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Extrema derecha
Deseo de dictadura y conciencia de escasez
Normalmente, quien plantea la cuestión “¿son fascistas todos los votantes de... Trump, Vox, Bolsonaro...?”, ya tiene una respuesta que solo puede ser una evidencia negativa: en la medida en que es imposible demostrar que estos miles o millones de personas tengan una determinada ideología, la respuesta es necesariamente “no”. Pero, como toda pregunta retórica, esta tiende a cerrar el círculo dejando un enorme vacío en su interior y a su alrededor. La cuestión es otra. ¿Por qué personas que no se identifican como fascistas, es más, amplios sectores sociales que se consideran a sí mismos moderados, promueven opciones como mínimo autoritarias?
En lo social nada es una cosa determinada, todo se hace, se construye; por eso, al abordar este fenómeno, más interesante que preguntarse qué es, hay que preguntarse qué está siendo. Eso trataremos de hacer en una serie de tres artículos, preguntándonos más por tendencias o indicios que por imágenes fijas, y pensando también sobre la construcción de alternativas. Para hacerlo, es necesario revisar ciertos hábitos analíticos. Como criaturas de la “sociedad de la información” que somos, estamos ante una inflación de análisis del momento autoritario centrados en la comunicación: la capacidad de la ultraderecha de conectar con el malestar o la incapacidad de la izquierda para eso mismo, los mensajes que funcionan y los que no funcionan, las estrategias en redes sociales, el papel de las fake news o el voto como expresión de un determinado estado de ánimo colectivo. Incluso aquellas corrientes que pretenden confrontar lo material con lo identitario en el discurso de la izquierda, ponen en el centro la comunicación, la agenda mediática, de qué se habla, cuál es el tema de conversación. No es que no sea necesario entender las estrategias semióticas, pero posiblemente estamos observando el acontecimiento a través de una sola dimensión.
La tendencia a pensar que quienes se equivocan en una dirección contraria a la nuestra simplemente están manipulados y no saben lo que se hacen probablemente nos está usurpando una mejor lectura de la realidad
Otro hábito que es imprescindible sortear es el arquetipo de quienes se han encaramado a la propuesta autoritaria como objetos pasivos y maleables, víctimas de perversas estrategias propagandísticas; o gente sencilla que se moverá en la dirección de quien mejor defienda su hambre. En cambio, se echa de menos pensar en términos complejos las condiciones materiales que propician los desplazamientos autoritarios e intentar comprender la relación entre los sujetos, las circunstancias sociales, económicas, vitales, morales... en las que se adopta de manera activa una determinada toma de posición. La tendencia a pensar que quienes se equivocan en una dirección contraria a la nuestra simplemente están manipulados y no saben lo que se hacen probablemente nos está usurpando una mejor lectura de la realidad.
Aquí queremos entender la pulsión autoritaria global —en la que no solo consideramos a la ultraderecha, sino también los desplazamientos dentro de las formas sociales y políticas autodesignadas como moderadas— desde el terreno que comparten los intereses, la razón y las emociones, un campo en el que posiblemente no encontremos respuestas en un sentido estricto pero sí vías de interpretación sobre las condiciones en las que se produce lo que llamaré deseo de dictadura: una pasión colectiva que incluye la posibilidad potencial del neofascismo, pero también otras formas intermedias en su misma longitud de onda que no tienen por qué ser menos preocupantes. La experiencia histórica muestra que cuando la gente moderada se pone radical hay que echarse a temblar. Pero más que preguntarse qué son en un sentido ideológico esos movimientos, hay que preguntarse qué quieren, en un sentido muy material y práctico, quienes se están movilizando hacia vías autoritarias desde diferentes contextos. Ya que probablemente los debates nominativos son bastante inútiles ante un fenómeno en plena formación.
