Agroecología
La nueva economía alimentaria colonialista (II)

Cómo Bill Gates y los colosos del agroextractivismo están asfixiando a los pequeños agricultores de África y el Sur Global
Lena Mac

Alexander Zaitchik es un periodista independiente estadounidense que escribe sobre política, medio ambiente y muchos otros temas. Es miembro del Independent Media Institute y sus artículos han aparecido en medios como The Nation, The New Republic, Rolling Stone, Foreign Policy, The Guardian, Vice y Baffler, entre otras muchas publicaciones. 

3 feb 2025 04:00

Llevamos tiempo oyendo hablar de la lucha por la soberanía de las semillas y de su estrecha relación con la justicia climática y la inseguridad alimentaria, así que cuando nos cruzamos con esta exposición tan detallada sobre esta cuestión no nos lo pensamos dos veces: ¡había que traducirla! Hemos dividido el artículo de Alexander Zaitchik en dos partes: la primera introducía esta nueva economía de las semillas y relata la historia de las luchas del continente africano, mientras que esta segunda parte recoge los testimonios de varias comunidades centroamericanas en su labor por cuidar y proteger las semillas criollas.

Hace aproximadamente nueve mil años, los campesinos mesoamericanos cultivaron las primeras mazorcas de maíz a partir de una hierba silvestre que crecía abundantemente en los valles fluviales del centro de México. Por la misma época que los agricultores africanos empezaban a cultivar el frijol caupí, los agricultores del sur, en lo que hoy es Guatemala y Honduras, siguieron sus pasos y desarrollaron otras variedades de maíz. Estos antiguos productores de cultivos no sabían de la existencia de los otros, pero sus descendientes se han reagrupado en un movimiento mundial en defensa de la conservación genética de su herencia agrícola.

Esta lucha ha llegado a los rincones más recónditos de la vasta «región de origen» del maíz, como Concepción de María, un pueblo situado en lo alto de las montañas de Honduras, cerca de la frontera que el país tiene con Nicaragua al suroeste. La mayoría de los habitantes de esta aldea son indígenas o mestizos descendientes de los primeros cultivadores de maíz. Subsisten a duras penas gracias a sus minúsculas parcelas en las laderas de las montañas que contemplan valles fértiles y de regadío. Estas tierras están dedicadas a cultivos básicos y son propiedad de terratenientes como Porfirio Lobo Sosa, el expresidente hondureño corrupto que en el año 2012 firmó la tan denostada ley de semillas de su país.

Cuesta arriba, desde la plaza del pueblo, hay un camino de tierra que conduce hasta la oficina de la Asociación de Comités Ecológicos del sur de Honduras. Durante una década, y a medida que la batalla contra la ley de semillas iba cobrando intensidad, esta infraestructura con tejado de chapa hizo las veces de cuartel de guerra donde un enjuto agricultor llamado Feliciano Castillo Ávila lideraba la resistencia local contra la ley. Ávila, que ahora tiene 58 años, rememora las protestas con un periodista y, aunque suele ser campechano y de broma fácil, su semblante se vuelve sombrío y serio al oír hablar de lo que siempre recordará como «la ley Monsanto». (En el año 2018, el conglomerado alemán Bayer pagó 63 000 millones de dólares por Monsanto y sus activos científicos).

«La ley atacó nuestro patrimonio, nuestro derecho a alimentarnos», sentenció Ávila. A continuación, abrió un cajón del escritorio y tomó un sobre de papel manila con las palabras «LEY UPOV» escritas, en referencia a la ONG con sede en Ginebra que, controlada por la industria, elabora modelos de leyes para la «protección de las obtenciones vegetales» en los países del sur. El dossier de Ávila contenía una copia impresa, doblada y manchada de tierra, de la Ley de Protección de las Obtenciones Vegetales de Honduras del año 2012. Hojeó algunas páginas y me entregó el documento.

«Artículo 51», me dijo.

