Salud mental
La cultura del trauma y la mercantilización de la salud mental

La atención especial que se presta actualmente a todas las formas de trauma, salvo la explotación económica, ha contribuido a camuflar el problema clave del neoliberalismo.
Mural TC1

Catherine Liu es catedrática de comunicación y cine en la Universidad de California, conocida en particular por su crítica a la “clase dirigente profesional” en el libro de 2021 Virtue Hoarders: The Case against the Professional Managerial Class.

Traducido por Guerrilla Media Collective.
20 sep 2023 04:00

Esta es la primera entrega de un ensayo que publicaremos en dos partes y que apareció originalmente en Noema Magazine.

Como especie, los seres humanos siempre han sido vulnerables al impacto que supone una violación imprevista de su integridad física, mental o espiritual. Pero el modo en que se entiende esa herida —no como un avatar del destino que ha de soportarse, sino como sujeto de una intervención médica y jurídica— apareció con la modernidad industrial.

Existe un consenso académico en cuanto a que las ideas contemporáneas sobre los traumas psíquicos se originaron en el siglo XIX; concretamente, en la literatura jurídica y médica sobre un accidente ferroviario que se decía que causaba una condición nerviosa llamada railway spine (literalmente, “columna vertebral del ferrocarril”). Como consecuencia, los hombres de negocios presentes entre el pasaje —integrantes de las clases capitalistas mercantiles o medias-altas del Reino Unido— tuvieron un litigio con las compañías ferroviarias, pues el accidente los expuso a lo que el catedrático de literatura Roger Luckhurst llama “una violencia tecnológica que anteriormente se limitaba a las fábricas”.

Las lesiones causadas por accidentes laborales en las cadenas de montaje apenas se mencionan en los textos académicos sobre el trauma, ni desde la perspectiva literaria ni desde la histórica. De hecho, las lesiones padecidas por la clase obrera en el ámbito industrial apenas se mencionan en la literatura sobre el accidente ferroviario. “Como la expansión febril de las vías férreas en la década de 1840 fue impulsada por empresas de libre mercado —escribe Luckhurst—, la cuestión médica de las lesiones era también una cuestión jurídica de responsabilidad”. Cuando en 1862 los tribunales determinaron que un individuo, el señor Shepherd, debía percibir una indemnización por daños y perjuicios en virtud de su incapacidad para hacer negocios después de haber sufrido un accidente ferroviario, la noción médico-jurídica de la railway spine se citó como un tipo específico de daño que sufría todo el sistema nervioso de la persona. Dada la ausencia de heridas físicas, la railway spine provocaba en sus víctimas una serie de malestares nerviosos nunca vistos.

El trauma tal y como lo entendemos hoy no se entiende sin la aparición del capitalismo, primero industrial y después financiero, y, desde la época de la railway spine, ha sido algo positivo para los negocios

El trauma tal y como lo entendemos hoy no se entiende sin la aparición del capitalismo, primero industrial y después financiero, y, desde la época de la railway spine, ha sido algo positivo para los negocios. Las tecnologías modernas crearon unas aflicciones modernas que no se trataban ya con la ayuda de chamanes o sacerdotes, sino de juristas, médicos o psicólogos. Esta historia de la aparición del trauma como una categoría jurídica y financiera crucial para el desarrollo de la configuración de clases del capitalismo industrial (y luego financiero) es algo que suelen pasar por alto los expertos en trauma, un abanico de profesionales que va desde los psicólogos a los gurús de la autoayuda.

Hoy, el modo en que se performa y se pone de relieve el trauma psicológico en el discurso público –lo que llamaré cultura del trauma– promueve una ideología del sufrimiento individual que se adapta extraordinariamente bien a la amnesia inducida por el espectáculo propia del capitalismo tardío. La cultura del trauma destruye el terreno político e histórico desde el cual se puede formular una crítica al capitalismo. Desde el final de la Guerra Fría, ha trabajado de manera incansable bajo la guisa de una política progresista para despolitizar la esfera pública.

La clase directiva profesional[1] ha contribuido a promover esta cultura, junto a la fantasía de que la ansiedad y el estrés por razones financieras son estados temporales que se pueden superar mediante el trabajo duro, la competición y la educación. Esta clase emergió a finales del siglo XIX y principios del XX como un intermediario entre la burguesía rentista, que podía vivir de los intereses y sus fideicomisos, y la clase obrera que trabajaba para generar los beneficios de los que disfrutaban los explotadores. La clase directiva profesional constaba de trabajadores asalariados no manuales, con credenciales académicas y formados como expertos por las instituciones de educación superior. En Estados Unidos, su expansión y empoderamiento se dio en dos olas: la primera, en las postrimerías de la era progresista, produjo ingenieros, economistas, científicos sociales y expertos en políticas que podían desempeñar los roles que creó el New Deal. La segunda ola de empoderamiento de esta clase fue durante la Guerra Fría, gracias a la rápida expansión del complejo industrial-militar.