Esa gente sabe lo que quiere
Propongo algo que quizás resulte descabellado: probablemente quienes protagonizaron los hechos del 6 de enero de 2021 en el Capitolio, quienes votan a Bolsonaro, quienes apoyaron el golpe en Bolivia, las tropas salvinistas en Italia o el magma del voxismo sociológico (en el que podemos incluir capas electorales, militantes y dirigentes del PP o el casi extinto Ciudadanos), no actúan bajo el influjo de ninguna mentira o manipulación. Incluso si desde nuestro punto de vista se equivocan, esa gente sabe lo que hace y sobre todo lo que quiere, en tanto que apuesta de manera consciente por una vía política que considera adecuada para sus intereses e incluso para lo que en su lógica particular significa el bien común. Puede haber entre ellas personas más crédulas respecto a la existencia de un supuesto fraude electoral en Estados Unidos, de un presunto caso de corrupción en Brasil, de una supuesta invasión migrante o de la realidad de una amenaza bolivariana, y otras que sean más conscientes del papel que desempeña una determinada historia en las famosas batallas por el relato. Pero lo que trasciende, lo que les importa y lo que tienen en común todas estas personas, es el vínculo con un proyecto político que fusiona la credulidad y el cinismo sin ningún tipo de reacción adversa en su organismo.
Ninguno de los apoyos de Trump, Bolsonaro, Abascal, Áñez, Ayuso o Salvini se va a dejar impresionar por la demostración de que mienten, porque nada de eso tiene que ver con las razones de su adhesión. Tratar el fenómeno autoritario como una lucha entre la verdad y la mentira es como considerar que el debate sobre el hecho religioso depende de la demostración de la inexistencia de Dios
Aunque en estos procesos medien o jueguen un papel determinados mensajes y formas de intoxicación comunicativa —que más que crear algo de cero intentan conectar y encauzar algo existente—, lo importante es que estamos ante un posicionamiento social que tiene raíces en la realidad, incluso si necesita tergiversar aspectos de esta para justificar su programa. Aquí cabe señalar uno de los puntos débiles del voluntarismo pedagógico o del fact check mediático. Ninguno de los apoyos de Trump, Bolsonaro, Abascal, Áñez, Ayuso o Salvini se va a dejar impresionar por la demostración de que mienten, porque nada de eso tiene que ver con las razones de su adhesión. Tratar el fenómeno autoritario como una lucha entre la verdad y la mentira es como considerar que el debate sobre el hecho religioso depende de la demostración de la inexistencia de Dios. A la masa de manifestantes de Washington les debía importar si hubo o no fraude electoral tanto como a quienes jaleaban a Jeanine Áñez bajo el balcón del palacio presidencial boliviano, o tanto como le importa la separación de poderes y la lucha contra la corrupción a quienes encumbraron a Bolsonaro.
Más que en la onda de Bob Woodward y Carl Bernstein, el código Morse del actual ciclo autoritario es la semiótica justiciera de Harry el Sucio: la sociedad entendida como una constelación de amenazas agazapadas a las que dar respuesta, la política como una lucha contra el crimen que justifica retorcer la legalidad o combatir el delito a través del delito si es necesario, y la consideración de la fuerza bruta (material o simbólica) como un ejercicio superior de justicia y autodefensa. Desde la seguridad hasta el acceso a la sanidad o las ayudas, eso se manifiesta en discursos sociales a menudo sostenidos por sectores que tienen intereses antagónicos entre sí pero que se dan la mano en el señalamiento del enemigo, y que desde ese lugar desarrollan diferentes formas de agregación social y cultural para conquistar o construir territorios de poder político. En la constitución social autoritaria participan elites estatales y paraestatales (abogados de alto rango, altos funcionarios del Estado, juristas, jueces, políticos...) que hacen del territorio jurídico un campo de batalla, clases medias que contribuyen a la construcción de cuadros y estructuras políticas y sociales, capas de las clases populares que ejercen de caja de resonancia de la movilización social y virtual, y oligarquías empresariales imprescindibles para una agitación mediática que exige ingentes y constantes recursos económicos.
Fanfarronadas como las de Salvini incumpliendo la ley tanto nacional o actos criminales como los de la Administración Trump son estrategias de socialización de un programa que, mediante acciones de prueba y error, dibuja las intenciones de un orden político futuro
La razón por la que esta movilización se ha convertido en una caja de sorpresas que cada dos por tres nos golpea sin saber muy bien de dónde ha venido la ostia, es porque ese conjunto de relaciones no se mueve en un terreno jerarquizado, estructurado o previsible —aunque sí busque y derive en procesos jerarquizantes—, sino que es una corriente que va rastreando formas y caminos para arraigar, crecer y hacerse hegemónica. Sus éxitos o sus fracasos no son caminos cerrados, sino momentos en los que diferentes sujetos se ejercitan y se reconocen mutuamente, mientras construyen una experiencia y una musculatura. Ensayos triunfantes como el de Bolsonaro, tentativas parciales como la boliviana, escenificaciones más o menos grotescas como la del Capitolio, las sucesivas mutaciones del Front National, el artefacto Salvini o el experimento de neofascismo cool de Alternativa por Alemania no son más que un entrenamiento respecto a posibles formas más acabadas de asalto al poder o de Gobierno autoritario. De la misma manera, fanfarronadas como las de Salvini incumpliendo la ley tanto nacional como internacional para bloquear una embarcación con migrantes, o actos criminales como los de la Administración Trump separando menores de sus familias como mecanismo de represión y disuasión son estrategias de socialización de un programa que, mediante acciones de prueba y error, dibuja las intenciones de un orden político futuro.
