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Un país dentro de otro país: Cambio climático, privilegios y supervivencia ante desastres

dourone

Bani Amor es une escritore genderqueer de viajes que explora las relaciones entre raza, localización y poder. Ha obtenido la beca de la Voices of Our Nation Arts Foundation en cuatro ocasiones y ha trabajado en CNN Travel, Fodor's y AFAR, entre otros, y en la antología "Outside the XY: Queer Black and Brown Masculinity".

10 may 2022 04:00

Esta es la segunda parte de la serie Desastres artificiales, un conjunto de cuatro artículos escrito por Bani Amor y publicado originalmente en Bitch Media, que examinan y revelan la relación entre el colapso climático del planeta y la supremacía blanca, las raíces de las calamidades medioambientales en los hábitos de consumo de las personas más privilegiadas, la industria del turismo de desastres y las repercusiones que estos tienen en la población más desfavorecida.

Unos días después de que en abril de 2016 un terrible terremoto sacudiera Ecuador, mi país natal, mis redes sociales se llenaron con el meme del esqueleto escribiendo: “esperando que Facebook muestre solidaridad con filtros sobre Ecuador”. Probablemente lo compartí al menos una vez, aunque supiera que nunca habría tal muestra de solidaridad. Incluso los supremacistas blancos, islamófobos y xenófobos categóricos de Charlie Hebdo tuvieron toda una campaña de solidaridad en redes sociales, pero… ¿Decenas de miles de personas desahuciadas durmiendo entre los escombros de vete tú a saber dónde? Sí, claro. ¿Y qué más? Demasiadas veces Estados Unidos llora públicamente por las tragedias con víctimas blancas, mientras que no lo hace por tragedias con víctimas racializadas. Me dolió pensar en los millones de inmigrantes ecuatorianos en el extranjero al darse cuenta de que el caos al que se enfrentaban sus seres queridos no iba a despertar ninguna simpatía internacional ni la atención de los medios de comunicación. Encontré una mención al terremoto en la CNN, oculto en un panel informativo en la parte inferior de la pantalla y que desapareció tan rápidamente que apenas lo pude leer.

Pero ni siquiera la cobertura mediática garantiza la ayuda. Los medios de comunicación internacionales difundieron las nefastas consecuencias del huracán Katrina y de su mala gestión por todo el mundo y, aunque el huracán se cobró muchas vidas y su impacto en la región del Golfo permanecerá durante las próximas generaciones, el espectáculo mediático que mostraba las repercusiones del huracán no se tradujo en solidaridad. La población de Nueva Orleans fue abandonada, casi como un ejemplo de lo nos espera a las personas más desfavorecidas del lugar más privilegiado del mundo. Hubo mucha gente (probablemente bienintencionada) que dijo eso mismo, como Soledad O’Brien en la CNN, pero solo en comparación con esos otros lugares: “Si bajas el volumen de tu televisión, si no sabes dónde es, podrías llegar a pensar que es Haití o quizás uno de esos países de África”. O Nancy Gibbs en la revista Time: “Estas cosas pasaban en Haití, pero no aquí”. El huracán Katrina tuvo lugar hace casi dos décadas, pero Luisiana y los estados colindantes sufrieron más inundaciones el verano de 2016 y ahí estaba Bill Nye en la CNN, diciendo: “¡Y esto es el mundo desarrollado! Esto es Estados Unidos...”.