Al igual que con el artículo 60 de la ley de semillas de Ghana, esa era la parte que los agricultores hondureños conocían mejor, pues ahí se enumeraban las sanciones penales impuestas por la vulneración de semillas patentadas, ya fuera por venderlas, compartirlas o por un «proceso de invención no autorizado» derivado de una contaminación accidental. A diferencia de la ley de semillas de Ghana, la legislación hondureña de la UPOV no hacía alusión directa a la cárcel. Sin embargo, Ávila entendió las multas estipuladas (hasta «10 000 días de salario» o 27 años de rentas agrícolas de subsistencia) como una herramienta para conseguir algo aún peor: la expropiación.

«La imposición de multas cuantiosas es una táctica para despojar a los agricultores de sus tierras», afirma. «Preferiríamos ir a la cárcel antes que vender nuestras granjas. En la cárcel al menos comes tres veces al día».

«Preferiríamos ir a la cárcel antes que vender nuestras granjas. En la cárcel al menos comes tres veces al día».

Los medios de comunicación nacionales no se hicieron eco de la ley, por lo que Ávila no llegó a comprender la gravedad de su lenguaje draconiano ni sus intenciones hasta que se puso en contacto con un colectivo de agricultores de Colombia. «Los colombianos nos invitaron a una reunión y nos advirtieron: “O detenéis esta ley o acabaréis gravemente perjudicados”», explica Ávila. «También tenían experiencia con las semillas transgénicas y nos explicaron que no se reproducen del mismo modo que nuestras semillas campesinas».

A su regreso a Honduras, Ávila organizó una reunión en las montañas a la que acudieron cinco mil campesinos y en la que redactaron un documento rechazando los transgénicos y a la Ley de Protección de Variedades Vegetales. «Nos alzamos y nos negamos a reconocer la ley», cuenta Ávila. «Presentamos demandas judiciales. Creamos bancos de semillas para garantizar que nuestras semillas siempre fueran accesibles para las comunidades».

En otoño de 2021, la Corte Suprema de Honduras derogó la ley de semillas en una decisión que citaba los derechos de los agricultores contemplados en la Constitución nacional y en la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Campesinos, adoptada en 2018. Ese documento es una declaración no vinculante que destina un artículo a reafirmar el derecho humano de los campesinos a gestionar las semillas por encima de las pretensiones de los acuerdos comerciales y las leyes de patentes. Se adoptó siguiendo unas directrices norte/sur estrictas y la mayoría de los países del G8 se opusieron enérgicamente.

En el año 2014 Guatemala fue el escenario de una versión más sangrienta de la experiencia hondureña y es que una ley de semillas similar desató la ira del movimiento agrario de izquierdas, un colectivo curtido en mil batallas y muy bien organizado. Los agricultores guatemaltecos paralizaron el país durante 10 días, cortando una de las principales autopistas y concentrándose en ciudades y pueblos de todo su territorio. «Los campesinos comprendieron la gravedad de la situación y pusieron en un brete al gobierno y a las empresas», explica Inés Cuj, la directora del Instituto Mesoamericano de Permacultura, una instalación que combina un centro de educación política y una granja orgánica a orillas del idílico lago de Atitlán, al oeste de Guatemala.

Cuj conserva un pequeño homenaje a estas protestas en el banco de semillas de su instituto. Una de sus paredes está repleta de vasijas de barro donde se almacena el patrimonio semillero de la región (que incluye docenas de variedades de maíz rojo, negro y blanco) y ha colgado una foto en la que aparece un grupo de mujeres indígenas mayas diminutas y de aspecto feroz. Ataviadas con blusas rosas y tocados tradicionales, las mujeres se enfrentan, junto a sus hijos, a una hilera de policías antidisturbios armados y con las porras en alto.

«Estas mujeres rechazaron el argumento del gobierno de que lo único que quieren las empresas es “mejorar” nuestras semillas, puesto que nuestras semillas no necesitan mejoras», afirmó Cuj. «Nuestros antepasados las fortalecieron durante miles de años. Quieren hacernos dependientes de unas semillas que hay que comprar cada año y que no se reproducen. ¿Habéis probado a utilizar las semillas de maíz transgénico? La planta sale deforme. Crece a medias y después se muere».