Los sectores sociales que se sitúan en esta posición, pueden estar más o menos subordinados pero no son títeres en un sentido estricto. Son sujetos que se insertan a sí mismos en una determinada estrategia. Lejos de estar ante enajenaciones masivas, manipulaciones exitosas o hipnosis mediáticas, lo que vincula cada una de estas realidades y los sujetos colectivos que precisamente las hacen realidad, es un determinado proyecto de supervivencia a la crisis sistémica: abrir el río de una vía autoritaria que reconfigure el poder estatal en clave de concentración del mando político. Un deseo de dictadura que no es necesariamente la consecución de un régimen determinado (aunque eso también sea posible o incluso deseable para ciertos sectores) sino como una tendencia a la destrucción de derechos y democracia y al incremento del poder ejecutivo y de la capacidad de imposición represiva de los Gobiernos.
Crisis sistémica y conciencia de escasez
La interpretación que quiero plantear aquí sobre el por qué de esta movilización no es necesariamente excluyente de otras, pero sí la considero como uno de los aspectos fundamentales sobre los que se asienta el actual momento autoritario. Atizado por una serie de factores particulares de cada contexto y conectado también con las corrientes y tradiciones políticas locales, el deseo de dictadura está vinculado a un momento global de decadencia y descomposición: el tensionamiento del capitalismo transnacional para abrir nuevas fases de crecimiento, extracción y concentración económica; los procesos de deslocalización y desmantelamiento industrial; la multiplicación de la expulsión social ampliada a sectores de las clases medias y trabajadoras que se pensaban a salvo dentro de ciertos estándares de seguridad económica y social; la quiebra de una cierta previsibilidad vital sobre todo en el centro occidental; o el repliegue de los Estados en la cobertura de los mecanismos de protección social. Todas ellas dimensiones que se reflejan en una profunda crisis de reproducción social.
El argumento malthusiano de que no hay para todas está dejando de ser una argucia demagógica para convertirse en una forma de propaganda por el hecho de la materialidad capitalista
Tanto la práctica como la retórica sistémica ya no prometen en ningún caso extender la prosperidad sino restringir cada vez más el acceso incluso a los medios de subsistencia más elementales, de manera que la asimilación de la escasez como una forma de relación entre la conciencia y las condiciones materiales, se está instalando como la característica fundamental de nuestro tiempo. Hay que decir que esa escasez es a la vez real, producida e inducida. El mundo es cada día más pequeño en relación a las necesidades de crecimiento exponencial capitalistas; el nivel de extracción y desposesión que necesita la megamáquina del mercado es cada vez mayor y cada vez menor el margen de existencia y reproducción de la vida que le deja a las personas y los ecosistemas. El argumento malthusiano de que no hay para todas está dejando de ser una argucia demagógica para convertirse en una forma de propaganda por el hecho de la materialidad capitalista.
Una escasez de subsistencia
En el plano social, millones de personas asumen como algo natural que no hay recursos, trabajo, ayudas o viviendas para todo el mundo, y una parte de la agenda política del deseo de dictadura simplemente ya existe en sus cabezas: la restricción del acceso a los medios de subsistencia, el endurecimiento de las políticas fronterizas y de extranjería y la conversión de los derechos en privilegios de ciudadanía, es una suerte de programa político espontáneo y cotidiano que puede hallarse en conversaciones de lo más triviales. Como una forma de oscuro sentido común, se extiende el imaginario de la expulsión y la exclusión como la solución a la crisis social: expandir y radicalizar legislativamente —y, si es necesario, extralegislativamente— mecanismos de segregación o privación (que de facto ya existen para buena parte de la población a través de las leyes de extranjería, las leyes electorales o los mecanismos de apartheid burocrático formal e informal) encaminados a determinar cuáles son los sujetos legitimados para acceder al conjunto de derechos que sustentan la vida, y a implementar los mecanismos que impidan su acceso a los no elegidos.
