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Cuidados
La primavera como nuevo comienzo: por un hogar libre de violencias y maltratos
Haciendo el ejercicio de entender el año, el cambio de estación, fuera de esa matraca del tiempo lineal (lo del global lineal thinking del que nos hablaban los decoloniales como Mingolo, Dussel o Quijano), la primavera, y sus fuerzas que empujan, la podemos vivir con un nuevo comienzo. Las compañeras mapuche así lo entienden, como un avanzar en círculo donde vamos abriendo y cerrando procesos, y por lo visto, estamos ahora un momento de abrir, de lanzar al exterior, como hacen las plantas.
Desde ahí me gustaría lanzar un deseo para este nuevo comienzo, para este nuevo proceso/estación que transitamos: responsabilizarnos a nivel social de tener que generar las condiciones necesarias, externas e internas, para que cada vez sea mayor el número de hogares libres de violencias y maltratos. Que cada día podamos avanzar e ir arrinconando las dinámicas que producen trauma, dolor y herida sobre nuestras niñas, niños, mujeres, personas dependientes y personas cuyo trabajo se desarrolla en el espacio doméstico u “hogar” de otras y otros.
El hogar es el lugar que se puede convertir en el mayor espacio de auto-censura, como primera estrategia que pone en marcha el maltrato sobre nuestros nuestros cuerpos
Un propósito que generaría una revolución profunda en nuestra manera de habitar la vida, y nuestros propios cuerpos. Tan grande que todas —niñas, adolescentes, jóvenes, adultas, mayores— pudieran habitar hogares donde sus potencias, fortalezas y posibilidades vitales puedan crecer. No tener que utilizarlas para sobrevivir, ya que, en lo doméstico, es donde más daño psíquico se reproduce después de los territorios en guerra, donde tenemos el cuerpo muchas horas al día, y con eso de los teletrabajos y las crianzas, muchas horas más.
En los hogares es donde sucede la intimidad, y esos vínculos tentaculares que nos atraviesan y conforman desde que aterrizamos en el planeta Tierra. También es el lugar que se puede convertir en el mayor espacio de auto-censura, como primera estrategia que pone en marcha el maltrato sobre nuestros nuestros cuerpos. Donde se niega, se cancela. Donde no es posible narrar de manera específica, encarnada, quirúrgica, todo el sindios que generan los maltratos.
Las que hemos sido maltratadas sabemos bien que la imposibilidad de nombrar nos acerca a la muerte. Como un lugar que está librado al vacío político, a la no existencia, a la normalización de esclavitudes contemporáneas. Donde se puede someter a personas en silencio. Robarles sus energías. Sus proyectos vitales propios.
Me viene lo que Arendt decía —ese mantra que nos acompaña— que sólo existimos si tenemos acceso a la existencia pública, y el hogar está reducido a lo privado, a lo que queda en manos de unas estructuras patriarcales muy antiguas donde se impone el silencio y la impunidad, como espacio donde lo público sólo aparece desde una mirada punitivista y disciplinaria.
Esto me recuerda a esa mítica entrevista de Foucault de los 80, cuando la tele pública era un hervidero de imaginación política, donde decía: “Lo importante es saber cómo en el comportamiento humano, en un momento dado, las evidencias se enturbian, las luces se apagan, cae la noche y la gente empieza a percibir que actúa a ciegas y necesita una nueva luz, una nueva iluminación y otras reglas de funcionamiento”.
¿Cuando se apagó la luz en los hogares? ¿Cuando se asumió que todo lo que se acumula ahí dentro era algo sin valor? ¿De tan poco valor como el cuerpo de las mujeres? ¿como el cuerpo de las madres? ¿como el cuerpo de las personas que cuidan de otros cuerpos?
¿Cuando se asumió que esto tenía que seguir existiendo en contexto democráticos? ¿Cuando dejó de ser una urgencia política entrar a desmontar todas las esclavitudes domésticas, maltratos y violencias que se reproducen dentro de los hogares?
¿Sabemos que también es maltrato que no te cuiden, que te exijan sin fin, que te instalen en un territorio psíquico de agotamiento, donde no haya espacio para tu singularidad?
¿Sabemos que también es maltrato que no te cuiden, que te exijan sin fin, que te instalen en un territorio psíquico de agotamiento, donde no haya espacio para tu singularidad, para tus problemáticas? ¿Sabemos que es violencia tener que justificar nuestra existencia política como madres con horas de trabajo? ¿Sabemos que es maltrato responsabilizar a las víctimas de su dolor?
