En saco roto (textos de ficción)
Tamujas

Lo que ocurrió fue que nos limitamos a escribir sobre una página en blanco la fecha del día, el nombre de la asignatura y las palabras que el profesor había escrito en el encerado. Eso fue todo.
Javier de Frutos
21 may 2024 06:00

El profesor entró en la clase, subió a la pequeña tarima y dijo: “Una vez planté un pinar con mi padre y cada día, ahora que lo olvido casi todo, me acuerdo de aquella mañana”. Luego se giró, escribió en el encerado la frase que acababa de pronunciar, bajó de la tarima, abrió la puerta y se despidió con una recomendación: “Procuren hacer algo que merezca la pena recordar”.

Me gustaría decir que le hicimos caso —guiados por la urgencia que él sugería—, pero no sería cierto. Lo que ocurrió fue que nos limitamos a escribir sobre una página en blanco la fecha del día, el nombre de la asignatura y las palabras que el profesor había escrito en el encerado. Eso fue todo. Luego pasamos el resto de la hora de clase comentando aquella intervención y haciendo bromas al respecto. Alguien sugirió que aquel profesor no volvería a aparecer por clase.

Pasó el otoño con su colección de días lluviosos y no apareció. Supimos entonces que no era la primera vez que había despachado así su primera clase. Y supimos también por boca de una alumna de un curso superior que el profesor era conocido como Tamujas, porque, en sus charlas en una café cercano a la facultad, terminaba siempre hablando de las tardes de verano de su infancia, cuando caminaba pisando tamujas por el sendero que llevaba hasta el río. “¿Sabéis qué son las tamujas?”, preguntaba entonces. Y, complacido ante la ignorancia general, se enredaba en una explicación sobre las cualidades de esas hojas afiladas de los pinos que se llaman tamujas.

Tamujas tampoco dio señales de vida durante el invierno. No recuerdo quién contó entonces que hacía tiempo que no aparecía por el café en el que era un habitual. Y alguien aventuró que quizá fueran ciertos los rumores de que estaba hospitalizado por una enfermedad grave. Nadie se molestó en confirmarlo. El rumor se convirtió pronto en una verdad que nadie discutía. Tampoco nadie vino a sustituir a Tamujas. La hora de clase de su asignatura —lunes, miércoles y viernes de 15 a 16 horas— se asentó como una hora libre para prolongar la comida o para estudiar otras asignaturas —en el caso de los alumnos más entusiastas—.

Y por fin llegó la primavera. Las horas de luz se fueron ensanchando y las paredes de la facultad resultaban cada día menos acogedoras. Tamujas siguió sin aparecer. Algunos lo dieron por muerto. Los alumnos más entusiastas, guiados entonces por un espíritu práctico, comenzaron a trabajar en el espinoso asunto de la evaluación de aquella asignatura inexistente. ¿Qué nota nos pondrían ante aquel vacío? ¿Quién sería el responsable de evaluar la nada? ¿Quién preguntaría en los despachos de qué forma iba a terminar la historia de la asignatura desconocida? Con espíritu democrático —es decir, en una caótica asamblea—, un grupo de alumnos decidió que la responsabilidad de tratar de resolver las dudas sobre la evaluación de la clase de Tamujas debía recaer en el delegado y el subdelegado. Ambos, personas expertas en desentrañar las incógnitas de la burocracia universitaria, se dirigieron una tarde de abril a uno de los despachos del departamento de Tamujas. Al día siguiente informaron de sus conclusiones: “Tamujas aparecerá la primera semana de mayo y dará instrucciones precisas sobre cómo aprobar su asignatura”. Y así ocurrió.

Tambaleante y avejentado, Tamujas apareció en la clase a las 15h del primer lunes de mayo. No se entretuvo en saludos ni en explicaciones. Se limitó a recordar cómo fue aquella mañana. Dijo que primero estuvieron en un pinar recogiendo resina. Su padre le explicó que la resina serviría para endurecer el esparto de la suela de las alpargatas. De ese modo durarían todo el verano. Luego caminaron hasta un terreno irregular, salpicado de arbustos. Y allí se dedicaron a plantar una veintena de brotes de pino.

Concluida la evocación, Tamujas se quedó en silencio. Nadie se atrevió a romper aquel instante. Entonces dijo, a modo de despedida, que había decidido otorgar un aprobado general. Añadió finalmente que, si alguien quería subir nota, podía leer El príncipe, de Maquiavelo, y presentarse a un examen sobre esa lectura el lunes siguiente.

No recuerdo por qué decidí leer El príncipe y presentarme a aquel examen. Pero sí recuerdo los ojos de Tamujas cuando se lo entregué. Creo que sonreían.

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