Historia
‘Weimar’, y su eco

‘Tiempos inciertos’, la exposición dedicada a la República de Weimar en el CaixaForum de Barcelona, apenas se deja nada, pero vuelve a incurrir en la idea de las “dos Alemanias” contrapuestas.
Original artwork by Tolga Kocak, captado por mightymightymatze en Weimar
Pintada de Tolga Kocak, captada por mightymightymatze en Weimar (Alemania). (CC BY-NC)

Weimar es una pequeña ciudad del estado federado de Turingia. Fue el sitio en el que Schiller conoció a Goethe, y el último lugar de residencia de ambos, representados en una conocida estatua frente al Teatro Nacional de la ciudad. Como es notorio, 'Weimar' se ha convertido, también, en sinónimo de un período de turbulencias políticas y sociales que precede al fascismo.

El problema de convertir capítulos históricos en 'post-it' es que su significado, como el propio pegamento de las notas adhesivas, acaba perdiendo antes o después su efecto: ‘Weimar’, ‘Múnich’, ‘Yalta’. Incluso cuando el paralelismo está ahí, aunque no en el lugar quienes han hecho uso y abuso del mismo han querido verlo —por citar un solo ejemplo: en el apoyo de los jóvenes a la extrema derecha, que también existió entre buena parte de los frustrados estudiantes universitarios de la República de Weimar.

Como recordaba recientemente Wolfgang Münchau, a los alemanes les gusta pensar que el auge de los nazis fue un “accidente técnico” más que “una consecuencia de una democracia fallida que no proporcionó seguridad económica a sus ciudadanos”, y esa lectura es la que ha acabado imponiéndose en los medios de comunicación.

‘Tiempos inciertos’, la exposición dedicada a la República de Weimar comisariada por Txuss Martín y Pau Pedragosa que puede verse estos días en el CaixaForum de Barcelona, apenas se deja nada: la fascinación por el progreso tecnológico y sus posibilidades de aplicación social (y su reverso: la preocupación por su mal uso, que dio pie a un incipiente ecologismo); los medios de comunicación de masas, mucho más rápidos y explosivos, así como su aplicación a la publicidad comercial y la propaganda y las posibilidades que abría a la creación cultural; las grandes ciudades y el papel del individuo en ella; los nuevos roles de género; o incluso el auge de filosofías irracionalistas.

Efectivamente, como reza la exposición, acercarnos “a este momento de la historia nos permite entender el presente, nos hace reflexionar sobre las certidumbres e incertidumbres que habitamos, y nos ayuda a ser conscientes de las ilusiones y los miedos que eso comporta y, sobre todo, de las oportunidades y la creatividad que nos ofrece el período de cambios profundos que vivimos”.

La exposición acaba con la tristemente célebre quema de libros en la Opernplatz de Berlín de 1933, con la que Goebbels quiso marcar teatralmente el fin de la 'república de noviembre'

Más difícil resulta coincidir en el lugar común de las “dos Alemanias” que presenta la exposición, “la de la arrogancia militar, la sumisión y la nostalgia del Imperio” y “la Alemania ilustrada, cosmopolita y que apuesta por la transformación”. Desde su constitución como estado en 1871, Alemania siempre ha presentado varias líneas de fractura, e incluso si se aceptan los dos campos propuestos por los comisarios de la exposición, en ambos había divisiones y enfrentamientos.

Uno de los motivos para escoger Weimar para redactar la constitución de la nueva república no fue precisamente simbólico: su distancia con respecto a la bulliciosa Berlín aseguraba una tranquilidad que no estaba garantizada después de la insurrección espartaquista.

La República de Weimar nació con las contradicciones que sellarían su destino: por una parte, la doble proclamación, el 9 de noviembre, de la república, a cargo del socialdemócrata Philipp Scheidemann desde un balcón del Reichstag, y de la “república socialista libre” a cargo del espartaquista Karl Liebknecht, por la otra, y la leyenda de “la puñalada en la espalda” de la que se nutriría el nacionalismo alemán y que fue ideada por el Alto Mando del Ejército (OHL) para eludir la responsabilidad de los militares en la Primera Guerra Mundial y hacer cargar con la derrota a socialdemócratas y comunistas, aún por otra.

