Opinión
Ejemplo
Por aquel entonces —principios de siglo— estaba convencido de que en la televisión abundaban las personas que querían dar ejemplo, transmitir una queja, agradecer una ayuda y resultar amenas. Un hombre que explicaba cómo había superado una etapa oscura, lamentaba la falta de apoyos padecida, destacaba la mano que le permitió sostenerse y era capaz de incluir alguna anécdota simpática sobre su periplo era el invitado ideal. Como también podía serlo una mujer que había vivido tiempos difíciles en un lugar en el que se sentía asfixiada, había emergido de ese lodo entre la incomprensión general y la luz de quienes sí la comprendieron, y tenía una historia divertida que contar sobre aquel día inesperado en el que ocurrió lo que ocurrió. En definitiva, me parecía que el personaje televisivo perfecto tenía una historia de redención, dolor, fraternidad y risa que compartir con la audiencia. En contraste, el no invitado estaba sumido en un pozo, no era capaz de identificar ningún culpable de su situación —salvo quizá el mismo—, no advertía ninguna ayuda que lo aliviara y no lograba encontrar siquiera un chascarrillo que atenuase un poco su grisura.
Convencido de estas premisas, cuando formé parte de un nuevo canal a mediados de la primera década del siglo y el responsable de contenidos me pidió que dirigiera un equipo para crear un producto original, lo tuve claro: íbamos a hacer un programa en el que aparecería gente que no daría ejemplo, que no se quejaría, que no tendría nada que agradecer y que no tendría nada gracioso de contar. El equipo al que me tocaba coordinar —seis recién licenciados tan mal pagados como yo— me miró sin querer creer lo que estaba oyendo. Uno de los cámaras dijo que la propuesta le parecía rebuscada y absurda, y que, sobre todo, no tenía la menor gracia. El resto parecieron coincidir, aunque se cuidaron de decirlo.
Cuando planteé la propuesta al responsable de contenidos, creo que no la escuchó. Me dijo tan solo que teníamos dos programas piloto y ocho programas —cada uno de 45 minutos— en horario nocturno para ver si funcionaba.
El primer piloto estuvo centrado en la vida de un pintor de casas rústicas que había contraído una enfermedad respiratoria por emplear unos pigmentos de su invención que resultaron ser tóxicos. Nadie le había ayudado a superar aquel tropiezo. No le había ocurrido nada reseñable, aunque se esforzó en contar una historia sobre un malentendido, una historia confusa. El segundo piloto tuvo como protagonista a una alpinista con vértigo que había renunciado a sus sueños de escalada y no tenía ningún proyecto en mente más allá de tirar adelante. No esbozó ningún lamento, no agradeció nada a nadie ni contó nada entretenido.
Nadie en la cadena vio los pilotos salvo el equipo que los grababa, en el cual yo ejercía una labor de coordinación cada vez más desdibujada. La impresión general era que conducíamos un coche hacia un barranco e íbamos acelerando. Así que, sin nadie que frenase, nos lanzamos a la producción de los ocho programas. Todos siguieron el esquema previsto, fueron grabados sin costes adicionales y emitidos a altas horas de la madrugada. Sospecho que casi nadie los vio en la cadena y casi nadie los vio en sus casas.
Finalizada la emisión de los ocho programas acordados, nos quedamos esperando la valoración por parte del responsable de contenidos. Nunca llegó tal cosa. Quizá la respuesta evidente fue que cada uno de nosotros fue reubicado en otros programas de la cadena que ya estaban asentados. Por curiosidad, quise saber qué emitirían en el espacio que durante ocho semanas estuvo reservado para nuestro programa. Y resultó que aquellas horas de la madrugada quedaron reservadas para la emisión de piezas de música grabadas por un cuarteto de cuerda.
Pero la televisión, ahora ramificada en cientos de canales, necesita contenidos. Como en los almacenes de las cadenas sobreviven programas que nadie se molestó en borrar, de vez en cuando aflora una vieja emisión. Por eso a veces, mientras me duermo viendo la tele de madrugada, tengo la sospecha de que puede aparecer de pronto el pintor de casas rústicas y tal vez sea entonces capaz de comprender el sentido de aquel malentendido.
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