Kathryn Crawford

La Fundación Bill y Melinda Gates es, con diferencia, la entidad que financia más iniciativas para transformar la agricultura africana. Con un patrimonio neto de 63 000 millones de dólares, la fundación llega a la mayoría de los países africanos con un prestigio igual o superior al de muchos jefes de Estado, por no hablar de los directores ejecutivos, los directores de agencias de cooperación y otros cargos de fundaciones.

Haciendo honor a su papel de organismo fundador, el grupo Gates es la entidad que más fondos aporta a AGRA. Desde el año 2006 ha destinado más de 650 millones de dólares al presupuesto total de la agencia, que asciende a 1 000 millones. (Si tenemos en cuenta la estrategia para los próximos cinco años que anunció en septiembre de 2023, es posible que la cifra se acerque más a los 950 millones de dólares). El dinero de Gates también constituye la principal fuente de apoyo al Foro Abierto sobre Biotecnología Agrícola en África y a la Alliance for Science, sendas iniciativas de comunicación de gran repercusión que promueven los organismos modificados genéticamente en el continente. El respaldo de la Fundación Gates a la Fundación Africana de Tecnología Agrícola (valorado en 141 millones de dólares desde el año 2008) ha superado los 97 millones de dólares desembolsados por USAID, el segundo organismo financiador del grupo. Durante este periodo, al menos 46 millones de dólares del presupuesto de la AATF han ido a parar directamente a las arcas de su principal contratista, Bayer (antes Monsanto).

Stacy Malkan, la cofundadora y directora editorial del grupo de investigación U.S. Right to Know (Derecho estadounidense a saber), sostiene que el generoso apoyo de la fundación a estos grupos forma parte de un ciclo no tan favorable que refleja su interés material directo (y que a menudo se ignora) en la biotecnología agrícola y en el sistema alimentario industrializado en su conjunto.

«Para la Fundación Gates, sus inversiones son el propio programa», afirma Malkan. «Los contribuyentes estadounidenses subvencionan, mediante deducciones fiscales, miles de millones de dólares de inversiones que engrosan la dotación de la fundación. El denominado “sector caritativo” de la fundación financia la agricultura industrial en África de forma que las empresas en las que invierte la fundación se vean beneficiadas».

No se sabe a ciencia cierta a qué otros intereses sirven los desembolsos de la fundación. AGRA, la operación insignia de la Fundación Gates en África, ha sido un estrepitoso fracaso según sus propios parámetros altruistas. En febrero de 2023, la Fundación Gates encargó una auditoría independiente en el que se concluyó que AGRA no había logrado ningún avance significativo respecto a sus objetivos de duplicar la productividad y los ingresos de 30 millones de pequeños agricultores y de reducir a la mitad la inseguridad alimentaria. Después de 12 años y más de 1 000 millones de dólares invertidos en 11 países, el hambre aumentó en África, mientras que apenas hubo cambio alguno en el rendimiento de los cultivos apenas. Según las críticas, éste era el resultado previsible de las políticas de AGRA.

«Si el objetivo es garantizar la seguridad alimentaria, las semillas “mejoradas” para un conjunto reducido de cultivos básicos yerran de pleno», afirma Timothy A. Wise, uno de los principales asesores del Instituto de Políticas Agrícolas y Comerciales y autor de Eating Tomorrow: Agribusiness, Family Farmers, and the Battle for the Future of Food [La comida del mañana: la agroindustria, los agricultores familiares y la batalla por el futuro de la alimentación]. «Las semillas híbridas y transgénicas están diseñadas para crecer con un nivel óptimo de agua y con una gran cantidad de fertilizantes sintéticos, algo que los pequeños agricultores no tienen ni pueden permitirse. Es más: cuando se consigue obtener mejores cosechas, el monocultivo agota el suelo y sustituye unos cultivos que son más nutritivos e importantes».

