Antiespecismo
Ecofeminista antiespecista

La falta de escucha activa es una trampa en la que las feministas, como colectivo en búsqueda de nuevas formas de relacionarnos, no podemos caer.
Una familia camina por el bosque.
Una familia camina por el bosque. Alberto Casetta

Cuentan que, en 1972, la anarcosindicalista Françoise D’Eaubonne acuñó el término ecofeminismo para aunar dos preocupaciones extremadamente importantes: cuidar la vida con mayúsculas y reclamar la propia dignidad. Lo hizo teorizando sobre la relación existente entre la opresión de las mujeres y la opresión de la naturaleza dentro del sistema patriarcal. Aunque fue en 1974 cuando el término apareció en una publicación de la autora.

Fueron los setenta del siglo XX, la década que vio nacer muchos de los movimientos sociales que aún hoy son imprescindibles: el movimiento LGTBI+, el movimiento antinuclear alertado por los accidentes de 1957 (Rusia e Inglaterra), la segunda y tercera olas del feminismo, la aparición del partido verde en el espectro político y una crítica argumentada al modelo que terminó por imponerse y que nos ha traído hasta aquí: el consumismo. Puede sonar sorprendente, pero la defensa de los animales ya estaba entre nosotras, porque viene de mucho más lejos.

El mensaje de la filósofa francesa era claro: la humanidad necesita cambiar el sentido de su marcha para no ser la causante de su propia destrucción. Pero debe hacerlo actuando a la vez sobre las tres dimensiones del problema, replanteando las relaciones de la humanidad con la naturaleza, las relaciones entre los géneros y las relaciones jerárquicas de poder. Porque la forma tradicional de analizar la realidad, sintiéndonos el centro del mundo es el problema. Ese enfoque es el que nos ha puesto al borde del colapso. Por eso, ella habla de “Igualdad en la diversidad, no en la diferencia”.

Recién ahora, cincuenta años después, comienza a popularizarse el término ecofeminismo y es importante resaltar que no fue muy bien recibido en su comienzo. No le gustó a Simone de Beauvoir, que no entendió el planteamiento político hecho desde la suma de feminismo y ecología, sobre darle la vuelta a la escala de valores, poniendo las tareas de cuidado en el centro del prestigio social. Rechazó la reorganización de las relaciones entre iguales en un mundo sin jerarquías.

Incluso ahora, las propias mujeres que se denominan ecofeministas y abanderan, con razón, el movimiento en el estado español se desligan de algunos planteamientos como la crianza con apego o el amamantamiento a demanda, considerando que son formas de crianza que alejan a las mujeres del objetivo de la igualdad. Yo, que estoy de acuerdo con ellas en el 95% de sus planteamientos, no puedo estarlo en esto.

Soy una gran defensora de que la educación, entendida como la transmisión del saber acumulado, no es suficiente, sino que la forma en que lo hacemos es determinante, ya que una educación desde la escucha y el respeto cambia el mundo, preservando una autoestima sana en la persona que crecerá segura de sí misma, sin necesidad de competir, sabiéndose valiosa dentro de la comunidad y, por lo tanto, alejando de sí el egoísmo y el odio. Por ello no puedo entender que se mantengan estas barreras basadas en prejuicios y que aún no nos lancemos a la creatividad social que el ecofeminismo propone desde sus inicios.

Decía hace unos años la filósofa Amelia Valcárcel sobre el ecofeminismo: “Lo que defiende no es más que un ecologismo templado y moderado por el feminismo, (...) el ecologismo original no era de ayuda para la vida de las mujeres, sino lo contrario, como por ejemplo que dejemos de usar compresas o que lavemos a mano”. Un discurso que, a día de hoy y ante la emergencia climática, nadie debería hacer suyo. Afortunadamente, cada vez más, la sociedad entiende que manejar la menstruación no es una cuestión privada, ya no es una responsabilidad exclusiva de las mujeres. Y aunque la menstruación es algo que nos sucede a las mujeres biológicas, lo que supone ese proceso natural puede y debe ser comprendido y compartido comunitariamente. Así como las personas, sin importar su género, entienden que los pañales deben ser lavables en lugar de desechables, por el bien del planeta.

Cuando escribo esto, en Gran Bretaña, una ministra del partido conservador ha implementado una medida por la que todas las escuelas primarias, secundarias y universidades dispondrán de compresas, tampones, compresas reutilizables y copas menstruales para quienes las pueda necesitar, de forma totalmente gratuita.

