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Política
Defender la democracia
El caso de este pasado 19 de diciembre es uno del que no deberíamos pasar echándole un vistazo y olvidándolo a los pocos días, porque acaba de romper de manera nítida las reglas de funcionamiento democrático, sentando además un peligroso precedente desde la judicatura que no deberíamos dudar que usen de nuevo.
Contexto: el gobierno presentó su ley para la reforma del Tribunal Constitucional de manera errónea, empecemos por ahí, pero esa no es la clave. Básicamente la ley no se tramitó como una proposición de ley autónoma, sino como una enmienda a la reforma de la sedición y la malversación en el Código Penal.
Éste es un error de forma, pues entra en un error de “conexión de homogeneidad” con el asunto que se trata en la ley, y con ello se lesionan derechos de los diputados por considerarse que les impide tratar la materia en profundidad. El posterior recurso presentado por el PP a estos efectos es pues legítimo a todas luces, pero no así la estrategia que ha seguido éste y el TC. Y es que lo que ambos han hecho (el primero pidiéndolo y el segundo haciéndolo) es echar atrás la proposición de ley “antes” de que ésta fuera aprobada, lo que no se puede, pues el TC sólo puede anular una ley siguiendo un determinado proceso, y cuando la ley ya ha sido terminada, cosa que no ha ocurrido. Como explica Joaquín Urías en CTXT, la repercusión de esto es enorme, pues implica que el poder judicial ha declarado su poder de negar al legislativo (sede de la soberanía popular) su capacidad de legislar, es decir, de ejercer su función.
La razón central a la que se han aferrado los vocales del TC, ha sido ese defecto de forma (que es cierto) pero aludir a eso sin el contexto que lo rodea, es trampear los hechos. Propuestas defectuosas se han presentado frecuentemente a lo largo de la democracia y no sólo no habían sido anuladas por el TC, sino que la primera vez que lo ha hecho –ésta misma ocasión- tiene que ver con su propia renovación.
A este asalto se suma la propia legitimidad del TC encargado de esta tarea. Cuatro de los magistrados que lo componen tienen su mandato caducado –entre ellos el propio presidente- y son los mismos que deben decidir sobre su propia sustitución, siendo juez y parte de su propio caso, algo flagrantemente inaceptable en cualquier dinámica de separación de poderes, es decir, democrática.
Cabría preguntarse también hasta qué punto es legítima la sentencia de un órgano caducado y que actualmente no está conformado por las proporciones reales de magistrados que corresponde al parlamento asignar como representante de la sociedad en base a las urnas. Y aquí estaría una de las claves que nos han llevado como sociedad a este impasse; la legitimidad de algo no existe en sí misma, se construye como realidad social en base a multitud de variables. Y el caso de la judicatura no es diferente.
Convendría que se formara una mínima unión dentro del bloque de izquierdas que se atreva a condenar lo sucedido para darle la atención y gravedad que merece
En cualquier sistema representativo, las instituciones funcionan no por su perfección, sino por el consenso democrático de respeto a reglas básicas y comúnmente entendidas como propias, y este asalto que estamos viviendo ahora mismo responde precisamente a unos sectores del sistema que jamás han respetado consensos básicos, ni tampoco democráticos, y a los que no les tiembla el pulso en quitarse la careta cuando ven su impunidad en peligro. Y ante eso sólo queda discutir cómo cambiar esos sectores, para actualizarlos a las reglas democráticas, no debatir si sus ataques a la soberanía popular son legítimos o no.
He ahí el otro quid de la cuestión: la percepción social acerca de este evento. Escucho opiniones de muchísimas personas, ufanas porque este desmán antidemocrático por parte de la (ultra)derecha acabará concienciando a la gente, uniendo a la izquierda, debilitando a la derecha y curando el cáncer, todo ello por combustión espontánea. Una visión demasiado cargada de candidez.
La concienciación de la ciudadanía respecto a la gravedad del dictamen se está ya librando en el campo de la comunicación, pues los grandes actores mediáticos y de opinión (que no informativos) también han renunciado desde hace tiempo a su propio código deontológico. Desde hoy mismo estamos oyendo justificaciones imposibles de porqué un órgano caducado, juez y parte en su propio dictamen, deniega la posibilidad de que el parlamento, sede de la soberanía nacional, legisle. Son éstos actores políticos generadores de opinión quienes precisamente se encargarán las próximas semanas de recomponer la imagen del TC, como han hecho con el CGPJ en su mandato caducado.
Entonces, ¿cómo va a poder solucionarse esto? Desde luego convendría que se formara una mínima unión dentro del bloque de izquierdas que se atreva a condenar lo sucedido para darle la atención y gravedad que merece, algo que parece estar fraguándose, aunque no sin desidia por parte de personajes importantes del PSOE, aquellos que hasta ayer habían naturalizado la situación institucional en la que está la judicatura, siempre deseosos de creer que negando la mayor el bipartidismo volverá y así su trabajo volverá a ser más fácil. En segundo lugar es preciso llevar a cabo de nuevo un intento de renovación, esta vez sin defecto de forma como el primero, para poner ante el espejo a los vocales cuando indudablemente vuelvan a anular la ley. No se trata de convencer quienes defienden a la derecha judicial de la corrupción del TC, sino obligar a quienes tratan de blanquearlo a tirar las máscaras de demócratas.
Pero la más importante es sin duda la tercera opción, que es la coordinación de organizaciones sociales para mostrar en manifestaciones la oposición a este acto. En esta tesitura en la que los diferentes órganos constitucionales están comenzando a desafiar los funcionamientos democráticos (y a los funcionamientos de la propia constitución) la respuesta que realmente puede declarar esos actos como ilegítimos es la demostración de que la ciudadanía está en contra de ello, es decir salir a la calle para que la realidad social de lo que se percibe como justo, como aceptable, no oscile a lo que claramente empieza a ser una deriva iliberal (ejemplo de ello es Orbán en Hungría). Si este ataque a la democracia acaba entrando en el relato de injusticia o de “necesidad de salvar la patria” lo decidirá la ciudadanía con su acción o su inacción. Es en última instancia la realidad social la que genera leyes y viceversa. Sólo aquello que es socialmente aceptado se puede presentar como algo aceptable, todo lo que socialmente se percibe como algo que se puede consentir es susceptible de volverse legitimable, e incluso legal.
No es una verborrea inocua. Ejemplo de cómo una coyuntura a priori imposible y con todo en contra para la ciudadanía puede acabar en la victoria de ésta y en la defenestración de los altos cargos de una administración, es el de la ley del aborto de Ruiz Gallardón de 2014. No conviene olvidar nunca el poder social y político que las movilizaciones tienen en la calle, pues es de la calle desde donde emana la soberanía nacional, es ahí donde se defienden los derechos, es ahí donde habremos de defender nuestra democracia.