Opinión
Gente sin complejos

Tenemos un problema con el sentido común cuando a los sistemas coloniales que, implícitamente implican expolio, supremacismo, racismo, y un largo etc. de violencias estructurales, se les denominan, al reconocerlas cual pecado, como ‘excesos’.
January Jones (Betty Draper) y Don Draper (Jon Hamm) en Mad Men.
January Jones (Betty Draper) y Don Draper (Jon Hamm) en Mad Men.
28 oct 2021 06:00

“Gente sin complejos”, ese fue el lema publicitario de whisky DYC en la década de los 90. Aquellos diez años no fueron una década cualquiera en cuanto a la presencia de la publicidad en la construcción de subjetividades. Las de unos sujetos generacionales que ahora consumimos la nueva fase de la ‘industria de la memoria’ cosificada: nostalgias vividas en la posmodernidad tardía, según el marco de época que Zygmunt Bauman analizó en su último trabajo Retrotopía, antes de la pandemia.

Aclaro que hablo de ‘industria de la memoria’ refiriéndome a trabajos como el de Andreas Huyssen a principios de siglo. Su libro En busca del futuro perdido analizaba la presencia del pasado en unas sociedades occidentales inmersas en la globalización neoliberal. Por tanto andamos lejos de las consecuencias interpretativas, descalificatorias para el movimiento memorialístico de nuestro país, de una tergiversación chabacana del análisis crítico original arrojada a la palestra por Javier Cercas: “el problema de la memoria histórica es que se convirtió en un negocio”. ‘Finezza’ en la emisión para cuidar el debate en la recepción, un clásico patrio. Paralelismos con Rafael Hernando versión light -algo menos ácido y si acaso más digerible- aparte, las perlas del mensaje de una sospecha escorada van cuajando. Con apariencia exculpatoria, además, para la figura del ‘sentenciador’. Me recuerda en el fondo a la cuadrilla instigadora de la película de Antonio Bardem Calle mayor: “Es que los muchachos se aburren”.

“Qué cuajo”, diría José Luis Cuerda, nunca mejor dicho. Se trata de otro caso de una divulgación deformadora prototípica. La cual sólo puede ser funcional, y funcionar, dados los restos estructurales que constituyen al país, tras el aislamiento imperante durante la dictadura —y no tanto por otros problemas presentes, que lo reproducen y regeneran, como la saturación posmoderna o la brutal autoreferencialidad nacional, e individual, actual—.

En definitiva, por haber presumido de ser, desde el nacional-catolicismo, ‘la reserva espiritual, el faro de occidente’, sin occidente. Porque éste andaba —como recordaba Carrero Blanco— ‘degenerando’ en cuanto a ‘esencias’ se refiere, tras haber derrotado al fascismo.

Todo este sedimento antes, faltaría más, de ‘ponerse a disposición de la modernización’ con ahínco, para llenar los vacíos producidos por ‘los complejos del atraso’. Los del supuesto ‘mal atávico’ que explicaría (una vez más vía esencialismo nacional —“porque somos como somos, cainitas”— y no por procesos históricos compartidos con la historia de todo el planeta) el acontecer de la última guerra civil. Unos vacíos y complejos que había que llenar y cubrir. ¿Cómo? Pues tragando hasta el hígado y rápidamente —como marcaba el sino de los tiempos noventeros— lo que hiciera falta.

Se trata, en definitiva, de otro ejemplo con conexión directa a la impostura cultureta post75 de señores que emitían palabra en el espacio público corrigiendo conceptos ‘demodé’ no comprendidos —para qué, pudiendo citar, juzgar y sentenciar, que vale por tres—. Como muchos de los tertulianos, muy aposentados, de la renombrada ‘Clave’ de Balbín. Una conexión idiosincrática que llega —por parte de las derechas españolistas— barroca, histriónica e imperialista, hasta hoy, a través del penúltimo collar de perlas de lo que ha sido este octubre. El de aquellos que aún no se han enterado que el ‘indigenismo’ es decimonónico. A estas alturas, qué trápalas. Lo de los estudios poscoloniales y decoloniales ni les suena —los prefijos son otro “degenerar”, ya se sabe—. Son corrientes de pensamiento que ni han olido, a qué fin en su cortijo si el tiempo, ya se sabe, es limitado.