Ni las cargas onerosas del Tratado de Versalles —objeto de una demoledora crítica de John Maynard Keynes en su conocido Las consecuencias económicas de la paz— ni el contexto europeo e internacional ayudaban a dar estabilidad a la naciente república: la sucesión de la proclamación de la república de consejos de Baviera (1919), los alzamientos de las milicias polacas en Silesia (1919-1920), el intento de golpe de estado de Kapp (1920), la hiperinflación (1921-1923), el intento de alzamiento comunista en Hamburgo (1923), la ocupación francesa y belga del Ruhr y la resistencia nacionalista y comunista a la misma (1923), o el putsch de la cervecería (1923) dan buena cuenta de un clima político y social que se estabilizó después muy brevemente para saltar por los aires con la llegada del impacto del crack de 1929, que aceleró la polarización política.

La exposición acaba con la tristemente célebre quema de libros en la Opernplatz de Berlín de 1933, con la que Goebbels quiso marcar teatralmente el fin de la 'república de noviembre'. No muy lejos de allí, en la otra orilla del río Spree, se encontraba el Palacio Real de Berlín, que quedó gravemente dañado por un bombardeo aliado a finales de la Segunda Guerra Mundial. Las autoridades de la República Democrática Alemana (RDA) optaron por no reconstruirlo, al considerarlo un símbolo de la Alemania prusiana, y en 1950 dinamitaron sus restos.

En su lugar edificaron a comienzos de los setenta el Palacio del Pueblo, un complejo en el que se alojaba el parlamento de la RDA y que fue desmontado tras la Reunificación: el edificio estaba afectado por el amianto, pero el simbolismo de la acción no fue pasado por alto.

Durante años un enorme solar en el centro de Berlín, en 2013 —coincidiendo con los años en los que la Alemania de Merkel se enseñoreó de Europa— se autorizó su reconstrucción, que, como su demolición durante la RDA y el desmontaje del Palacio del Pueblo, también tenía algo de simbólico. Poco más de una década después, Alemania se ha visto arrastrada por acontecimientos que ella misma puso en marcha años atrás y Alternativa para Alemania (AfD) es hoy la segunda fuerza del país y los conservadores comienzan a plantearse, incluso, la posibilidad de pactar con ellos. Llámalo simbolismo.

La lenta cancelación del futuro

¿Se acuerda alguien todavía de la promesa de unos nuevos años veinte? “La gente estará contenta por volver a salir, a socializar”, declaró el presidente de L’Óreal, Jean-Paul Agon. “Será como los felices años veinte, habrá una fiesta con maquillaje y fragancias, utilizar barra de labios será de nuevo un símbolo de retornar a la vida”, añadió.

El director del Human Lab de la Universidad de Yale, Nicholas Cristakis, incluso llegó a calcular el inicio de estos nuevos locos veinte que seguirían a la pandemia de covid-19 –equiparada a la ‘gripe española’ de 1918– en torno al año 2024. En vez del “desenfreno sexual y el derroche económico” pronosticado por Cristakis hemos tenido la invasión rusa de Ucrania, la limpieza étnica de Gaza, varias catástrofes medioambientales y la elección de Donald Trump.

Menos mal que, de acuerdo con un artículo de la BBC, Christakis estaba “considerado por la revista Time como una de las 100 personas más influyentes del mundo y por la revista Foreign Policy como uno de los 100 mejores pensadores globales” y era “una voz respetada en el ambiente académico”. En comparación, acertó mucho más el escritor Michel Houellebecq al afirmar que el mundo post-covid sería “el mismo, solo que un poco peor”.

