En saco roto (textos de ficción)
Pies planos

Cuando íbamos a salir del despacho, el doctor Arce le hizo un gesto a mi madre para que esperara un momento. Entonces dijo en voz muy baja unas palabras que no logré entender.
Javier de Frutos
30 jul 2024 06:00

Recuerdo que iba de la mano de mi madre y que los alrededores de la catedral me parecieron un laberinto labrado en piedra. Un joven se nos acercó e hizo una pregunta que, en realidad, no esperaba ninguna respuesta. Mi madre formuló una excusa y seguimos nuestro camino. El joven nos siguió durante unos segundos y luego desapareció. De aquella tarde recuerdo también el calor, la humedad, las tiendas cerradas y las fuentes sin agua. Pasamos unos minutos callejeando mientras mi madre trataba de recordar el camino hasta la clínica. Los recuerdo como unos minutos que transcurrieron con gran lentitud. Por fin, después de varias idas y venidas, dimos con el portal. Mi madre pulsó el botón del telefonillo y alguien nos abrió sin preguntar nada. En aquel momento, en la penumbra del portal, mi madre debió de notar mi nerviosismo y se detuvo. No recuerdo qué fue lo que me dijo, pero sí recuerdo que lo que me dijo sirvió para tranquilizarme.

El doctor Arce nos recibió en su despacho mientras fumaba. Me pidió que me descalzara. Observó mis pies. Me pidió que caminara. Y luego me hizo repetir aquel desplazamiento caminando sobre los talones y caminando de puntillas. No dijo nada. Se limitó a escribir un párrafo en un folio en el que figuraba el membrete de la clínica en la parte superior. El diagnóstico era claro: pies planos. El tratamiento también: botas ortopédicas y ejercicios regulares en los que debía caminar sobre los talones y de puntillas.

Cuando íbamos a salir del despacho, el doctor Arce le hizo un gesto a mi madre para que esperara un momento. Entonces dijo en voz muy baja unas palabras que no logré entender. Mi madre sí las entendió, porque se quedó quieta y su rostro fue cambiando de expresión, conteniendo a duras penas una emoción que no podía ocultar. Estuve tentado de salir corriendo, de abandonar aquel despacho y la clínica para intentar perderme en el laberinto de piedra. Pero no hice nada. Me limité a observar cómo mi madre cogía el brazo del doctor Arce mientras le dedicaba unas palabras también en voz muy baja. No fui capaz de entender lo que decía.

Al salir a la calle, mi madre suspiró y permaneció callada mientras nos alejábamos de la clínica y del laberinto de piedra. Mi madre ya no me llevaba de la mano. Quizá no volvió a hacerlo desde entonces.

Mientras desandábamos el camino en dirección a casa, el joven que nos había lanzado una pregunta en el camino de ida volvió a preguntarnos lo mismo. No se acordaba de nosotros y su pregunta tenía el toque rutinario de quien solo espera iniciar una conversación con una dirección clara. Mi madre formuló la misma excusa del primer encuentro y la escena terminó como si hubiéramos interpretado con precisión el mismo diálogo de la vez anterior.

Y luego los días fueron pasando.

Me dijeron que las botas iban a ser de color azul marino, aunque a mí me parecieron más bien negras. En el colegio, superadas las bromas del primer día —casi rutinarias—, llevarlas me permitió afianzar mi posición en la defensa del equipo. Con aquellas botas lograba despejar el balón con una rotundidad desconocida. Y, por otro lado, nadie se atrevía a acercarse a mi posición ante el riesgo de recibir una patada o un simple roce de mis botas ortopédicas.

En casa, después de la cena, caminaba de un lado a otro de la cocina. El recorrido debía de tener alrededor de seis metros. Tenía que completarlo cien veces: cincuenta apoyando los pies sobre los talones; cincuenta caminando de puntillas. Al principio lo hacía con cuidado y lentitud. Pero terminaba siempre por avanzar casi corriendo y olvidando cualquier disciplina.

Una tarde, cuando estaba jugando con mi hermano en nuestra habitación, mi madre nos dijo que la escucháramos un momento. Y entonces, en el silencio del pasillo, nos dijo que el doctor Arce había fallecido y que iba a ir a la clínica para darle el pésame a su mujer.

Recuerdo aquel momento con exactitud porque el doctor Arce fue la primera persona que yo conocía de la que supe que había muerto. Después de aquella tarde, nunca volví a calzar las botas ortopédicas ni a caminar en la cocina de talón y de puntillas.

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