A decir verdad, en la universidad patria tampoco se han conocido en demasía, pese a llevar décadas tratando problemas de las sociedades de casi todo el planeta, marcadas por la colonización. Y, mira por dónde, hablando de la mayor parte del planeta, llega el nobel de literatura, que por una razón u otra, vete tú a saber, mucho no se ha traducido al castellano ni en América Latina. Pero a qué fin, justo ahora que precisamente por eso, a los conservadores desmelenados de El Confidencial les empieza a parecer la academia sueca una pantomima. Hay que ver, y nosotras con Sartre y sus razones del 64 como referencia.

Hubo algo, sin embargo, que sí escuché en la Licenciatura de Historia, ya entrados en el siglo XXI: “Los indios debían darnos las gracias porque los salvamos”. No se refería ‘el catedrático’ tanto al alma —como proclamaba la Iglesia católica— como “a ser comidos por las fieras”. Hubo un toque —en aquel esperpento indigno— de referencia a la ‘salvación’ de su ‘salvajismo’. A lo Toni Cantó, ‘liberándolos’ de sí, ‘civilizando’. Con el ingrediente de reducir tácticamente todo un continente, en nombre de ‘descubrir la verdad’, a lo que algunos llamarían ‘la leyenda negra’ de la sociedad azteca, con prólogo de Antonio Escohotado. Y todo, en el 50 aniversario de que Galeano publicara Las venas abiertas de América Latina. Non stop.

En definitiva, los frutos de la forma transicional no están solo en sectores de la judicatura y fuerzas del monopolio de la violencia del Estado. Tenemos un problema con el sentido común cuando a los sistemas coloniales que, implícitamente implican expolio, supremacismo, racismo, y un largo etc. de violencias estructurales, se les denominan, al reconocerlas cual pecado, como ‘excesos’.

El caso no es que la inteligencia y autenticidad de los nuevos ‘anti-indigenistas’ confesos les salven de adherirse a las modas fútiles, siempre progres. No. La cuestión es que los conflictos culturales e ideológicos del siglo XIX, y sus consecuentes independencias, sólo les llegaron, como les llegan a los iluminados los errores, de refilón, porque saben estar siempre a lo importante. O, cabe también la posibilidad de la herida egoica, lo vivieron y revivieron como un trauma del yo: llevan más de un siglo lamiéndose las heridas, compensando a través de legitimar y desaparecer las masacres ejecutadas; mientras siguen apegados a los herederos del supremacismo en Latinoamérica, para seguir declarando amor a “su crisol de razas”. Suyo en propiedad, cuando no material, sentimental. Tienen admiradores, por supuesto, y es que quieras que no, aunque parezca mentira, América es todo un continente.

Ahí estuvo Mauricio Macri como presidente de la República argentina disculpándose con Juan Carlos de Borbón porque hubo elites que se quisieron independizar de la Corona. Y es que su familia calabresa, como empresario argentino —lo segundo de primera generación— renace en el país del Cono Sur de la mano de la llamada ‘patria contratista’. Es decir, amasando con ‘los amigos’ colocados en ‘papá estado’ y socializando pérdidas —nos suena—.

Entre el botín y el origen, no terminó de convencerle a Macri lo de la soberanía popular del Estado-nación, aunque ahora están a punto de ir con los ultras del ‘gen argentino’, blanco impoluto; Mauricio, como socio de la globalización y el neoliberalismo, a los derechos implicados en la soberanía y la cooperación entre iguales los ve hasta ahí no más; él es más de los ‘cipayos’ de la dinámica centro-periferia, ya sabéis: supremacismo, racismo, clasismo, explotación, subdesarrollo, dependencia, extractivismo, y por Semana Santa de viaje a las metrópolis.