La muy publicitada profecía de Christakis y la discreción con la que fue enterrada son síntomas de una época que revelan, como otros, la diferencia principal con la República de Weimar, a saber: que aquellos tiempos convulsos produjeron una obra intelectual y artística que hoy apenas existe y que, en muchos casos, pasa desapercibida a los medios de comunicación que deberían informarnos de ella. Es como si se hubiesen agotado las fuerzas de Occidente, o lo que quede de él tras la ruptura de las relaciones transatlánticas.

Según Adolph Reed Jr., la izquierda, habiendo perdido “foco y estabilidad”, se habría quedado para “dejar testimonio, manifestar solidaridad y el acontecimiento o el gesto”

El filósofo Franco ‘Bifo’ Berardi acuñó en 2011 una excelente frase para definirlo: la lenta cancelación del futuro. Mark Fisher desarrolló este concepto al añadir una “deflación de las expectativas”: “El sentimiento de retraso, de vivir después de la fiebre del oro, es tan omnipresente como repudiado. Si se compara el terreno baldío del momento actual con la fecundidad de periodos anteriores, rápidamente se nos acusará de ‘nostálgicos’, pero la confianza de los artistas actuales en estilos que se establecieron hace mucho tiempo sugiere que el momento actual es presa de una nostalgia formal”. No es que nada hubiese pasado, señalaba Fisher, sino todo lo contrario, hemos tenido tres –en el momento de escribirlo; ahora serían cuatro– décadas de “enormes cambios traumáticos” políticos, económicos y sociales, y “quizá por todo ello, cada vez se tiene más la sensación de que la cultura ha perdido la capacidad de captar y articular el presente”.

Esta situación no se limita exclusivamente a la izquierda, de la que, en su larga derrota, Adolph Reed Jr. dijo en 2014 que “no tenía ningún lugar en particular al que quisiese ir” y, en consecuencia, como asegura una expresión estadounidense, “si no tienes ningún destino, cualquier dirección puede parecer tan buena como cualquier otra”. En este sentido, la izquierda, habiendo perdido “foco y estabilidad”, se habría quedado para “dejar testimonio, manifestar solidaridad y el acontecimiento o el gesto”, el reflejo de “enviar un mensaje a quienes están en el poder, hacer declaraciones y estar junto o a favor de los oprimidos”.

Los fracasos del ciclo populista, ya clausurado, son un buen ejemplo. Sin embargo, conviene recordar que también el fascismo era, a su manera, modernista, como se han encargado de investigar varios expertos. Retomando una observación de Robert Griffin en una ponencia recogida en Fascismo y modernismo. Política y cultura en la Europa de entreguerras (1918-1945), en los veinte los comunistas tenían a Tatlin, Rodchenko, El Lissitzky, Mayakovsky, Arndt, Brecht o Breton, por citar sólo a unos cuantos, pero los fascistas tenían a Marinetti, Malaparte, Lewis, Pound, Jünger o Riefenstahl, por citar también a unos cuantos.

Olly Haynes ha explicado que la infancia de la generación Z “ha estado marcada por la expectativa, potencialmente bastante realista, de que vivirán para ver algún tipo de apocalipsis”

Georg Lukács fustigó, con razón, a los teóricos del nazifascismo por su “algarabía mística y abstrusa” y su “confusión y caos”, por un pensamiento tan “ecléctico y contradictorio” y tan “incoherente” tras su “pomposa y decorativa fachada” que hacía “difícil honrar a este caos demagógico con el nombre de cosmovisión (Weltanschauung)”. Hoy, en cambio, la intención misma de comparar a Curtis Yarvin o Aleksandr Dugin con Carl Schmitt se antoja poco menos que ridícula.

