En saco roto (textos de ficción)
Hipocorísticos

Para tratar de huir de sus nombres, Ladislao buscaba en el diccionario la definición de hipocorístico. Y siempre encontraba algo parecido: “apelativo familiar”, “designación cariñosa”. Pero él nunca se encontraba por ningún lado.
Javier de Frutos
20 ago 2022 06:00

La historia de Ladislao Bermúdez empieza mal y termina peor. Ladis, para unos. Lalo, para otros. En esa bifurcación está la clave de su desventura. Pero vayamos por orden cronológico, que, como dijo el poeta Ramón Igueldo, es uno de los órdenes menos dañinos.

Ladislao Bermúdez llegó al mundo en la última habitación de una casa que era en realidad un pasillo ensanchado. Allí, al final del pasillo, nació en el verano de 1946. La casa se alzaba solitaria entre huertos abandonados, solares y descampados de una zona del este de Madrid que no tenía nombre. Ladislao fue hijo único. Su padre se dedicaba a vender muebles y su madre cosía para una tienda de la calle Pontejos. Decir que sus padres se querían y que Ladislao fue un hijo deseado sería un atrevimiento. Sus padres se soportaban y Ladislao supo muy pronto que la suya era una presencia inesperada. De modo que en su niñez aprendió a no molestar. Y tanto perfeccionó su aprendizaje que se convirtió en una presencia fantasmal en su propia casa. “El niño es raro”, decía la madre. “Ya crecerá”, decía el padre.

Cuando Ladislao creció lo suficiente para huir del hogar familiar, se instaló en una pensión del centro y ejerció de aprendiz. Con 18 años y el acné sacudiéndole el rostro, intentaba ayudar en una carpintería por las mañanas y en un taller mecánico por las tardes. Para ambos oficios mostró la misma torpeza. Pero fue en ese momento en el que se produjo la bifurcación, pues en la carpintería empezaron a llamarle Ladis y, en el taller, Lalo. Al principio el doble nombre no le ocasionó ninguna molestia. Incluso puede que le ayudara a concentrarse en sus tareas, a separar las unas de las otras. Ladis era un joven con manos poco ágiles que se afanaba en trabajar la madera. Lalo, con sus manos grasientas, intentaba adivinar qué herramienta podía resultarle más útil.

Ladislao fue abriéndose camino. A empujones a veces, pero lo logró. Y una tarde de verano, cuando estaba a punto de cumplir 25 años, se detuvo en un banco de la avenida Reina Victoria con la expectativa de no hacer nada. Entonces vio cómo se le acercaba un viejo conocido. “¿Ladis? Sí, eres tú. ¡Cuánto tiempo!”. Entablaron una breve conversación y Ladis se mostró parco en palabras. Luego quiso la casualidad que un antiguo compañero de pensión lo reconociera desde su coche. Lo llamó a voces: “¡Lalo!, ¡Lalo!”. Y Lalo reaccionó: se incorporó, saludó a gritos, hizo una broma, se rio. Cuando se quedó solo, un pensamiento comenzó a acecharle: ¿por qué había reaccionado de forma tan dispar ante dos encuentros tan parecidos? Y ese pensamiento le rondó durante aquel verano. Y ese pensamiento se hizo fuerte en aquel otoño y le acompañó el resto de su vida.

Cuando con 50 años le confesó a su médico de cabecera sus temores, no obtuvo la respuesta que esperaba. Ladislao temblaba y el doctor escribía con calma un breve informe. Ladislao retenía el llanto y el doctor seguía escribiendo. Cuando terminó la consulta, Ladislao se marchó tambaleante con un folio en la mano en el que podía leerse lo siguiente: “Diagnóstico: hipocorísticos sin daño asociado. El paciente reacciona al nombre de Ladis con timidez e introversión y reacciona al nombre de Lalo con efusividad y extroversión. Tratamiento: no se precisa”.

Desde aquel día fue apagándose poco a poco. Ni su matrimonio, ni sus dos hijos, ni su oficio, ni sus fines de semana, ni sus vacaciones… nada le permitió desprenderse de la idea de que estaba preso entre dos nombres, de que era otro el que reaccionaba en lugar de él, de que no sabía quién era. A veces, para tratar de huir de sus nombres, buscaba en el diccionario la definición de hipocorístico. Y siempre encontraba algo parecido: “apelativo familiar”, “designación cariñosa”. Pero él nunca se encontraba por ningún lado.

Murió el 21 de agosto de 2017. Sus hijos, mientras resolvían los trámites propios del óbito, se encontraron con una sorpresa: un documento con instrucciones precisas. Ladis deseaba ser incinerado en una ceremonia íntima. Lalo había previsto cada detalle de un entierro festivo: un encuentro con música, discursos y abrazos. Los hijos no supieron qué hacer. Nadie está preparado para dos finales.

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