A mí lo de no poder narrar, nombrar de manera específica lo que nos pasa, lo que se acumula en nuestro cuerpo, lo que se acumula en los hogares, todas esas tecnologías sofisticadas que se desarrollan —día a día— para mantener a la vida de las personas, me recuerda al maltrato que viví desde que mi madre falleció por parte de nuestro progenitor, silenciado por su clan consanguíneo. En esos tiempos donde se nos negaba toda posibilidad política de existencia fuera del relato del maltratador, y además el espacio en el que podíamos habitar era tan estrecho, tan infame, que muchas veces deseabas estar muerta antes que circunscrita a esa lógicas carcelarias.
Me dije a mí misma —hace ya más de 20 años— que nadie me iba a callar, por mucho destierro que supusiera, que no iba a venderme a cambio de cuatro perras o de migajas emocionales o escaleras para subir al privilegio —tristemente he visto a más de una, tener que macho-adaptarse a violencias por un pedacito de pertenencia. Igual ser testigo de cómo se machaca, psicológicamente, a tu madre enferma y luego fallecida, te da el impulso necesario para intentar, por lo menos, dislocar las inercias asumidas como parte de la organización y jerarquización social basada en la estructura del paterfamilias.
Y ahora, en esta nueva primavera, propongo desmantelar el hecho de no tener acceso a poder nombrar como reivindicación un derecho constitucional que nos pertenece, al sufrir en nuestras propias carnes cómo se trituraba, sistemáticamente, todo lo que desmontaba el relato del pater, porque nadie quería perder un milímetro de privilegio, aunque éste estuviera cometiendo delitos (hoy) penales.
Acabar con la vulneración que experimentamos todas aquellas que hemos sido maltratadas en el espacio doméstico por parte de una figura de autoridad, ya que los progenitores, según la teoría sistémica, están siempre por encima de las criaturas, son los que que tienen que generar las condiciones necesarias para que esas hijas e hijos, no sufran, no sean machados. Nunca se puede responsabilizar a las que vienen detrás del dolor que sienten sus cuerpos pequeños.
Nombrar con palabras nuestras experiencias. Nuestros aprendizajes. Nuestra capacidad para enhebrar las cosas más sutiles, y complejas, para que la vida continúe
Nombrar con palabras nuestras experiencias. Nuestros aprendizajes. Nuestra capacidad para enhebrar las cosas más sutiles, y complejas, para que la vida continúe. Todas esas prácticas vitales diarias. Todos esos modos de hacer cada proceso de sostener la vida diariamente. Todo lo que contiene un acumulado de precisión constante, y de ir recalibrando cada acción, repetición, para que las condiciones que se generan, sean cada vez más amables para aquellas personas que dependen de nuestros cuerpos, y también para que nosotras, las madres, no asumamos el arrase, el expolio, la psico-esclavitud que se normaliza durante las crianzas en los espacios domésticos.
Fíjate que yo elevaría a la categoría de “tecnologías de resistencia” (ahora que viene la IA a poner las reglas), como tecnologías humanas o sociales, a todos esos aprendizajes que vamos acumulando para que la vida pueda continuar, fuera de las violencias, lejos del maltrato, generando otras maneras de existir en el hogar. Nombrar todo lo que se acumula y genera dentro como saberes, procesos de lucha, aprendizajes y prácticas, las cuales generan capitales, imprescindibles para que todo lo demás pueda seguir funcionando.
Me dirán las anticapitalistas que nada de interlocución con los capitales desde los feminismos, y yo digo que sí, que puede ser una primera estrategia para sacar de la inexistencia política, de la no existencia en lo público, de eso que, Fanon, llamaba “condición de no-ser” a todo lo que se acumula en los hogares. Y así, en ese proceso de legitimación, de poner palabras y traducir en el lenguaje del capital el valor en números de lo que se genera desde ahí, poder ir desmantelando que el hogar siga siendo un terreno abonado para la reproducción de los maltratos y las violencias.
Porque es en este estado de negación social y política que continua —negando lo que pasa, se acumula, desarrolla y sostiene dentro de los hogares— donde sigue campando el daño sobre niñas, niños, madre, abuelas, jóvenes adolescentes, mayores y personas que trabajar en dichos espacios.
Igual hay que ahondar en un proceso de politización del espacio hogar. Entrar a saco a desentrañar todo lo que se acumula ahí, quién lo asume y por qué. Entender bien cómo las estructuras sociales patercentradas te obligan a callar y tener que asumir una cantidad de trabajo ingente sin posibilidad de nombrarlo como tal, y que todo eso es maltrato y violencia.
Entender las tramas que hacen que eso se siga reproduciendo, para que comience a existir en lo público todo lo silenciado en los hogares. Que el hogar tenga acceso a la ciudadanía, para que podamos alcanzar un hogar libre de maltratos y violencia para todas, porque se vaya vivenciando —lo doméstico— como un espacio donde puedes darle rienda suelta a todo lo que eres, sientes y quieres desarrollar fuera de pisco-esclavitudes contemporáneas.