En Crear peligrosamente: el artista migrante en el trabajo, Edwidge Danticat analiza estas comparaciones absurdas que no solo sirven para denigrar esos lugares y a sus familiares en el extranjero, sino que también revelan una ingenuidad fingida que parece ser la base del optimismo (liberal) estadounidense. (Aquellas personas de izquierdas que esgrimían la retórica de “¡somos mejores que todo esto!” durante la transición presidencial de 2016 hubieran debido repasar la historia de nuestro país). Edwidge escribe: “Para quienes venimos de lugares como Freetown o Puerto Príncipe y para los que somos inmigrantes que todavía tenemos familiares en lugares como Freetown o Puerto Príncipe nos cuesta no preguntarnos por qué el llamado mundo desarrollado necesita distanciarse de nosotros de una forma tan desesperada, sobre todo en momentos en los que un desastre inconcebible nos muestra exactamente lo mucho que nos parecemos”. Seamos sinceros: este tipo de discurso es una forma velada de decir “nos merecemos algo mejor. Ellos no”. No obstante, no creo que las personas como O’Brien o Gibbs crean esto de forma consciente. En mi opinión, este es el mensaje que Estados Unidos envía al resto del mundo a diario, desde los acontecimientos e ideales de su fundación hasta sus actuales políticas exteriores y la forma en que trata a las personas migrantes de todo tipo aquí mismo, en los benditos Estados Unidos de América. Creo que las personas como O’Brien y Gibbs representan a muchos ciudadanos estadounidenses que sienten la necesidad de ayudar a escribir un cuento de hadas revisionista sobre su país para reforzar su autoestima y para digerir la realidad de que uno de cada 8 hogares en Estados Unidos pasa hambre (o sufre de “inseguridad alimentaria”), según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos. Para ellos la historia de Estados Unidos es como un niño que va llorando a sus padres porque los niños de la escuela le llaman racista. El revisionista consuela al niño y le dice: “Bueno, hijo, diles que no eres racista, que eres de extrema derecha”.

Después del Katrina, George W. Bush acabó dirigiéndose a los desamparados habitantes de Nueva Orleans diciendo: “Estas personas no son refugiadas, son estadounidenses”, algo que el geógrafo y académico Neil Smith calificó como “cínico por partida doble”, alegando que tales afirmaciones pretendían “suavizar la experiencia de las aproximadamente 400 000 personas desplazadas, evacuadas y desalojadas de Nueva Orleans al conferirles cierta superioridad y respeto que normalmente no se conceden a las personas refugiadas”. Y es cínico por partida doble porque precisamente el año anterior la Administración de Bush había repatriado a los refugiados haitianos en Estados Unidos mientras Haití sufría la embestida del devastador huracán Jeanne (un gesto precioso, ¿verdad?). Avancemos ahora hasta octubre de 2016, cuando la Administración Obama se debatía sobre si deportar o no a millones de haitianos durante el funesto huracán Matthew. “La política de inmigración del Gobierno significa que muchas personas deportadas se enfrentan a las consecuencias mortales del calentamiento global”, escribió la periodista Aura Bogado, señalando que “la trágica ironía es que muchas de esas personas deportadas vienen de países que han contribuido muy poco al cambio climático”. Hace casi dos décadas Smith escribió que el comunicado de Bush sobre la población de Nueva Orleans “revela lo que piensa Bush sobre el resto el mundo, degradando a millones de personas que son simplemente refugiadas, una categoría social que, por lo visto, es inferior a la de estadounidenses”. Sus palabras siguen siendo ciertas hoy día.

Demasiadas veces Estados Unidos llora públicamente por las tragedias con víctimas blancas, mientras que no lo hace por tragedias con víctimas racializadas.

Recuerdo perfectamente una conversación que tuve con una pareja de mochileros australianos en un hostal de Ecuador, sobre todo su sorpresa cuando mencioné el hambre que en ocasiones pasé de niña en Nueva York, en un hogar “sin seguridad alimentaria”. Danticat continúa en Crear peligrosamente diciendo: “Los pobres del país más rico del mundo no deberían ser pobres en absoluto. Ni siquiera deberían existir. Quizás esa sea la razón por la que sus gobernantes y gran parte de sus conciudadanos ni siquiera se den cuenta de que existen en realidad”. Antes he calificado esas reacciones de sorpresa como “ingenuidad fingida” porque no es ningún secreto que en Estados Unidos hay millones de personas sin hogar, hambrientas y desempleadas o subempleadas. Es imposible que visites Times Square sin tropezarte con alguna de ellas. Todos sabemos lo que ocurre, claramente, pero hay quien simplemente mira hacia otro lado y trata de no pensar en ello. Esos son los Estados Unidos que yo conozco. Esta realidad no debería ser una novedad para nadie, sobre todo después de que “el Katrina revelase el tercer mundo de Estados Unidos”, tal y como dijo el escritor Junot Diaz. Smith concluye: “La probabilidad de sobrevivir a un desastre depende más de la raza, la etnia y la clase social que tengas y eso es algo que, como podemos constatar ahora, no ocurre únicamente en el llamado tercer mundo”.

