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Antiespecismo
“Guardianes de la galaxia”, tres reflexiones animalistas
Guardianes de la Galaxia aborda asuntos como el trauma, el perdón, los prejuicios o la importancia de los vínculos afectivos. Su última entrega es un magnífico alegato a favor de la compasión hacia los animales no humanos.
El volumen 3 de esta saga de Marvel nos propone reflexionar sobre los horrores de la experimentación con animales en laboratorios, una idea que nos recuerda, tal vez, a La isla del doctor Moreau y sus mutantes.
El metraje gira en torno a la trágica historia de Rocket Raccoon, un mapache manipulado genética y cibernéticamente con altas capacidades intelectuales y de combate. [Aviso spoiler] Nació en un centro de vida silvestre en la Tierra, pero pronto fue secuestrado por el Alto Evolucionador (el villano) para poder experimentar con él y el resto de su camada.
En los laboratorios de OrgoCorp convierten al pequeño mapache en 89P13. Mediante implantes y operaciones consiguen que pueda vocalizar, resolver problemas complejos y comportarse de manera similar a los seres humanos. El objetivo del Alto Evolucionador consistía en crear una sociedad perfecta a través de una superespecie pacífica.
Bajo este marco la película nos proporciona al menos tres interesantes reflexiones.
Alguien, no algo
Aquel mapache de laboratorio era considerado como un objeto de investigación, como una herramienta al servicio de un bien superior. A ojos de los investigadores era simplemente un número, pero 89P13 era en realidad un ser sintiente, con capacidad de tener experiencias subjetivas.
Quizás uno de los mejores y más tiernos momentos de la película es aquel en el que los compañeros de Rocket (otros animales manipulados por OrgoCorp: un conejo blanco, una nutria y una morsa) empiezan a nombrarse como alguien y no como cosas. Hasta entonces su identidad pasaba por los tatuajes grabados en sus pieles con un código alfanumérico. A partir de esta escena, tumbados y soñando un futuro mejor, estos personajes tan entrañables poseen su propio nombre: Lylla, Dientón y Piso. El último en pronunciarse fue aquel inteligente mapache, quien se nombró a sí mismo como Rocket.
Lo cierto es que ellos ya eran alguien, incluso cuando no podían hablar. Pero las palabras dotan de significado y aportan una connotación emotiva desapercibida antes. El nombre tiene el poder de individualizar con facilidad. Los números son intercambiables, pero los nombres no, pues identifican a alguien, una vida propia.
Todas las vidas sintientes importan
Al final de la película observamos que los guardianes de la galaxia tienen que arriesgar su vida para salvar de la muerte a cientos de niños de la nave de OrgoCorp, la cual está a punto de explotar. En esos instantes Rocket entra en la zona de hacinamiento de los animales no humanos y se ve reflejado en un grupo de pequeños mapaches.
La compasión que siente le llena de energía para cargar con todos ellos y llevarlos a un lugar seguro, pero al alzar la vista observa al resto de animales enjaulados. Ellos son tan valiosos como el resto, porque en el fondo son iguales, son seres sintientes con una vida que merece ser vivida. ¿Y qué es lo relevante para respetar y ayudar a otros individuos? Rocket entiende (y siente) que los animales “superiores”, como dicen en la película, no son los únicos dignos de ser salvados de la barbarie. Aquellos que no hablan también tienen vidas llenas de experiencias e intereses. Ellos cuentan, pero no como números, sino como individuos con una historia propia.
Vivisección e investigación científica
Aquel mapache era parte del lote 89 y se le identificaba con el código de experimento 89P13. Solo experimentamos con códigos, no con nombres. Pero me pregunto una cosa. ¿Qué diferencia hay entre el perro beagle de tu vecino, al que llaman Tommy, y el beagle utilizado en Vivotecnia, cuya identificación era ‘32’? ¿Qué diferencia hay entre ese beagle ‘32’ y el conejo blanco de la celda contigua? Apenas la forma en la que nos referimos a ellos.
La investigación científica con animales es uno de los temas más controvertidos en bioética, ya que supone un verdadero conflicto de intereses. Por un lado, tenemos la intuición y, sobre todo, la justificación ética de que torturar a un ser sintiente es algo negativo en sí, algo reprochable moralmente. Por otro lado, algunos grandes avances en la medicina han sido gracias a esos innumerables experimentos.