La fiesta cuenta, además, con algunos invitados inesperados. Que Trump tenga entre su electorado amplias capas de población negra o latina, que Vox intente interpelar a la población gitana o migrante latinoamericana, que en el caso de Alternativa por Alemania el homonacionalismo se utilice como la herramienta islamófoba para definir al enemigo desde el racismo cultural, muestra dos aspectos importantes. En primer lugar, que quienes quieren desarrollar y darle expresión política al deseo de dictadura están haciendo su propia lectura de la complejidad sociológica para construir mayorías y climas a favor de políticas de división y exclusión. Pero también que sectores de comunidades que por cuestiones de raza, género u origen han sido históricamente víctimas propiciatorias de las derivas autoritarias, pueden estar dispuestos a comprometer su posición con la de una opción autoritaria, ya sea para proteger unos determinados estatus de clase o simplemente para alinearse con el eventual bando ganador en un escenario de guerra entre pobres.
Una escasez de posición y estatus
No obstante, existe el riesgo de atribuir esta deriva a las clases empobrecidas o a las clases trabajadoras nacionales que, tras gozar de un cierto nivel de protección, quieren conservar sus frágiles (des)ventajas. Esa tesis es, más o menos, la que maneja esa mutación de la izquierda que dibuja las pateras como divisiones organizadas bajo el mando de George Soros, y también es la continuidad de esa vieja concepción en torno a la cultura de las clases trabajadoras o de las poblaciones empobrecidas, que las considera pobres mentes que solo se mueven por su pan.
Al contrario, la conciencia de escasez es también compartida por amplias capas de las clases medias y altas, que están medianamente cubiertas en términos nutricionales, energéticos o habitacionales, pero que también interpretan el mapa de la escasez desde su propia posición: en términos de una posible pérdida de estatus, privilegios, calidad de vida, capacidad económica o influencia.
Las clases medias, buenas amigas de los procesos de redistribución durante algunos períodos, en este momento puedan convertirse más bien en acérrimas enemigas de medidas de nivelación social, sobre todo cuando estas afecten a la valorización de sus propiedades
En un contexto de deudocracia y rentismo, donde el valor de la propiedad, sobre todo la inmobiliaria, se ha convertido en uno de los factores de percepción de seguridad y estatus, las crisis que ponen en riesgo los procesos de revalorización permanente sobre las que se asienta dicha seguridad, también juegan un papel en la amenaza de la escasez. No por casualidad el último crash financiero y social que hemos vivido no ha tenido como protagonistas a los valores de cambio monetarios sino a la masiva depreciación de activos inmobiliarios e hipotecarios. La perspectiva de deuda prolongada o infinita de vastísimos sectores de población ya es de por sí una forma de carencia, pero es en el nada improbable hundimiento del valor de las propiedades adquiridas a través de esa deuda, donde reside el pánico a “quedarse sin nada”.
Las clases medias, buenas amigas de los procesos de redistribución durante algunos períodos, en este momento puedan convertirse más bien en acérrimas enemigas de medidas de nivelación social, sobre todo cuando estas afecten a la valorización de sus propiedades o al reparto de otro bien tan escaso como central para ellas: las perspectivas de futuro. Un ejemplo de esto puede ser el propio apoyo de las clases medias tradicionales al golpe de Estado en Bolivia, interpretado por exvicepresidente Alvaro García Linera justamente como una reacción frente a las mejoras económicas de sectores de las clases populares. En otros términos, en ciertos movimientos que se producen en el marco de colapso ecológico, como los procesos de gentrificación verde en núcleos urbanos o de gentrificación rural en las periferias de los espacios metropolitanos, puede palparse como los sectores más acomodados ya interpretan que un medio ambiente sano es un producto escaso del que hay que hacer acopio o en el que hay que ocupar posiciones cara al futuro.