Pero volviendo a lo ibérico y “sus figurones”, encerrados en la idea de sí mismos —como la España de la posguerra y los 50—. Los que van viendo novedades peligrosas en giros viejos, mientras el fetichismo del mercado sí los mantiene a la última y corriendo. Cabe destacar este año aquello de que un documental de testimonio en primera persona de una víctima relatando y demostrando las estrategias de sus victimarios, como en el caso de Rocío Carrasco en Telecinco, sea “un formato televisivo novedoso” —Risto Mejide mediante—. En lugar de considerar aquello desvelado por el contenido del testimonio, acerca de sujetos y estructuras reproductoras y ejecutoras de violencia de género en nuestras sociedades, la cuestión es la forma del producto: “más allá del debate, es lo indiscutible”. Esto es, “lo indiscutible” es que lo novedoso sea, nada menos, que el formato.

Consideran una novedad, en el 2021, no el contenido sino el testimonio grabado en primera persona de una víctima relatando la relación de violencia ejercida por su victimario y sus complicidades. Sin palabras. Fue 20 años antes de “quitarnos los complejos” —en la década del aumento exponencial de la anorexia como enfermedad— cuando tanto al otro lado del charco, en el norte y el sur del continente americano, como en otras latitudes más próximas, se hablaba del gran impacto del testimonio en primera persona de las voces subalternas: víctimas de la multitud de violencias sistémicas y estructurales, con responsables y beneficiarios. Voces como las de las mujeres. El caso paradigmático de Rigoberta Menchú como voz colectiva originaria guatemalteca -nobel de la paz- formó parte del impacto de lo que se llamó la era del testimonio.

Pero aquí los ibéricos estábamos recomponiéndonos de Franco y Salazar respectivamente como, cada cual finalmente, pudo, y nos quedamos entrampados en la bandera del positivismo estrecho. Lo de la objetividad no tiene parangón, sobre todo para una sedimentación coherente del giro lingüístico, primero, y el experiencial y emocional, después; a las pruebas me remito. Ahora bien, eso sí, con ‘competencia’, mucha competencia.

Y, por supuesto, “sin negacionismos” de fracturas identitarias de “la nada modificada historia”, eso —se sabe— es cosa de nacionalistas periféricos. Ni un negacionismo ni sujetos colectivos desaparecidos hay en esa identidad atravesada por las consecuencias de la violencia homogeneizadora y la explotación clasista y servil —es la coña—. Ya no hablamos de la última ‘acumulación originaria’ ejecutada por el franquismo. Podemos irnos a la historia que les gusta, la añeja. Ahí está nítida la presencia fantasmal del quiebre cultural sufrido por la expulsión de pobladores judíos y musulmanes. La opacidad para muchos señala precisamente el éxito –qué clave- del plan y proceso de homogeneización tras el conflicto. Nos topamos con las “raíces” renovadas del “españolismo veraz”, naturalizadas en segmentos poblacionales amplios como consecuencia de victorias ejercidas —a sangre y fuego, siempre, acá y allá, sobre grandes capas populares—.

Por todo ello, en este país, ‘recuperar la memoria’, luchando por los relatos en los conflictos de la memoria colectiva hegemónica, era una necesidad. Tenemos herramientas para ello, como los legados de Miguel Delibes y Mario Camus, in memoriam, con Los santos inocentes.

Lo cierto es que tras la muerte de Franco, hubo cuestiones en las que el país pudo tirar de sus tradiciones sobrevivientes, que abrieron brecha con brío; otras sin embargo no llegaron, o sus arribos sirvieron como ocultación del núcleo de debate. En lo musical sería algo así como el plagio flagrante que es ‘Resistiré’ de ‘I will survive’, o el éxito de los temas que colaron Alaska y compañía, como propios.