La pregunta de fondo es si el fin justifica los medios. De ser así, ¿cuál sería el límite? ¿Por qué los seres humanos quedarían fuera de ese límite? ¿Incluso aquellos que no poseen las capacidades que “elevan” a los humanos como seres “superiores”? ¿Qué ocurre entonces con el principio de igualdad e imparcialidad? ¿Ante un mismo interés moral (capacidad de sentir) no se predica el principio de igual consideración?
La cuestión creo que se centra en si todo está permitido para conseguir un buen fin. El Alto Evolucionador quería mejorar la humanidad, sin embargo, para ello necesitaba unas víctimas necesarias. Salvando las distancias, los experimentos que se realizan en la actualidad tienen un objetivo muy loable: mejorar la vida de la humanidad. Aunque para ello es necesario torturar y matar a otros seres sintientes.
Aquí toma relevancia el dilema del investigador. Básicamente existen dos situaciones posibles. La primera: los animales utilizados en los experimentos son tan diferentes a los seres humanos que su utilidad es extremadamente pequeña (y el sufrimiento causado enorme). La segunda: los animales son tremendamente útiles para experimentar porque son muy parecidos a nuestra especie y, por tanto, tienen relevancia moral.
Si lo importante moralmente es la capacidad de tener esas experiencias subjetivas, en concreto, sentir dolor, ¿por qué nos parece una atrocidad realizar tales experimentos con seres humanos y no con otros animales si sienten el dolor de forma parecida?
Para hacernos una idea de los animales que se utilizan en investigación, solo en España, durante el 2021, se utilizaron alrededor de 1.289.000 veces. De estos, 1.138 eran perros, 741 gatos y 629 macacos. ¿Qué ocurriría si cada uno de esos animales tuvieran nombres o convivieran con nosotros? ¿Qué cambia para que dejen de importar en términos de justicia, de imparcialidad?
En el ámbito filosófico encontramos dos grandes enfoques para encarar esta cuestión.
Una posición utilitarista, donde se busca maximizar el bienestar o la felicidad de todos los seres considerados, afirmaría que, si es posible salvar muchas vidas con un solo experimento y no hubiese otra forma de salvarlas, esa experimentación estaría justificada. Mientras que desde el deontologismo (el deber ser) se afirma que aquello que es incorrecto lo es con independencia de sus consecuencias. Es más, una postura abolicionista defendería que debemos eliminar el uso de animales en cualquier caso.
No trato aquí de proponer una conclusión sobre el fondo del asunto, ni siquiera exponer una tesis sólida. Solo pretendo ofrecer preguntas para reflexionar, para poner sobre la mesa un tema de gran importancia moral. Debatamos sobre ello. No apartemos la mirada.
En definitiva, Guardianes de la Galaxia Vol.3 está repleto de guiños a la defensa de los animales. Y no todos los ejemplos los encontramos en el personaje de Rocket, pues la perra Cosmo hace referencia a Laika, el can enviado (a morir) al espacio con fines científicos por la Unión Soviética.
No por nada este filme ha tenido una gran repercusión en el movimiento animalista. La organización Personas por el Trato Ético de los Animales (PETA) ha reconocido con el premio Not a Number al director James Guun por “el poderoso mensaje sobre la experimentación con animales”. Aquí, en España, la directora de Anima Naturalis, Aïda Gascón, ha recalcado la importancia simbólica de esta película y espera que entendamos “el reconocimiento al necesario movimiento de liberación animal”.
Ninguno de nosotros somos Rocket Raccoon, pero, al igual que nuestro héroe, sí que podemos elegir entre la implicación o la indiferencia, podemos decidir entre intentar salvar a aquellos animales maltratados o bien mirar hacia otro lado y dejarles atrás en la huida de la barbarie.
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Tenía 11 años y un profesor planteó este debate en clase. Fui la única que me situé en contra de la experimentación con animales. El profesor se burló de mi postura y me tachó de soñadora e idealista. Le dije: "Si buscamos curas para el ser humano, pues experimentemos con humanos". Aquello le pareció el colmo de la estupidez.
Ya han pasado unos cuantos años desde entonces y mi postura no ha cambiado. Tengo un hijo y daría mi vida por él, daría un brazo, daría mi sangre, daría mi corazón... Pero no le sacaría el corazón a otro niño para que el mío viviera, así como no se lo quitaría a un cerdo.
Es mi decisión y merezco respeto, creo yo.