y Latinoamérica, sabemos que la estrategia de infringir terror sobre la población no puede ser categorizada exclusivamente como “fascista”.
La otra dimensión que se abría a la pregunta del catedrático sobre si “hubiese actuado igual” entrevistando a un militante de ETA que, por ejemplo, a un militante de falange española, tiene que ver con el lado más subjetivo, personal (y por ende en mi opinión interesante) de la historia. Al ser yo un historiador que provenía de una cultura antifranquista (algo que compartía con la “generación” de la transición a la que pertenecía el catedrático que me hizo la pregunta), y dado que ETA representaba a una Izquierda Abertzale que también hacía bandera de ese antifascismo, tal vez en mis entrevistas había corrido el riesgo de “romantizar” a los narradores. De ahí venía la expresión “haber actuado de la misma forma”. Bajo este prisma, al entrevistar, por ejemplo, a un líder fascista que me hablase de una forma melancólica del imperio español, podría haberme permitido “tomar distancia”, ya que no habría tenido ningún tipo de empatía hacia la persona que tenía delante de mí.
Tras las acusaciones de “romantizar al narrador” en historia oral, se esconde la gran mayoría de las veces una visión del mundo donde solo se puede avanzar si cumples con los requisitos que sugiere (o impone) el departamento de investigación de turno
En la metodología de la historia oral, es precisamente esa capacidad empática la que se resalta sobre cualquier otra. Recuerdo cómo, mientras realizaba el trabajo de campo y leía la tesis doctoral de Carrie Hamilton “Women and ETA” (el trabajo no cuenta con traducción al castellano), en los testimonios de las mujeres entrevistadas era difícil separar lo personal de lo ideológico. Hamilton trataba en sus entrevistas de apartar la telaraña ideológica basada en el socialismo y la autodeterminación para acercarse a un mundo íntimo de mujeres que en muchos casos sufrían un machismo en la organización similar a la de cualquier mujer vasca que perteneciese a cualquier otra organización a finales del siglo XX.
Estas “gafas epistemológicas” me cautivaron, y es desde ahí donde me gustaría abrir el debate acerca de cómo, tras las acusaciones de “romantizar al narrador” en historia oral, se esconde la gran mayoría de las veces una visión del mundo donde solo se puede avanzar si cumples con los requisitos que sugiere (o impone) el departamento de investigación de turno. El “vamos a salir mejores personas” de la pandemia del Covid-19 en 2020 hoy sabemos que se ha traducido en un repliegue nacional y autoritario. El romanticismo, movimiento que surgió entre los siglos XVIII y XIX como una crítica a la excesiva “razón ilustrada”, parece que hoy está más vigente que nunca. Y, sin embargo, también parece que está siendo más aprovechado por los sectores más reaccionarios. En lugar de abrir una ventana de oportunidad que nos permita explorar nuevas formas de hacer historia, antropología o sociología, estos sectores señalan a los cuerpos racializados como los culpables del malestar de nuestra época.
El reciente estreno de la película La infiltrada volvió a abrir ampollas en una sociedad vasca cansada de la narrativa simplificadora “policía bueno vs. terrorista malo”
No hace mucho tiempo atrás, trabajos de antropólogos como Begoña Aretxaga (“Los funerales en el nacionalismo radical vasco”) o Joseba Zulaika, (“La violencia vasca. Metáfora y sacramento”) nos brindaron aproximaciones sobre el conflicto vasco afuera del clásico binomio “terrorismo vs. democracia”. Más recientemente, David Beorlegi en Transición y melancolía y Andrea González desde los estudios feministas con Calla y olvida, se valieron de la historia oral y la antropología para seguir profundizando en la complejidad del conflicto vasco.
El reciente estreno de la película La infiltrada (basada en la historia real de una policía que se infiltró en ETA durante los años noventa) volvió a abrir ampollas en una sociedad vasca cansada de la narrativa simplificadora “policía bueno vs. terrorista malo”. Personalmente (y puede que mis orígenes madrileños me hayan jugado una mala pasada) la película no me defraudó. Algunas escenas aisladas en que se sugería que la policía española había cometido torturas (incluido violaciones sexuales) sobre detenidos/as y sobre todo la visión de género que se tiene sobre la protagonista, me parecieron argumentos más que sugerentes. Hoy en día, desde la academia sabemos que en un mundo cada vez más centrado en las imágenes, la capacidad de transformación social de un libro de historia o antropología es más bien poca. Otro ejemplo es la serie de televisión No digas nada, que establece un rico diálogo entre un proyecto de historia oral que tuvo lugar en Universidad de Boston y que acabó implosionando por un asesinato imputado al líder del Sin Féin Jerry Adams. Esta serie, basada en el libro de Patrick Raden Keefe, es otro ejemplo de cómo, muchas veces, el cine va por delante de la academia, sobre todo en España.
En una reciente entrada de este blog se hacía una especie de homenaje a uno de los pioneros de la historia “post social” en España, Miguel Ángel Cabrera. Desgraciadamente, los trabajos que plantean salir del esencialismo de la ontología occidental y plantear la existencia de “otros mundos”, van saliendo por cuenta gotas.En el nuevo “romanticismo”, el exterminio de cuerpos en Gaza o el racismo descarnado que avanza en los países occidentales es tapado asumiendo que la supervivencia de “nosotros” (una supuesta clase media con orígenes civilizatorios cristianos) solo es posible con la eliminación del otro. Solo cuando entendamos desde la universidad que nuestro papel pedagógico no se puede limitar a organizar “workshops” para vernos las caras entre nosotros, sino que tenemos desarrollar nuevos dispositivos culturales desde donde podamos llegar a la arena pública, asumiremos que nuestra progresiva irrelevancia también es, en parte, autoimpuesta.
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