La cultura del trauma lleva el sufrimiento individual a un lugar privilegiado de las luchas políticas; un mandato heredado del lema de la década de 1960: lo personal es político. Sin embargo, al hacer esto, normaliza el sufrimiento y lo comercializa de manera masiva, mediante lo que la socióloga Eva Illouz definió como una “narrativa del trauma”, un relato de guion férreo —el de un protagonista inocente, fracturado y destruido que luego se redime y repara como superviviente— que dota a las historias individuales de unos significados inmediatamente reconocibles.

La cultura del trauma lleva el sufrimiento individual a un lugar privilegiado de las luchas políticas

La cultura del trauma lleva el sufrimiento individual a un lugar privilegiado de las luchas políticas; un mandato heredado del lema de la década de 1960, “lo personal es político”. Sin mebargo, la hacer esto normaliza el sufrimiento y lo comercializa de manera masiva. El objetivo de la psicoterapia debería ser trabajar para superar una fijación inconsciente en el material traumático, algo que solo puede ocurrir a nivel individual. El psicoanálisis, tal y como lo he conocido y lo he vivido, alivia el sufrimiento del paciente al permitirle desapegarse de un pasado traumático. Esta terapia no es política, es personal.

Al confundir lo personal y lo político, la cultura del trauma nos impide activamente ver las condiciones materiales del trabajo asalariado como el lugar adecuado para la lucha política. Desde los albores del capitalismo industrial, la clase obrera se ve enfrentada a la capitalista, quien por su parte trata en todo momento de vigilar, explorar y extraer hasta el último ápice de fuerza laboral de las trabajadoras. Cuanto mayor sea el sufrimiento de la clase obrera, mayor serán los beneficios para la parte capitalista. La cultura del trauma se centra en todas las formas de trauma salvo la explotación económica, y por ello ha contribuido a camuflar la violencia económica que yace en el corazón de las políticas macroeconómicas neoliberales.

La cultura del trauma sí que desempeña un papel importante para orientar a los sujetos del capitalismo tardío desorientados en el camino de la movilidad social, a saber: personas como yo que, separadas de unas familias donde los padres dejaron de ser figuras de autoridad moral, anhelan un nuevo tipo de sustento ético. Sin embargo, si bien un lenguaje terapéutico del sufrimiento puede ayudarnos a verbalizar los abusos, la exigencia de autenticidad emocional nos ha arrojado a los brazos del mercado. La cultura del trauma nos brinda las herramientas psicológicas para liberarnos de la dominación tosca de las culturas feudales y patriarcales, pero a la vez nos suaviza para la disciplina blanda de las mercancías.

En 2020, Routledge —que afirma ser la editorial de humanidades y ciencias sociales más importante del mundo y publica regularmente antologías de primer orden en sus respectivos ámbitos— publicó un tomo de casi 500 páginas bajo el título The Routledge Companion to Literature and Trauma (“La guía Routledge para la literatura y el trauma”). Una búsqueda rápida de determinadas frases revela que apenas se abordan la privación o la miseria económica y que el término “crisis económica” no se menciona ni una sola vez.

Los editores de la antología, Colin Davis y Hanna Meretoja, definen el trauma como “una herida psicológica, un daño duradero infligido sobre los individuos o las comunidades por acontecimientos trágicos o un sufrimiento agudo”. Los “acontecimientos trágicos” parecen estar fuera del control humano, como denota la ausencia de sujeto agente en la definición de los editores. Al hacer hincapié en la dimensión “psicológica” de la herida, oponiéndola así al daño físico, promueven una concepción del dolor muy propia de esos entornos del trabajo intelectual.

Desde Sigmund Freud, los pioneros en los estudios del trauma articularon una idea muy concreta acerca de la lesión psíquica y su naturaleza incorpórea, textual y lingüística. Cuando Freud atendió a soldados que volvían de la Primera Guerra Mundial vio que el daño psíquico podía ser tan profundo y duradero como una lesión física.

Si bien un lenguaje terapéutico del sufrimiento puede ayudarnos a verbalizar los abusos, la exigencia de una autenticidad emocional nos ha arrojado a los brazos del mercado

Aunque algunos veteranos a los que trató habían vuelto de una guerra atroz con sus facultades físicas intactas, experimentaron después unos síntomas psicológicos graves, cuyo significado y consecuencias estaban enterrados en el inconsciente y a los que se podía acceder mediante la cura del habla.