«Las semillas híbridas y transgénicas están diseñadas para crecer con un nivel óptimo de agua y con una gran cantidad de fertilizantes sintéticos, algo que los pequeños agricultores no tienen ni pueden permitirse»

En el año 2022, AGRA suprimió la marcada referencia histórica de su nombre para convertirse en un acrónimo incorpóreo, un cambio que posiblemente llevó a cabo de forma consciente ante el fracaso de su ambicioso renacimiento de la Revolución Verde. «Cabe señalar que ahora AGRA no significa literalmente nada», señaló Wise.

El sutil renombramiento de AGRA se produjo al mismo tiempo que se iniciaba un gran giro en el discurso de la política de desarrollo agrícola impulsada por entidades donantes. Ahora se trataba de combatir la «inseguridad alimentaria» adoptando una «agricultura climáticamente inteligente» (CSA, por sus siglas en inglés). La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación acuñó el término CSA en 2009 para referirse a las prácticas destinadas a aumentar la resistencia de las explotaciones agrícolas y reducir la huella de carbono de un sistema alimentario global que es el causante de hasta el 37 % de las emisiones anuales de gases de efecto invernadero. Sin embargo, según varios expertos, la CSA se ha visto invadida desde entonces por la alianza empresarial liderada por Gates. Esta alianza cuenta con programas como Maíz Eficiente en Agua para África, que se han convertido en unos auténticos caballos de Troya ecológicos para la industria.

«La CSA responde a una visión de la agroindustria basada en la vigilancia [y] a una agricultura sin agricultores basada en datos, [lo que explica por qué] algunos de sus mayores defensores son Bayer, McDonnell y Walmart», aseguró Mariam Mayet, miembro del Centro Africano para la Biodiversidad. «Desde una perspectiva climática, este sistema consolida las desigualdades globales derivadas de un régimen alimentario corporativo. No se produce ningún cambio de sistema en absoluto».

Octavio Sánchez, el director de la Asociación Nacional para el Fomento de la Agricultura Orgánica de Honduras, sostiene que para que las políticas promuevan una resiliencia auténtica, estas deben centrarse en la regeneración del suelo mediante el uso de fertilizantes orgánicos, la rotación de cultivos y la conservación de semillas autóctonas, que son capaces de adaptarse a unas condiciones cambiantes. Estas son las piedras angulares de un movimiento agroecológico mundial que ha surgido a raíz de las coaliciones sobre la soberanía alimentaria y de semillas de las últimas tres décadas.

El movimiento agroecológico liderado por el campesinado (con La Vía Campesina y AFSA al frente) rechaza la consabida cantinela de los partidarios del agronegocio, que proclama que está condenando a los agricultores a la pobreza y el estancamiento permanentes. La postura del movimiento se apoya en una creciente literatura de estudios de experiencias reales, así como en el desarrollo de prácticas agroecológicas científicas. Cuando los dirigentes de la Fundación Gates se disponían a lanzar AGRA en el año 2006, un grupo de investigadores de la Universidad de Essex publicó un estudio que demostraba que las prácticas agroecológicas aumentaban el rendimiento en casi un 80 % de media en 12,6 millones de explotaciones agrícolas de 57 países pobres. Los autores concluían que «todos los cultivos registraron mejoras en la eficiencia del uso del agua», lo que se tradujo en «un aumento de la productividad alimentaria». El Grupo de alto nivel de expertos en seguridad alimentaria y nutrición de la ONU recomendó en 2019 que los gobiernos apoyasen los proyectos agroecológicos y reorientasen «las subvenciones e incentivos que en la actualidad benefician a prácticas insostenibles», una decisión respaldada por estudios similares llevados a cabo en todo el mundo.

Según afirman quienes defienden la agroecología, ganar la batalla por el control de las semillas es un factor decisivo para lograr unos sistemas alimentarios sostenibles gestionados de forma local. «Las “semillas mágicas” de Bill Gates acelerarán el ciclo de destrucción química que ha destruido el suelo de la Tierra en menos de un siglo», afirmó Inés Cuj, la directora del Instituto de Permacultura de Guatemala. «La respuesta al cambio climático radica en la sabiduría tradicional y en las semillas ancestrales que existen desde hace miles de años. No podemos permitir que se atente contra ellas. Es un ataque contra la vida misma».

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