Una escasez transnacional
Por su parte, el capital transnacional también siente la escasez en su propia y desmesurada escala. En una carrera sin final contra todo, contra sí y entre sí, produce más escasez cuanto más la necesita para su metabolismo, como resume aquí Saskia Sassen (Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global, Katz, 2015):
“Alrededor del 40% de la tierra agrícola del planeta está seriamente degradada. Las regiones más afectadas son América Central, donde el 75% de la tierra agrícola es estéril; África, donde está degradada una quinta parte del suelo, y Asia, donde el 11% se ha vuelto inadecuado para la agricultura [...] entre 2006 y 2011 gobiernos y empresas adquirieron más de 200 millones de hectáreas de tierra” en África, América Latina, Rusia, Ucrania, Laos o Vietnam
[...]
para compensar la escasez de agua, ahora Nestlé y otras compañías embotelladoras de agua están construyendo tuberías enormes y utilizando supertanques y bolsas de agua selladas gigantescas para transportar agua a grandes distancias [...] Las compras también son en parte una respuesta a la crisis: es necesario adquirir más tierra y más agua para reemplazar las que se han muerto”
El nexo entre esta relación transnacional con la escasez y los llamados “capitales nacionales”, probablemente se encuentre en una reconfiguración de los eslabones de nuevas cadenas de extracción de valor. Es conocido que el control de las reservas de litio bolivianas no era un asunto ajeno al golpe de Estado del 2019. Sin ir tan lejos, la centralidad que están adquiriendo la apertura de nuevos procesos de minería en países occidentales donde hasta ayer se trataban de externalizar los costes ecológicos —planteados además dentro de supuestos procesos de transición verde, como en el caso de las reservas de litio en Extremadura—, son parte de esta permanente huida del Capital de una tierra quemada a otra por quemar. Es bastante probable que determinado nivel de guerra por los recursos ya no se dé solo respecto a los territorios y las reservas del Sur global, sino que estemos muy cerca de “devolver al Norte” una determinada modalidad de extracción de recursos.
Conflicto estructural y pánicos morales
El imaginario de la escasez, finalmente, promete una situación de conflicto estructural que enciende la mecha de los pánicos morales. La serie francesa L'Effondrement (El colapso), producida por Canal+, una de los principales proveedores de contenidos de las clases medias europeas, es un buen resumen de esos. A través de capítulos de apenas treinta minutos, este producto aborda el día D del colapso sistémico (desabastecimiento alimentario y energético, caos y desgobierno) sin reparar en que estructuralmente ese desabastecimiento y caos ya es el presente de buena parte de las clases populares sin necesidad de un día D del apocalipsis (véanse situaciones como las de La Cañada u otras menos sangrantes pero no menos preocupantes).
La escasez asociada a un futuro de alta conflictividad social, conlleva una especie de acto reflejo a favor de un poder fuerte que ejerza el control autoritario sobre la realidad. Así lo explicitaba el 7 de enero de 2021 en la Cadena Ser el exdiputado de CiU Ignasi Guardans, intentando explicar por qué una masa de gente considerada moderada conformaba la gran base social de Trump:
no hay setenta millones de fascistas en Estados Unidos. El poder político de Trump se basaba en gente como la que vimos ayer y en comerciantes latinos conservadores de Florida, que le han dado el voto, pequeños comerciantes; y en financieros de Wall Street, y en abogados, en mucha gente que se ha tapado la nariz porque Trump le daba estabilidad económica y le daba ley y orden y, bueno, sin estar de acuerdo con su tono racista y con su histrionismo, consideraban que eso era una forma posible.
La conciencia de escasez se configura como un espíritu de época transversal y complejo, que de alguna manera establece un relevo ideológico: del mito sobre el crecimiento infinito y el vaso que rebosa y reparte riqueza, a la ideología de la escasez. Esta, que podemos decir que es una cosmovisión en pleno desarrollo, está dando lugar a una serie de de posicionamientos de mayor o menor sofisticación, que hoy se manifiestan en un deseo de dictadura que anhela poderes concentrados destinados a poner orden en los procesos de asignación de recursos y en todos los niveles de lo que podemos llamar como conflictos de la escasez.
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A Bolsonaro la oligarquía y los poderes facticos brasileros se lo pusieron a huevo encarcelando a Lula y bueno estos poderosos ya se lamentan del poder que le han dado al fuhrer analfabeto de Bolsonaro.
vox es basura, pero no es menos cierto que la izquierda está llena de totalitarismo, sectarismo y dogmatismo, mirarse un poquito la viga en el ojo propio porque como exvotante de la izquierda os digo que se viene encima una debacle de la izquierda identitaria que nos dejó tirado a los currelas para poner semáforos con perspectiva de género.
Pero y las que somos autoritarias de izquierdas no se nos nombra en el articulo ¿porque? Nos queréis censurar? Impondremos nuestra ideología porque es la mejor y punto.