Davis y Meretoja argumentan que el trauma es un concepto fundamental para comprender la experiencia y la literatura humanas contemporáneas. Pero su contemporaneidad apenas tiene en cuenta los ámbitos de la industria y la economía. Los editores se centran de manera constante en los genocidios y otros actos violentos terribles, de modo que resulta casi imposible criticar los componentes de un texto así sin parecer malvado. Las actividades privilegiadas que promueve esta antología se describen con términos espirituales y trascendentales: teorizar, ser testigo de algo, recordar y reflexionar. Estos son los ámbitos de una ética para la lectura de las atrocidades que se presentan a sí mismos como el máximo grado posible de bondad política.

La Nueva Izquierda y sus movimientos antibelicista y feminista propusieron que el sufrimiento privado de las personas se convirtiera en un acto público. El mantra de “lo personal es político” se fraguó al calor de las protestas contra la guerra y la agitación política del feminismo. Toda una clase de expertos liberales definió el sufrimiento en función de dos categorías, a su vez dividas por el género: los traumas de la guerra y la violencia sexual.

Las campañas del psicólogo antibelicista Robert Jay Lifton a favor de los veteranos de Vietnam llevaron a la inclusión del síndrome de estrés postraumático en la tercera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM III) en el año 1990. Los trastornos recogidos en el DSM son reconocidos tanto por los psiquiatras como las compañías de seguros. En el análisis de Lifton de los grupos de debate que celebró la oficina neoyorquina de la asociación Vietnam Veterans Against War, postuló que el descubrimiento colectivo de la culpa y el sufrimiento personales llevarían a la cura y el activismo antibelicista.

Si bien Lifton se centró en veteranos varones de la Guerra de Vietnam, la obra de la psiquiatra Judith Herman, Trauma y recuperación, se convirtió en el primer manual feminista sobre el trauma sexual que se situaba al otro lado de la división de género del trauma. Herman no solo dotó de un nuevo significado a las experiencias de las mujeres que habían sido víctimas de agresiones sexuales y eran maltratadas tanto por los psicólogos como por el sistema judicial; quiso politizar dichas violencias y sus procesos de curación como cuestiones de género y dominación.

Todas las religiones del mundo ofrecen auxilio y consuelo a sus fieles; el sufrimiento nos aúna como comunidad y nos acerca a los demás dolientes y, al menos en el cristianismo, a la propia deidad. Ante el declive de la fe religiosa, los psicólogos y los expertos acabarían revelando al público el significado del trauma y las maneras de superarlo.

Desde principios de la década de 1970, los progresistas promovieron una primera versión del guion en torno al trauma: popularizar el lenguaje del trauma llevaría a la expresión y acción políticas, lo cual transformaría a su vez el propio concepto de espacio público sin transformar el capitalismo. Todas las religiones del mundo ofrecen auxilio y consuelo a sus fieles; el sufrimiento nos aúna como comunidad y nos acerca a los demás dolientes y, al menos en el cristianismo, a la propia deidad. Ante el declive de la fe religiosa, los psicólogos y los expertos acabarían revelando al público el significado del trauma y las maneras de superarlo.

Por desgracia, también fue una época en la cual las tasas de beneficios del capitalismo estaban en retroceso. Esto facilitó la aprobación —en los países occidentales industrializados con economía de mercado— de una serie de políticas orientadas a la concentración del poder que resultarían nocivas para los más pobres y las clases obreras y que recompensarían, a su vez, a quienes estaban en la cúspide de la pirámide social. Los neoliberales como Milton Friedman, a quien los keynesianos habían marginado en la posguerra, fueron las puntas de lanza de un tipo de estímulo económico consistente en revertir la redistribución de la riqueza hacia las clases trabajadoras que se había puesto en marcha tras la Segunda Guerra Mundial. Los capitalistas, cuyos beneficios estaban en declive, entendieron debían castigar la organización obrera de la clase trabajadora con dichas medidas financieras, mientras que ciertas élites —avaladas por sus títulos académicos— serían recompensadas con creces por crear un nuevo orden mundial basado en la ideología del libre mercado.


Continuará.

[1] N. de la T.: término acuñado por Barbara y John Ehrenreich en 1977 que designa a “trabajadores mentales asalariados que no poseen los medios de producción y cuya principal función en la división social del trabajo se podría describir en términos generales como la reproducción de la cultura y las relaciones de clase capitalistas”.

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ptx1967
20/9/2023 19:44

De ahí, a la comercialización de los trastornos mentales que el Estado se resiste a tratar más allá del antro represor del manicomio a comienzos del S.XXI. Dotar al sistema sanitario de suficientes psicólogos para reencuazar la multiplicidad de daños que el sistema neoliberal inflige al individuo cada vez más aislado, choca con la patologización de todos los acontecimientos vitales que trae el DSM5, por ejemplo, calificar de TDAH la típica travesura infantil. Finalmente, los servicios psiquiátricos cierran el círculo medicando de por vida y procurando unos dividendos seguros y crecientes a las corporaciones farmacéuticas.

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