Pero hablando de lo pop, y volviendo a la generación retro y su nostalgia postvintage, la de aquellos crecidos en los años de la campaña publicitaria de “gente sin complejos”, hoy en este contexto de derechismo españolista desinhibido. Sería lo suyo ver a Don Draper (el protagónico de Madmen) observando el despliegue de la herencia de los 50 y 60, en cuanto a poder de la publicidad se refiere, proyectada en aquellos 90s de nuestras infancias. Imaginadlo como octogenario juzgando con altivez las formas de “los Drapers noventeros”, mientras la soberbia le sella la frustración del paso del tiempo. Orgullo propio del hacedor de ese poder acumulado, el de la publicidad, al observarla desplegando su impacto sobre las psiquis y pulsiones de las masas, a esas alturas ya “empoderadas” —aunque no tanto en la consciencia crítica, la autonomía cooperativa y el potencial colectivo de emancipación— sino con el individualismo neoliberal marcando tendencia.

Imaginad la mirada de un personaje nacido hace un siglo, en el Entreguerras, posada sobre la ajenidad de un heredero: “esos Drapers noventeros”. Mientras ellos destilan por los poros el toque de haber pasado la lozanía en los 80s, la década que había parido a los yuppies retratados en American psycho. Como Aute nos cantara en 1989: “Ahora que ya no hay trincheras, el combate es la escalera (…) míralos como reptiles al acecho de la presa, negociando en cada mesa maquillajes de ocasión, siguen todos los raíles que conduzcan a la meta, locos porque nos deslumbre su parásita ambición” (La Belleza).

Díselo al esperpento de los pibes “deslumbrados”, como Iván Redondo, o al de las “desacomplejadas” como Ayuso, a partir de la brecha de “suéltate el pelo que estarás mucho mejor” abierta por los autores de “la dictadura progre” y “la derechita cobarde”. Dopamina libidinal que da una vuelta de tuerca a la respuesta tardofranquista de ‘España como solución’, frente a la vieja cuestión de ‘España como problema’.

Como preocupación, si algo puede pegar a ciertos sectores de las generaciones nacidas a partir de los 70 —la década cuyo primer año recorre el cuento de negación, a través de la afirmación neurótica del yo, que representó, no por casualidad, el final de Madmen— es desplazar la sensación de frustración hasta negarla y revertirla, con una potencia hedonista legitimada. Con ello, el fin es sentir ‘su valor’ —anclado en una superioridad inconsciente reprimida, que aflora a borbotones como forma de compensación ante una promesa esencialista, por cuándo y dónde nacimos, incumplida—. Susceptibles a la dopamina en chute, una vez el ‘yo’ se libera del ideal de perfección —construido en la intersección de mandatos conflictivos previos—, la libido tira hacia la obsesión competitiva, encauzada a través de quien encarna una aparente autenticidad, en realidad ausente. En ese camino, las generaciones de ‘La era del vacío’ que analizó Lipovetsky ya en el 83, cumplen así con otro imperativo simbólico, el de ‘perder la vergüenza’ por ‘ser uno mismo’.

Así, desinhibidos —tanto de ser el centro de las miradas (Ayuso’s experience), como del acto de reafirmación al mirar— embriagan al narciso. Retroalimentado por el vínculo establecido entre el mirado y el que mira, que se estimula contra un tercero. El que despierta un desprecio revanchista de acción simbiótica. Esos otros “de moda”, en la competición cosificada de la imagen —feministas, rojos, colectivo LGTBIQ, progres—. Ayuso y la construcción de su imagen identitaria españolista “sin complejos” compensa con dopamina dura, como el reaganismo post 68.

Sin embargo, a nosotras nos une, frente a ‘la banalización del mal’ discursiva, el recuerdo activo de multiplicidad de pasados colectivos, presentes en la proyección de otra identidad humanista —múltiple, resistente y orgullosa—.

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