Es en situaciones de calamidades y disturbios es cuando se desenmascara la verdadera esencia del cuento de hadas estadounidense exportado: una patraña. Después de ver el amanecer de la Gran América de Trump, a quienes antes creían que se toleraba a los estadounidenses del “tercer mundo” les resultó difícil reconocer la realidad: que muchos de nosotros no lo éramos. Muchos de nosotros no necesitábamos que el Katrina o que Trump nos demostraran cómo nos ven los “Estados Unidos de verdad” (en palabras del excongresista de Iowa Joe Walsh). Quizás nos duela, pero no nos sorprende. En este país el concepto de ciudadanía es algo que se nos dice que hay que demostrar. Es algo que a muchos de nosotros nos han arrebatado paulatinamente a lo largo del tiempo, mientras que otros la pierden en un instante en los centros de detención o en aviones hacia quién sabe dónde mientras escribo estas líneas. Danticat profundiza en esta idea y afirma: “Quizás este país tenga más en común con el mundo en desarrollo que con el que realmente habita porque hay personas pobres y marginadas por todas partes en su propio país, donde deben arreglárselas por sí mismos en la mayoría de los casos”. Y continúa: “Por eso es tan fácil convertirse en refugiado dentro de tus propias fronteras: porque tu aparente utilidad y tu ciudadanía precaria siempre son un interrogante, ya sea en Haití o en esos otros Estados Unidos, aquellos en los que la gente no tiene seguro por inundaciones”.

No se pretende aquí menoscabar las diferencias de acceso a los recursos de quienes viven en Estados Unidos y en otros lugares, sino de insistir en que no solo Estados Unidos nunca ha tenido esa grandeza, sino que nunca fue ni será más grande que cualquier otro lugar. Como hija de inmigrante con pasaporte azul, sé que es posible la coexistencia de dos realidades (la ciudadanía precaria y el gran y apreciado privilegio). De hecho, durante tiempos oscuros como estos podemos aprender a pensar más allá de lo binario y trabajar para construir un mundo en el que las fronteras no definan quién merece recibir ayuda. Son las fronteras (la creación del Estado colonizador) las que crean las deficiencias que hacen necesaria esa ayuda durante los desastres, de igual forma que es el Estado colonizador conocido como Estados Unidos el responsable principal de esas desgracias no naturales en primer lugar. Danticat sostiene que “una de las muchas realidades reveladas por el huracán Katrina es que nunca más podremos negar la existencia de un país dentro de otro, ese otro Estados Unidos que es más conocido por los inmigrantes del país y por el resto del mundo que por los propios estadounidenses, ese Estados Unidos que siempre está al borde del desastre humanitario y ambiental”. Y ten por seguro que el privilegio no siempre te escudará de los desastres. Cuidado, “Estados Unidos de verdad”: los “otros Estados Unidos” vienen a por vosotros.








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Guerrilla Media Collective es una cooperativa de traducción feminista y orientada al procomún. Somos un grupo internacional de profesionales empeñadas en preservar el arte de la traducción y concebimos la cooperativa como una herramienta de trabajo sostenible, digno y ético para las trabajadoras del sector del conocimiento. Traducimos, corregimos, editamos y diseñamos campañas de comunicación. Nuestro objetivo es ofrecer un resultado final impecable cuidando de las personas que lo hacen posible. Por eso abogamos por el cooperativismo como una alternativa justa y solidaria en un sector cada vez más precarizado.

 
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