Opinión
Os he visto brillar
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Hace poco más de una hora que ha amanecido y un grupo de jóvenes hablan sentados en unos asientos de coche antiguos sobre el asfalto. Suenan canciones, anécdotas y algún chiste malo. Entre las risas se cuela la desazón por no encontrar casa, por la mierda de curro que les espera al acabar el fin de semana o por las miles de hectáreas arrasadas por el fuego y los amigos que están allí tratando de sofocarlas. “Me acerco a por unas cervecitas frescas a la nevera, ¿alguien quiere?”. Varias manos y alguna mueca de resignación. Una lata cae al suelo cuando una mano en el abdomen reclama unos besos que no conoce. En un rincón, torpemente escondidos e iluminados por los nuevos rayos del sol, dos personas se besan, sin pasado y sin ningún futuro. Exaltación de la amistad y el amor etílico sin ser rutina u obligación, cuando no cabe posibilidad de ser ninguna otra cosa.
Pie a tierra de nuevo, en un rato hay que organizar la barra de la asociación para el vermut, María no aparece y al cabrón de Luis no hay quien lo levante. “Ayer estuvieron montando el escenario y luego se encargaron de la cena para todos, déjales que estarán reventados. Me meto yo en su turno”. Aquellos dos salen disimulando la punzada absurda de una vergüenza injusta y, junto a quienes esperan ya con ansia la última cerveza, suben la cuesta hacia la plaza. Siete almas que caminan como si soportaran el peso de un mundo hambriento que espera atiborrarse de pinchos y cañas.
Más de una semana de trabajo intenso y tan duro como cualquier jornada laboral representa meses de organización, asambleas, grupos de trabajo, más discusiones de las necesarias y también afectos. Aquí nadie ha pedido carnets, ni méritos, alguien y algo necesitaba manos y otras las han ofrecido. El sociólogo Enrique Gil Calvo sostiene que la experiencia festiva fomenta el igualitarismo al suspender temporalmente las jerarquías sociales y las estructuras de clase, lo que a su vez facilita la solidaridad y fortalece el tejido social. La experiencia, no solo de vivir, sino de organizar unas fiestas populares, es también la de la ocupación del poder, el espacio público y la organización social por parte del pueblo, ya sea por la incomparecencia institucional o por su desborde.
Sin embargo, conviene recordar que la fiesta, lejos de ser un mero ritual de alegría, es por definición un espacio de conflicto. Para el sociólogo Manuel Delgado es un campo de batalla simbólico donde se enfrentan distintos poderes y contrapoderes, y donde las contradicciones y los malestares sociales del día a día emergen de forma contenida, limitada y efímera. Así, entre los momentos de solidaridad, esfuerzo colectivo y apoyo mutuo también se manifiestan los roles de poder tradicionales. Por ejemplo, la influencia de la Iglesia, el control de las instituciones oficiales, las divisiones de género, la actuación de las fuerzas de seguridad y los repertorios machistas, homófobos o racistas. En los pueblos pequeños, esta presión coercitiva se ejerce de manera inmediata y directa sobre la vida social y privada de cualquier forma de disidencia.
La transformación social requiere más de la construcción de inercias tendentes a la solidaridad que de llamativos golpes de timón
Por esta razón, es fundamental destacar los gestos de solidaridad y apoyo mutuo que a menudo pasamos por alto, damos por sentado o relegamos a lo ocasional. Reconocerlos nos ayuda a entender la importancia de conquistar y normalizar otra convivencia en nuestro día a día. Como a Leanna Betasamosake Simpson me interesa la manera en la que sucede el cambio. La capacidad que tenemos de inventar el cambio sobre la marcha, crear y vivir alternativas.
La fiesta no es necesariamente un momento revolucionario, pero puede ser un buen ensayo. El propio Delgado apunta que la diferencia entre fiesta y revuelta es a menudo sólo una cuestión de intensidad. La transformación social requiere más de la construcción de inercias tendentes a la solidaridad que de llamativos golpes de timón. Si tuviera que pensar en el camino necesario, en el actual contexto, de las fuerzas alternativas al neoliberalismo y a la extrema derecha se parecería más a la organización de unas fiestas populares que a la toma del Palacio de Invierno. El poder no reside sólo en los grandes eventos, sino en la capacidad de comprender, catalizar y amplificar las fuerzas latentes en las estructuras existentes de la sociedad. Belén Gopegui nos ofrecía un sendero “¿Cuál es, entonces, nuestro poder? No es poco, eso quiero decir. No es poco cuando, además de hacer relatos, hacemos nuestras instituciones”.
Termina la charanga y hay que recoger, las pocas que quedan con una cerveza en la mano la cambian por cajas, tableros y barriles que hay que dejar de nuevo en el almacén. Es hora de dormir, que esta noche acaban las fiestas y hay que ponerse de nuevo a organizar todo. Mientras los héroes de la madrugada descansan, los más mayores pelan patatas y cebollas para que otros que están prendiendo la leña bajo los calderos puedan terminar a tiempo el guiso con más pretendientes que habitantes tiene este pueblo.
Sí, han sido jornadas duras, ¿y cuándo no? Pero, ¿no han sido también más satisfactorias?
El desafío es convencernos de que esta forma de convivir puede durar más que unos pocos días, que nos hace falta el esfuerzo, pero también la belleza y la alegría, para que la gente crea que una semana como esta puede ganar una vida entera. Decía Silvia Federici que “la idea de crear movimientos que se reproduzcan a sí mismos es potente porque permite crear ciertos tejidos sociales y formas de reproducción cooperativa que dan continuidad y fuerza a nuestras luchas, así como una base más fuerte a nuestra solidaridad”. Estos días os he visto brillar, que la penumbra del trabajo precario y el cuarto alquilado sin ventanas nunca lo apague.
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