Yo, que he llegado tarde al entramado teórico del feminismo, me atreví a soñar en mi juventud con una pareja con la que compartir la crianza y logré, casi sin quererlo, disfrutar de una maternidad que no supusiera un freno para mí misma, porque siempre fue una tarea compartida. Incluso la lactancia a demanda resultó compatible con mi activismo, gracias a los sacaleches y los congeladores que permitían que mi pareja, o mis familiares y amistades cercanas (el feminismo es inclusivo) ofrecieran a mis hijos mi propia leche en mi ausencia. Supongo que pude hacerlo, hace treinta años, porque muy pronto comprendí mi condición de animal mamífero gregario (sobre la denominación recomiendo leer a Almudena Hernando, para entender el machismo que se esconde tras algo en apariencia tan inocente como un nombre). Entendí las ventajas que la estimulación de la producción de leche tenía para lograr el objetivo de ofrecer una alimentación adecuada a mis criaturas, al tiempo que mantenía una cierta independencia y guardaba un tiempo para mí, y para la salud de mi mente adulta. También me atreví a acudir con mis bebes a reuniones e incluso a trabajar en un tiempo sin internet. Aquello fue visto con naturalidad y nadie hizo un escándalo, pero no olvido que mi pareja no podía hacer lo mismo. Aún hoy, como hombre, existe una mirada acusadora sobre él al caminar fuera de la senda trazada para su género. Puede cuidar privadamente, pero sin excesos.

Supongo que es por mi experiencia cercana, que me alejo del planteamiento sobre la cercanía de las mujeres a la naturaleza, en contraposición a la lejanía de los hombres, achacado a pensadoras como Vadana Shiva. Una idea que en realidad es un pilar fundamental del pensamiento hegemónico occidental, patriarcal. Mantener la confrontación razón-instinto reflejada en el género asignado.

Quizás por ello, por rechazar esta disputa imaginaria, estoy lejos de planteamientos que interpretan que la crianza con apego o la educación sin escuela son trampas que nos devuelven a la división de roles de género, y hablan de las mujeres que optan por ese modelo de crianza y usan el término “mística de la maternidad” para desprestigiarlas.

Como mujer que ha practicado ambas cosas, y ha sido incomprendida tanto por compañeras feministas, como por el resto de la sociedad, creo que la falta de escucha activa es una trampa en la que las feministas, como colectivo en búsqueda de nuevas formas de relacionarnos, no podemos caer. Es cierto que existe una mística de la crianza, como existe una mística de la piedra. Es una mística que uno se va encontrado en los lugares más insospechados. También en esos padres, hombres, que piden reducción de jornada para pasar más tiempo con sus criaturas, y que buscan mil modos de generar hogar cuando se encuentran siendo la única persona adulta en su familia nuclear. No olvidemos que la infancia es una etapa muy breve y, sin embargo, puede marcarnos para siempre. Es algo que sufrimos al tiempo que lo olvidamos, y que requiere un equilibrio difícil, entre las necesidades de la persona adulta y de la persona en crecimiento.

Por supuesto que he disfrutado de la infancia de mis hijos, como animal humano tengo derecho a ello, y me he negado a renunciar a estar presente, tanto como me he negado a renunciar a ser una persona adulta con necesidades más allá del cuidado. ¿Ha sido algo que ha sucedido por mi comprensión de ser un animal? Desde luego la dimensión biológica de la existencia es mucho más difícil de obviar para nosotras las mujeres. Sin embargo, creo que si las mujeres nos mantenemos como personas más empáticas (no absolutamente empáticas) es debido a la educación diferenciada a la que la construcción sociocultural nos expone. Cuando era educadora en un hogar para menores tutelados, observaba que, en un medio tan aséptico y tan falto de vínculo afectivo estable, los niños y las niñas recurrían por igual a los Juegos de cuidado. Los bebés de plástico y los animales de peluche recibían innumerables atenciones, caricias y canciones en un mundo básicamente triste, pero en el que se les daba total libertad para jugar según sus necesidades.

Años después, mi propio hijo a sus cinco años, me hizo una reflexión que contradecía mi sentir de adulta: “Es mejor ser chica que ser chico”, decía, “porque las chicas, si quieren pueden tener hijos, pero los chicos aunque quieran, no pueden”. Mucho se ha escrito sobre si esa es la raíz del problema social que ha llevado a crear un mundo de desigualdades. Y bien podría serlo porque en aquel momento mi primera sensación fue de privilegiada y eso me llevó a sentir que le debía algo, que de alguna manera era mi responsabilidad compensar su carencia. Afortunadamente, mis lecturas feministas me salvaron de la culpa opresora, de la trampa de la genética, y de la mística de la gestación, que también existe y también es peligrosa, y nos lleva a cosificar personas.

No hay en la naturaleza biológica de las mujeres nada que nos determine a ser más empáticas que los hombres. Sin embargo, el resultado de la educación es que lo somos en el entorno cercano (familiares y amistades), y nos es más fácil implicarnos en causas que necesitan de esa cualidad, como la causa animalista, por ejemplo.

Firmo esta reflexión con dos etiquetas “ecofeminista” “antiespecista” porque aún necesito las dos para explicar al mundo como pienso. Ninguna de las dos abarca por sí sola la magnitud de cambio de mentalidad que se está produciendo entre la gente, más allá de las cátedras.

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