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Insólita Península
Aguas calientes sin palmeras
En la ciudad de Ourense, en una mañana de diciembre de 2020 —año maldito y fatigoso cuya hermosura debe de haber quedado oculta en algún pliegue aún por descubrir—, me dispuse a caminar. Atravesé un puente sobre el Miño, deambulé por un mercado y me entretuve en una librería de lance. Volvió a sorprenderme lo acogedor del casco histórico, con su entramado de soportales, callejuelas y rincones. Un casco que parece un laberinto sutil para tomar café y ver caer la lluvia. O al menos esa fue mi impresión, en calidad siempre de paseante sin más preocupaciones que observar lo que le llama la atención y tratar de recordarlo un tiempo después para escribir esta página.
Cuando terminaba el paseo y me disponía a desandar el camino para cruzar de nuevo el Miño en dirección a la estación del tren, fui a dar con las fuentes de agua caliente que manan sin descanso y que son uno de los rasgos singulares de Ourense. Una mujer recogía el agua en recipientes de plástico. Me acerqué hasta uno de los caños y toqué el agua: ardía, no se podía mantener la mano bajo el chorro.
La mujer que recogía el agua lo hacía de forma metódica. No quise molestarla y tomé distancia para leer uno de los carteles que ofrecía información sobre aquel prodigio. El texto explicaba que aquellas aguas termales y mineromedicinales en el corazón de la ciudad ya fueron usadas por los romanos. Luego ofrecía datos sobre las tres burgas —manantiales de agua caliente— que se sitúan en diferentes alturas según se asciende hacia el interior de la ciudad. Al parecer, me encontraba ante el manantial situado en la parte inferior. Copio las concisas notas del cartel: “La Burga de Abajo, situada junto al jardín de la parte inferior, es una fuente de estilo neoclásico tardío atribuida al arquitecto Trillo a mediados del siglo XIX. Consta de dos caños laterales y una pila labrada con florón en el centro”.
Me resultó muy extraño pensar que aquella palmera que en aquel momento estaba desapareciendo hubiera custodiado durante años la Burga de Abajo
Según iba escribiendo el párrafo anterior, de pronto me he sentido muy cerca de la mujer que recogía el agua en recipientes de plástico. Porque, en el intento de ser riguroso en la descripción y en la cita de las fuentes documentales —de un cartel, en definitiva—, me ha parecido que seguía un método elaborado.
Pero volvamos a la Burga de Abajo. Y volvamos al preciso instante en el que la mujer dibujaba con su ir y venir la estampa de una escultura en movimiento: una suerte de aguadora de las burgas. En ese instante en el que ahora me recreo, tomé un poco más de distancia y me quedé contemplando la base del tronco de una palmera que acababa de ser talada en el jardín. En otro lugar de la ciudad ya me había sorprendido la tala trabajosa de las palmeras: unos operarios las iban cortando desde una grúa, poco a poco, con tajos horizontales que iban reduciendo la altura del tronco desde su cúspide hasta la base. Allí, en el jardín que precede a la Burga de Abajo, ya solo quedaban los escombros del árbol: el inicio de un tronco que no volvería a crecer y sus restos esparcidos por el suelo.
Me resultó muy extraño pensar que aquella palmera que en aquel momento estaba desapareciendo hubiera custodiado durante años la Burga de Abajo. Un tiempo después de mi visita, pude leer en varios periódicos gallegos que las palmeras del jardín de la Burga de Abajo, cuatro en total, habían muerto como consecuencia de un coleóptero llamado picudo rojo. De modo que la tala que observé solo ponía fin a una historia ya escrita. La imagen, en todo caso, me pareció contradictoria: en primer plano, el tronco recién cortado de una palmera muerta; en segundo plano, un manantial vivo de agua caliente.
El poeta José Ángel Valente (Ourense, 1929 - Ginebra, 2000) dejó escrito un breve texto de tono biográfico en el que daba cuenta del valor esencial del agua en su ciudad natal: “Lo que allí viva o pueda haber vivido es hijo de las aguas. Aguas soterradas que, como señal o don de los dioses del fondo, vienen a las superficies burbujeantes, calientes. Bebió él esas aguas, que era necesario batir a causa de su grosor y que era necesario beber para defenderse de las miasmas de la muerte. Aguas. Burgo de las aguas. Burgas. Aguas placentarias” (Nueve enunciaciones, 1982).
Prefiero no tomar más distancia. Prefiero pensar que algún día volveré a la Burga de Abajo y recogeré sus aguas calientes en un recipiente de plástico. También me detendré entonces a contemplar qué ha crecido donde antes hubo una palmera.