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Insólita Península
Benjamin en un recuerdo
El lugar en el que estuvieron los restos de Walter Benjamin era un rincón desnudo y humilde. Sin embargo, la presencia de su recuerdo lo ocupaba, diría que incluso le daba forma.
Desde que inicié esta serie de postales insólitas, me fijé algunas reglas no escritas. Una de ellas decía que tenía que visitar los lugares sobre los que iba a escribir en unas fechas no muy distantes al momento de la escritura. A veces un mismo viaje me ha servido para reunir varios textos cuya publicación he ido espaciando en el tiempo. Lo que no he hecho ha sido recuperar fotos y recuerdos de viajes antiguos. Otra regla decía que solo podía escribir un texto por provincia. Esta segunda regla me obligaba a viajar, a salir del entorno cómodo de Madrid y sus alrededores. He cumplido ambas reglas hasta la fecha, pero, ahora, las circunstancias del confinamiento —llevo tres meses sin salir de la Comunidad de Madrid por imperativo del estado de alarma— me obligan a romper una de estas máximas: o escribo sobre Madrid o escribo sobre un recuerdo. No sé muy bien por qué, he preferido escribir sobre un recuerdo.
Recuerdo una carretera sinuosa desde la localidad francesa de Collioure hasta Portbou (Girona). Las curvas se sucedían asomadas al mar y, en algún momento, atravesamos una frontera ya desdibujada, un límite que en otro tiempo marcaba las vidas de quienes trataban de franquearlo. Tal vez olía a pino y las rocas tenían un tono rojizo. Puede que los coches que deambulaban por aquel trazado imposible lo hicieran con la gracia de los veraneantes indolentes. Era la primavera del año 2008.
Recuerdo la estación de Portbou, que se expandía en vías para trenes en espera y que parecía ocupar el núcleo de la población. Alrededor de la estación pululaban grupos de hombres de edades indeterminadas. Esos grupos de fumadores con ropa deportiva y amarrados a bolsas de plástico, que daban la impresión de no tener ningún destino salvo el que el azar les deparase en la media hora siguiente, daban vida a los terrenos adyacentes a la estación de Portbou. Puede que algunos turistas despistados se dirigieran a la playa. Puede incluso que esos turistas cruzaran alguna mirada con los grupos de diletantes inofensivos.
Recuerdo que ascendimos hasta algún lugar que he olvidado y tuvimos una visión panorámica de la localidad, colgada sobre el mar, extraída con esfuerzo de su destino de pequeño puerto pesquero para convertirse en un nudo de comunicaciones ferroviarias. Y allí, de eso casi estoy seguro, pregunté por Walter Benjamin y me indicaron un recorrido con carteles a modo de hitos que seguía los últimos pasos del escritor alemán, los días y horas previos a su muerte.
Recuerdo que seguimos el camino dictado por los carteles y conocimos detalles lúgubres de aquellos últimos días, en septiembre de 1940. Quizá nos acercamos a la desesperación del perseguido, al miedo brutal de quien se siente acorralado, a la derrota íntima del que no desea seguir huyendo. No lo sé. En todo caso, al menos nos acercamos hasta un monumento que recordaba a Benjamin y puede que a todos los perseguidos: se trataba de una escalera inserta en una estructura de hierro oxidado cuyo final estaba marcado por un cristal, una pared tranparente al otro lado de la cual solo quedaba el precipicio y el mar.
Sé que fotografié el lugar y creí que el vértigo de aquel descenso al abismo quizá sí se aproximaba al vértigo del perseguido. En aquel instante no quise quedarme allí demasiado tiempo. Necesité tomar aire, adquirir una perspectiva distinta. Portbou parecía una acuarela marina agitada con trazos inexplicables.
Visitamos el cementerio, también asomado al mar como si el ruido de las olas fuera la mejor compañía para los muertos. El lugar en el que estuvieron los restos de Walter Benjamin era un rincón desnudo y humilde
Recuerdo que visitamos el cementerio, también asomado al mar como si el ruido de las olas fuera la mejor compañía para los muertos. El lugar en el que estuvieron los restos de Walter Benjamin era un rincón desnudo y humilde. Sin embargo, la presencia de su recuerdo lo ocupaba, diría que incluso le daba forma.
Recuerdo que compré una postal de la escalera infinita y se la envié a un amigo, por cuya culpa habíamos leído algunos textos de Benjamin en los últimos años de la universidad. Al cabo de un tiempo supe que la había recibido y me gustó pensar que había compartido con él la visita. No sabía que doce años después iba a compartirla en esta página en los últimos días del estado de alarma de la primavera de 2020.