En efecto, como señala Griffin, “la voluntad de Mussolini de doblegar el socialismo y la democracia parlamentaria se interpretó como un rechazo radical de la modernidad y del progreso per se, a pesar de la adopción decidida por parte del régimen de las tecnologías modernas, de las formas arquitectónicas modernistas, de los grandes planes de renovación urbana, de destacados elementos del estado del bienestar, del empleo de los mass media, del desarrollo de obras públicas y de sistemas de transporte avanzados, de la aviación, y del deporte”. ¿Puede considerarse análogo el interés por algunos de los representantes de la extrema derecha estadounidense por las redes sociales, el transhumanismo o la colonización de Marte? Se hace difícil responder afirmativamente a esta pregunta.

La evolución al apocalipsismo

Si uno supera la aversión a la mayoría de lecturas generacionales —en las que toda diferencia de clase queda soslayada en mayor o menor grado—, Olly Haynes es uno de los autores que acaso haya mejor captado la consecuencia lógica que conlleva la percepción generalizada de esa “lenta cancelación del futuro” de la que hablaba ‘Bifo’.

“A pesar de la sensación de los millenials de haber sido engañados por la mísera oferta del neoliberalismo y de la incapacidad de mi generación intersticial para esperar siquiera eso, son los zoomers cuya mentalidad generacional es la más oscura”, ha escrito Haynes al detallar que la infancia de la generación Z ”ha estado marcada por la expectativa, potencialmente bastante realista, de que vivirán para ver algún tipo de apocalipsis”. La mentalidad de esta generación, observa Haynes, “ya no es pesimista, sino apocalíptica: están seguros de que el futuro está cancelado, no en el sentido de que los resultados son cada vez peores y no hay una nueva cultura, sino en el sentido de que literalmente ya no habrá futuro.”

De esa sensación probablemente provengan los “fenómenos mórbidos” del actual interregno y que con tanta frecuencia tanto cuestan a los periodistas presentar debidamente y aún más analizar con justicia. También aquí resuenan los ecos de Weimar, y su época. Como ha señalado recientemente Naomi Klein, “reflexionando sobre su infancia bajo el régimen de Mussolini, el novelista y filósofo Umberto Eco observó en un célebre ensayo que el fascismo suele tener un 'complejo de Armagedón', una fijación por derrotar a los enemigos en una gran batalla final”.

Ahora bien, continúa Klein, “el fascismo europeo de las décadas de 1930 y 1940 también tenía un horizonte: la idea de una futura edad de oro tras el baño de sangre que, para quienes pertenecían a su grupo, sería pacífica, pastoral y purificada”. Ese horizonte, como se ha dicho ya en varias ocasiones, ya no existe.

“Los movimientos de extrema derecha contemporáneos”, subraya la periodista canadiense, “conscientes de que vivimos en una época de auténtico peligro existencial —desde el colapso climático hasta la guerra nuclear, pasando por la desigualdad vertiginosa y la inteligencia artificial no regulada—, pero comprometidos financiera e ideológicamente con el agravamiento de esas amenazas, carecen de una visión creíble de un futuro esperanzador” y “al votante medio sólo se le ofrecen remezclas de un pasado que no regresará, junto con los placeres sádicos de la dominación sobre un conjunto cada vez mayor de 'otros' deshumanizados.”

Branko Milanovic atribuía semanas atrás la sobrevenida popularidad de Gramsci a la “intelectualización de la derrota de la izquierda” y agregaba que “en cierto sentido” el marxista italiano era “un profeta de la derrota”. Ante esta opinión no cabe más que mostrarse en desacuerdo. Y aquí cabe recordar otra cita del filósofo sardo: “Antes todos querían ser labradores de la historia; nadie quería ser estiércol de la historia […] Pero ¿se puede arar la tierra sin haber echado antes el abono? Algo ha cambiado, porque ahora hay quien se adapta filosóficamente a ser estiércol, el que sabe que tiene que serlo y se adapta”. Hoy seguramente nadie quiere ser labrador de la historia —la mayoría ha desistido en ese empeño—, pero menos aún los que han de arremangarse la camisa, ensuciarse las manos y abonar el suelo. Con toda probabilidad, la gente que más falta hace. 

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