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Insólita Península
Madrigal de la Vera, el puente sin metáfora
Los romanos, convencidos de que era una buena idea comunicar su imperio con calzadas, se dedicaron a construir puentes por toda la Península. De aquel ejercicio han quedado entre nosotros puentes romanos y puentes de origen romano.
Los periódicos dan cuenta cada día de las voluntades de tender puentes y de romper puentes. Los puentes de letra impresa se construyen, se mantienen, se recuperan. Y la metáfora del puente, corroída por tanto uso, compite en la carrera de las palabras vacías, flanqueada por “icónico”, no muy lejos de “emblemático”.
Supongo que hay incluso puentes icónicos y emblemáticos, pero no creo que el de Madrigal de la Vera (Cáceres) sea uno de ellos. Es tan solo un puente, una construcción para pasar un río.
Los romanos, convencidos de que era una buena idea comunicar su imperio con calzadas, se dedicaron a construir puentes por toda la Península. De aquel ejercicio han quedado entre nosotros puentes romanos y puentes de origen romano. El de Madrigal, a los pies de la sierra de Gredos, cruza la garganta de Alardos y pertenece al grupo de los de origen romano, construcciones que han ido sobreponiendo estilos y épocas, sin olvidar su momento fundacional: el instante en el que alguien decidió que aquel lugar era el mejor para cruzar las aguas. Conocido como Puente Viejo, fue parte de la calzada que unía Plasencia con el Puerto del Pico y hoy es un testigo de otro tiempo enclavado en una zona de descanso, de recreo. En su forma actual, está compuesto por un único arco que salva el río.
Sin ser del todo consciente, dediqué unas cuantas horas de este invierno a tratar de ignorar el puente de Madrigal de la Vera; dicho de otro modo, me situé unos metros aguas arriba e intenté cruzar el río sin tocar el agua. El resultado del experimento queda en las siguientes líneas.
Sobreviene en primer lugar la evidencia de que se trata de un deseo infantil: el riesgo sin demasiado riesgo, tan solo el de caerse al agua helada y volver empapado y con algo que contar. Y llega después la certeza de que cruzar el río sin mojarse es imposible: las piedras, erosionadas por el tiempo y lamidas hoy por el agua, están a la suficiente distancia unas de otras como para hacer imposible el salto. Y aun así, o quizá por esa imposibilidad, merece la pena intentarlo: ir y volver saltando entre las piedras, estar a punto de perder el equilibrio, reposar sobre la roca más alta para explorar el terreno y convencerse, sin convencerse del todo, de que no hay forma de cruzar el río.
Unos metros abajo, atraviesan el puente excursionistas a caballo. La sólida construcción de siglos parece contemplar el intento baldío de cruzar esta garganta que desemboca en el Tiétar, el cual desemboca en el Tajo, que llega al mar en Lisboa. Este puente, que mira con simpatía el juego infructuoso de ignorarlo, adquiere de pronto una contundencia imprevista a ojos de quien se ve incapaz de pasar el río.
Pero el juego de intentarlo, el ruido del agua y la visión al fondo de las primeras nieves de la sierra de Gredos bastan para sustraerse de nuevo y buscar otra vez, llegar un poco más lejos y situarse de pronto en medio de la garganta. La otra orilla parece ahora accesible. El camino recorrido no ha sido sencillo. Ha incluido algún paso que no era evidente. Así que tal vez merezca la pena dar el salto. ¿Pero dónde encontrar la llegada del siguiente paso? La fuerza del río y su anchura desmienten la posibilidad de ese salto final.
Despedirse de un río siempre incluye tocar el agua. La claridad de estas aguas de la garganta de Alardos me recuerda a la de cualquier río de montaña, todavía intocados —o casi—, nacidos de los neveros, con sabor a rocas.
Los puentes son una metáfora erosionada. Con los ríos ocurre algo parecido. Sin embargo, en las mismas fechas en que me entretuve en el río de Madrigal de la Vera, tenía muy cercana la lectura de Las ocho montañas (2018), del Paolo Cognetti. Tenía muy presente el recuerdo de un diálogo entre Pietro, el protagonista de la novela, y su padre. Uno de esos diálogos sin palabras vacías, tal vez con las palabras justas —incluso con metáforas—. Lo transcribo aquí para no olvidarlo.
—Mira ese torrente, ¿lo ves? –dijo–. Hagamos como si el agua fuese el tiempo que corre. Si aquí donde estamos es el presente, ¿en qué lado crees que está el futuro?
Reflexioné. Parecía fácil. Di la respuesta más obvia:
—El futuro está donde va el agua, hacia allá.
—Error —decretó mi padre—. Por suerte.
Luego, como si se hubiese quitado un peso de encima, dijo:
—Epa.
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Cuantos recuerdos de Madrigal de la Vera, Alardos y de La puente, como le llaman algunos.